Motivarse es alcanzar aquel elemento que nos atrae por el simple hecho de que en el objeto habita la motivación y no en el individuo.
El ser humano, en su intrínseco vacío, tiene la necesidad innata de moverse, de ir hacia alguna parte, porque el sistema universal funciona de esa manera para poder seguir siendo aquello que llamamos vida.
El gran teatro es la vida misma, donde nosotros actuamos en favor de nuestra propia existencia.
Vivir es percibir impulsos, toda esa serie de elementos que crean el movimiento; es decir, con ello nos movemos y con nosotros, el mundo, el universo.
Porque el individuo no es sino un recipiente que está siempre dispuesto a ser llenado por todo eso que desconocemos (las cosas).
Y desconocer es la mejor forma para no darnos cuenta de que la vida no es más que una enorme esfera de la que no saldremos nunca, aun en la muerte: morir es volver a la inconsciencia, a la ausencia que tampoco resulta ser una salida sino que nos hace parte de un todo.
Recordar es quedarse, darse cuenta de las cosas, y ningún ser sensible es capaz de soportar el tremendo peso de la eternidad en todas sus maneras como lo son la vida (movimiento), la muerte (quietud/ausencia).
En tal vacío del ser humano, y entendiendo que los recuerdos son todo ese líquido viscoso del que nos llenamos solamente para vaciarnos al perder la consciencia, no habita nada, ni siquiera aquello que perseguimos, lo que anhelamos lograr, los objetivos o metas que nos hacen movernos, los sueños.
Porque la motivación está propiamente en el objeto; es decir, querer (“todo querer surge de la necesidad, de la carencia”. Arthur Schopenhauer) algo como puede ser desde lo mínimo, un balón de fútbol, o lo máximo, conseguir la realización profesional y personal en su expresión más plena.
Es una ida en busca de aquello para llenarnos, complementarnos de cierta forma, porque sin las cosas no podríamos sostenernos en esta gran escenificación.
El balón de fútbol es el objeto motivante, en éste habita lo que perseguimos, lo que no es propio del individuo. El objeto deseado ejerce la fuerza de atracción necesaria para alcanzarlo. De esta manera, el individuo se mueve por el impulso propio que origina el objeto, y estamos llenos de objetos a alcanzar, llenos de luces fugaces, de impulsos, de percepciones.
En el amor, querer a una persona significa alcanzar los innumerables objetos motivantes que se conjugan en ésta, a las infinitas partes de su personalidad y, la disección de las partes físicas de la persona que se quiere alcanzar, son las que en realidad buscamos, son los elementos que causan la atracción, lo motivante.
Es decir, no es la persona en sí la causa de nuestra motivación. Esto es comprobable, ¿cuántos de nosotros nos hemos topado con personas que rápidamente olvidamos porque nos son indiferentes? La ausencia de elementos que sean motivantes para nosotros, no habitan en esa persona que nos pasa desapercibida, y por ello no advertimos, siquiera, su presencia.
No hay fuerza de atracción en ninguno de los elementos motivantes que se conjugan en tal persona.
Si el individuo por sí mismo fuese un objeto motivante, si en él habitara la fuente de su propia motivación, no habría movimiento, ya que el individuo no tendría ninguna razón (motivo) para alcanzar, para querer ir a alguna parte.
Estaría detenido, en la eterna quietud (el principio) pues él mismo se bastaría para ser. Así sucede con todas las partes del universo, cada uno de los elementos que lo componen se mueven en relación a otras cosas.
Por eso la vida es una gran obra trágica llena de objetos motivantes que nos arrastran a seguir interpretándonos de tal manera que la vida sea eso, vida.
Es decir, nos movemos no por un cierto sentido de libertad, sino por la decisión de otro, de ése que ha montado la ya mencionada obra.
Así, morir tampoco es un acto de libertad, ni una salida, es un ir tras bambalinas, estar en la banca, solo para volver a ser llamados a escena, una y otra vez.
Creer que en nosotros nace la motivación es un engaño más que nos sirve para no sentirnos tan vacíos, tan humanos.
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