Se ha dicho, con razón, que todo el entramado institucional en México es débil. Algunas instituciones son más fuertes que otras, pero en general carecen del sustento que las haría invulnerables a los vaivenes de las coyunturas: la credibilidad ciudadana. Es decir, una mayoría ciudadana que confiara en las decisiones de las instituciones y, no sólo esto, que estuviera dispuesta a defenderlas por medio de movilizaciones y protestas. Es decir, no una protesta en negativo, para pedir o exigir que algo cambie; sino una protesta en positivo, para pedir que algo permanezca.
Sobre esta idea de la debilidad institucional, valdría la pena hacer un ejercicio especulativo sobre lo que sucederá con las instituciones en caso de que, como todas las encuestas indican, gane la Presidencia de la República Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y se comporte en el poder como todo indica que se comportará.
Para empezar, el triunfo de AMLO hará entrar en crisis al sistema de partidos. Un vistazo a estas organizaciones descubre que cada partido está inmerso en una crisis específica (incluyendo a MORENA), pero todos comparten una crisis común. Esta es la de representatividad. Es un hecho que ciudadanas y ciudadanos votan, pero no sienten que los representen esos partidos ni sus hombres y mujeres que llegan a los puestos de poder. Es cierto que este es un fenómeno mundial, pero algunos sistemas políticos se defienden mejor que otros; el nuestro no.
La primera crisis específica que salta a la vista es la del PRI. Se ha decretado a priori la muerte del otrora partidazo varias veces, pero esta vez, la cosa puede ser más grave. El partido tricolor es un partido hecho para el poder, así nació y nunca cambió en esta parte esencial. En el año 2000 y el 2006 sobrevivió por varias razones: 1) los vastos recursos públicos procedentes del IFE producto de sus triunfos estatales, locales y algunos federales. A pesar de las multas sin precedentes, el partido tenía recursos. 2) Tuvo una serie de liderazgos a varios niveles que lograron unir en lo esencial al partido y darle dirección, a pesar de Roberto Madrazo y compañía. 3) Tuvo la gran mayoría de gobernadores y presidentes municipales quienes alimentaron al PRI por medios políticos y financieros. 4) Existió una estructura territorial vasta y relativamente fuerte. 5) Hay un ingrediente más, de suma importancia: ni Fox ni Calderón persiguieron al PRI o a sus operadores principales, sino que les dieron espacios políticos y en algunos temas colaboraron. El panorama ahora es muy diferente: ya no poseen vastos recursos públicos y el año entrante tendrán todavía menos; los liderazgos priistas más hábiles y experimentados están a punto de jubilarse y no parece haber liderazgos que renueven al viejo partido; ha ido perdiendo gubernaturas, presidencias municipales y otras posiciones, ahora le tocará el turno de perder la primera posición. Más grave aún, varios de los gobernadores priistas no parecen tener interés en salvar a su partido; la estructura territorial está deteriorada o en fuga hacia MORENA, principalmente. Todo esto es la receta para el desastre.
La crisis del PRI no empezó en este 2018, tiene varios años y no es culpa del todo de Enrique Peña Nieto. La crisis del PRI es la debacle de un equipo de mando que se enquistó en el partido y en el gobierno desde 1982 con la llegada de Miguel de la Madrid Hurtado haciendo a un lado a los populistas posrrevolucionarios y su pacto social. Ahí están los nombres: Salinas de Gortari, Pedro Aspe, Jaime Serra Puche, Ernesto Zedillo, Luis Videgaray, Enrique Peña Nieto, etc.
Ahora, como una pesadilla zombi, la corriente populista “muerta” en 1982, camina y avanza incontenible personificada por el próximo primer priista de la República: AMLO. Adiós equipo tecnócrata.
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