El sismo del pasado 19 de septiembre fue trágico. Y sobre la enorme –y en buena hora- cantidad de personas que ayudaron a los afectados por el sismo, se habló. Sobre la tragedia que surge de las pérdidas humanas y la gran cantidad de gente que perdió sus departamentos o casas, de igual manera, se hizo eco.
Los héroes se mostraron casi de inmediato y con justa razón. La emergencia sí demostró que la sociedad tiene empatía por los demás, por ese resto que también la compone. Sin embargo, el impacto original provocado por la emergencia ha estado diluyéndose, de tal manera que comienza a despejarse el polvo que mantenía cubiertos a los villanos de esta historia.
Pero los villanos no tienen nombre y apellido, si así lo fuera, todo sería más fácil, sino que es un sinnúmero de personajes que de alguna manera se relacionan para conseguir un fin o fines que en mayor o menor medida los beneficie: la corrupción.
“Corromper es romper entre varios” (y nos rompimos), así lo afirma el neurocientífico Mariano Sigman.
Esa masa humana que no termina por tener un rostro definido y que sin embargo va cayendo desde la punta de la montaña, arrasándolo todo y a todos. Esa bola de carne molida mata, aniquila: nos mutila.
La corrupción es la pérdida de la confianza en el otro, es presumir que el otro actuará de mala manera, por las formas habituales que dicta el día a día, el contexto, el terreno, el ambiente, la historia misma del país, y es cuando perdemos la noción de la realidad, es cuando corromperse se convierte en un aspecto cotidiano más de la sociedad, es cuando la corrupción se solapa porque qué más da, qué importa si todos son –somos- iguales.
No confiar en el otro es presumir que de igual manera, un día, se corromperá y pensar así, es mirar hacia otro lado cuando a un edificio se le mete material de menor calidad al requerido, es cuando el costo –menor- dicta la norma en lo correspondiente a la seguridad sin importar que serán personas los que habitarán esos lugares.
Estamos llenos de listos, rodeados de videntes que auguran la seguridad: todo se vuelve una cuestión de creencia, de fe; y entonces no hacemos sino confiar en la seguridad de las palabras del otro, de lo que dice el que “sabe”, del “profesional” que creemos debe tener un poco de sensibilidad para hacer las cosas bien; sin embargo, esa fe de la misma manera que los edificios, se quebró, se derrumbó o no está en condiciones de volver a ser habitada: la confianza, una vez más, está desquebrajada.
Sin embargo, de la misma manera que en un principio decidimos que necesitábamos un árbitro, un mediador para resolver nuestros problemas para no terminar matándonos; es decir, alguien o algo (en este caso las leyes y los que se encargan de aplicarla) que tuviera la capacidad de darle la razón a uno por encima de otro, se crearon las regulaciones necesarias para que tales derrumbes fueran los menos o ninguno, para que los “astutos” villanos no hicieran de las suyas.
Pero todos fallaron, fallamos, porque depositamos la fe en los incorrectos, en los cínicos, y la depositamos porque creíamos que la corrupción no mataba niños en una escuela, que no dejaría sin patrimonio a nadie (nos dicen que la seguridad está en adquirir una deuda a 30 años para pagar una casa “propia”), que no se burlarían con un apoyo de tres mil pesos mensuales para una renta, que su ayuda no sería un segundo crédito, que la Ciudad de México sí era un lugar seguro y moderno, que valía la pena pagar los sobreprecios por una ciudad cosmopolita y de primer mundo. Paradójicamente, la vida nos vino a enseñar que uno de sus máximos exponentes de lo anterior, no resistió el peso de nuestros fallos, de esa falsa creencia.
Y a todo esto, aparece el fenómeno de la gentrificación, que de pronto no suena tan irreal (reducirla a un hecho que es propio del capitalismo y nada más es peligroso e irresponsable) o importante, sino que es un tema mucho más profundo, que debe tenérsele muy en cuenta y que debe estudiarse, ahora, ya no por sus implicaciones sociales o económicas y demás sino por la seguridad de los involucrados.
Hoy más que nunca, la CdMx entendió que ser y parecer no es lo mismo, que para llegar a ser lo que sus gobernantes pretendían, faltaba mucho trabajo, muchos años, y consciencia social y moral que reestablecieran esos lazos de confianza que al día de hoy, solo su gente conserva para los suyos.
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