Encontrarse con un mal libro (lo que creemos es una mala obra) deja una sensación de lejanía y, a veces, cuando el autor en cuestión es nombre de calle o está bañado en bronce debido a la trascendencia de su obra, se experimenta una suerte de imposibilidad, de incompatibilidad en un diálogo con una mente, acaso, privilegiada.
Una conversación se ha perdido. No hay entendimiento entre el autor y el lector. De alguna manera han decidido (en la página que se hayan quedado varados) no continuar: no hay ninguna posibilidad de entendimiento, de ser amigos de la tertulia diaria que se da entre los que leen y los que escriben.
La incompatibilidad entre lector y autor no se refiere únicamente a los valores técnicos de la obra, de la retórica de éste último, de la estética, sino de aquello que se cuenta, comenta o ensaya en el libro.
Los temas tratados en un libro son también conversaciones que pueden no llegar a buen puerto, ya sea porque el lector está imposibilitado para la autocrítica, para desafiar a su propia ideología o porque ya se ha cansado de pensar y ha preferido quedarse con ideas añejas que terminan por hundirlo en una ignorancia pasiva y solitaria.
Es levantarse de la mesa —tal vez un manotazo al aire, tal vez un grito desaprobatorio, porque desaprobar a la primera de cambio es demasiado fácil, simple— e irse, porque de esta manera sus ideas no corren ningún peligro de ser modificadas (la modificación de ideas, en muchas ocasiones, mueven los cimientos de nuestro pensamiento y esto obliga a tener que repensar todo lo aprendido, los conocimientos; y es que pensar de otra manera, pensar distinto después de tantos años de ir en una dirección determinada, cuesta tanto trabajo…).
El autor se ha quedado solo en la mesa, sabiendo que probablemente aquél no volverá a leerlo y que su libro (malo) será olvidado como todo aquello que se deja porque no nos sirve.
Pero no es sólo el olvido sino que la etiqueta de “libro malo” quedará adherida a la obra, y nadie quiere leer un libro malo, nadie quiere acercársele a un libro que ha sido denostado.
En muchas ocasiones, la crítica ha cumplido muy bien con su trabajo: separar la buena de la mala literatura que en sí mismo es una línea, un camino que ha abierto y configurado el crítico (hablo de la buena crítica) en cuestión; sin embargo, en otros casos, la etiqueta se ha colocado por simples malentendidos que, con el tiempo, los lectores y las nacientes corrientes se encargarán de borrar.
Pienso en Virginia Woolf contra James Joyce (y parte de su obra, en específico con Ulises), éste al que calificó de “nauseabundo” y “cansino” y a su obra más emblemática como, por decir lo menos, “aburrida”.
Yo soy de los que hizo una lectura del Ulises muy parecida a la de Woolf: me pareció aburrido (también intenté con Retrato del artista adolescente y me pasó lo mismo); sin embargo, entendí, al tiempo, que mi lectura era eso, una interpretación parcial de una obra que ya es clásica.
En fin que una obra mala debe centrarse en los detalles que tienen que ver con otras cosa que van más profundamente a la construcción de una historia, a la coherencia de ésta, al delineado de sus personajes, a los elementos de belleza propios de la prosa y el tono utilizado que el tema sí, etcétera.
Aburrirse con un libro no es significado de estar frente a una obra que no merece la pena, sino de lo poco en común que tiene un lector y autor en específico.
Como cuando hablamos con alguien que nos aburre profundamente y eso consigue el alejamiento.
Habrá quien no se duerma con la plática de esa persona y encontrará en ésta elementos sustanciales que nosotros fuimos incapaces de ver.
En mi caso, recuerdo que Cien años de soledad me pareció que estaba muy bien escrita pero nunca pude terminarlo porque no logré conectar con la obra; sin embargo, sí conseguí la satisfacción con Crónica de una muerte anunciada; es decir, intuí que tal vez, de otra manera, en otro momento y con otro tema, sí podríamos entendernos, y así fue.
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