La desigualdad social y económica que se vive en México se ha traducido a todos los órdenes. En el orden político se manifiesta en dos vías. Por un lado, amplias capas de la población están supeditadas a los “regalos” que les dan los partidos políticos en épocas de campaña. Regalos que pueden ser: tinacos, despensas, tarjetas, televisores y, en muchas ocasiones, empleos temporales. Por otro lado, esas mismas capas de la población han sido “desarmadas” en sus derechos políticos. Los medios y la clase política no las escuchan. Son grupos que sufren el acoso brutal del crimen organizado en múltiples formas: cobros ilegales, leva, trata, secuestro. Esa indefensión también les dificulta acceder a servicios de calidad y les complica el reclamo al Estado y a las clases económicamente poderosas. Lo peor: muchas de estas personas “normalizan” esta ausencia de derechos. La desigualdad también se manifiesta en el ámbito educativo. La educación pública se ha venido deteriorando durante décadas. Quien está condenado a una educación de baja calidad, difícilmente tendrá acceso a un buen empleo.
Todo esto se ha señalado en varias ocasiones en este espacio. Ahora, un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) lo sentencia con datos duros: “México es uno de los países más desiguales de América Latina en lo que se refiere a la concentración en la propiedad de los activos físicos y financieros con que cuentan las unidades de producción, cuya inequidad alcanzó niveles récord en la década pasada”[1]. En términos numéricos esto se traduce en el hecho de que el 67% de los activos físicos y financieros están en manos del 10% de las familias en el país.
El documento denominado “Panorama social de América Latina 2016”, contiene muchos datos interesantes y brutales: “entre 2003 y 2014, la economía creció a ritmo promedio anual de 2.6 por ciento, mientras que la riqueza lo hizo en promedio real anual (es decir eliminando el efecto inflacionario) de 7.9 por ciento en el mismo periodo, lo que significa que la riqueza en México se duplicó en dicha década.” Cuando los partidos y los analistas de oposición hablan de lo poco que crece la economía, habría que preguntarles: ¿a qué economía se refieren? Porque en efecto, la economía del 90% de la población ha sufrido en la última década un deterioro significativo, pero a la economía de los que detentan la riqueza les ha ido bastante bien. Digamos que el 90% de los mexicanos y mexicanas vive en un país del Tercer Mundo, mientras que el otro 10% vive en el Primer Mundo.
Si la desigualdad en México es el principal problema, un problema que está condenando a los viejos y jóvenes a la pauperización y el subempleo, ¿por qué no se habla de ella con la intensidad que se menciona, por ejemplo, la corrupción? Esto obedece a varias razones. La más importante es que de la corrupción se puede culpar a la clase política. Por esto muchas organizaciones “civiles”, que reciben recursos de empresas, se han enfocado en este tema. Los partidos políticos, a su vez, tratan de trasladar el problema de la corrupción a otros: los opositores al PRI y este se defiende asegurando que es un problema de todos los partidos.
Pero el de la desigualdad es intocable, porque en este tema la clase política se enfrenta a los intereses económicos más poderosos. Ni siquiera MORENA y su líder Andrés Manuel López Obrador (AMLO) habla de la necesidad de implementar políticas públicas que distribuyan la riqueza. Su proyecto es fundamentalmente estatista y nacionalista, con un aparato asistencialista-político que coopte a las clases bajas y a las medias bajas. PRI y PAN mucho menos lo mencionan, han ayudado a que este esquema implantado en los 80 y 90 continúe. El PRD tiene la oportunidad de empezar a hablar de esto con miras al 2018. Distribuir la riqueza, ese debía ser el verdadero pacto por México.
(Para ver el estudio de la CEPAL:
[1] http://www.jornada.unam.mx/2017/06/11/economia/017n1eco
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