Para las generaciones de jóvenes izquierdistas mexicanos y latinoamericanos de los años sesenta y setenta, la fuerza seductora de Fidel Castro, el Che Guevara y la Revolución Cubana (así, con mayúsculas) era irresistible. La epopeya insular recreaba el mito de Lenin tomando el poder en Rusia o de Mao Zedong (o Mao Tse Tung, como venía en sus libros) haciendo lo mismo en China. La hazaña en el culo del imperialismo. ¿Cómo evitar el caer rendido de admiración por la leyenda en vida de estos hombres del Granma? Imposible.
No importaba la corriente o subcorriente de izquierda a la que se perteneciera, la Revolución Cubana había demostrado que el poder del Estado sólo se podía alcanzar por la vía revolucionaria, no por las elecciones ni los acuerdos con los aparatos institucionales de la burguesía. Lenin tenía razón: bastaba un pequeño grupo, a la manera del partido bolchevique, para que el pueblo se levantará contra sus opresores. Las izquierdas casi siempre han sido simplonas: ni Lenin había alcanzado el poder así ni la Revolución Cubana sucedió como contaba su leyenda.
No importó, miles de jóvenes mexicanos y latinoamericanos se lanzaron a la aventura y miles murieron sacrificando su vida en aras de la imagen revolucionaria de Castro y Guevara. Pero el mito alcanzó también para más: cuando la Revolución comenzó a perseguir a los vagabundos (parias), prostitutas y homosexuales (la batida contra las tres “P”), las izquierdas latinoamericanas no alzaron la voz. Después de todo, el acoso del Imperialismo era un tema mucho más importante. Cuando algunos de los revolucionarios que habían acompañado a Castro durante la Revolución fueron a dar con sus huesos a la cárcel, la mayor parte de las izquierdas ni siquiera intentó profundizar en el tema. Todos los excesos se justificaban. La izquierda tardó demasiado en separarse de la cegadora luz de la Revolución Cubana. Esa es otra de las características de las izquierdas: tiene reflejos lentos.
Cuando las críticas llegaron, la Revolución Cubana ya estaba podrida, no sólo por lo que aquí se menciona, sino por otros miles de cosas: los presos políticos, la falta de derechos humanos y un largo etcétera. Durante años, el gobierno cubano espió a otros gobiernos y apoyó a los grupos “revolucionarios” de la región. México fue la excepción. El Partido Comunista Cubano y el PRI se llevaron como los mejores amigos durante décadas. ¿Por qué nos extraña que ese priista modelo de los años sesenta que es Andrés Manuel López Obrador cometa la estupidez de comparar a Castro con Mandela? Los priistas más importantes eran recibidos como reyes en la Isla, gozando de comidas, hospedaje y mujeres; los guerrilleros mexicanos refugiados en Cuba, en tanto, eran vigilados y no se les permitía reunirse sin permiso. No gozaban de las mismas facilidades que los venidos de otras regiones de América latina. El latinoamericanismo no era para tanto y los cubanos calculaban bien sus opciones. Era lógico, sí, pero ¿por qué la izquierda mexicana no lo criticó?
A la muerte de Castro está de moda decir cosas como: la historia lo juzgará. La historia no juzga a nadie, ni siquiera a Stalin o Hitler, dos de los mayores asesinos del Siglo XX. Aún hay gente que los reivindica, personajes que niegan el Holocausto o las millones de personas muertas de hambre en la Unión Soviética. Otros dice cosas del tono: sí, Castro tuvo cosas malas y otras buenas. En realidad, quienes dicen eso están justificando su propia estupidez, su falta de crítica a algo que debieron hacer en su momento. Una frase absurda que se lee en algunos medios: con Castro terminó el siglo XX. No, el siglo XX terminó hace 16 años, simplemente que a los Castro no les avisaron. Ahora, deberíamos estar preocupados por la transición que debería suceder en la Isla; por lo demás, que los propios cubanos juzguen a su dictador muerto.
Pero una cosa es cierta, toda crítica a Castro desde la izquierda, debería ser, en parte, una autocrítica
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