Los dos casos de corrupción más sonados en la coyuntura actual corresponden a Javier Duarte, priista, y Guillermo Padrés, panista. Del primero se dice que se prepara para huir; el segundo ya huyó y la INTERPOL emitió la famosa ficha roja. En el caso del gobernador veracruzano con licencia, su salida del poder es interpretada por algunos como una señal (pequeña) de que el gobierno federal se prepara para atacar la corrupción entre los gobernadores. La orden de arresto en su contra, girada ayer, ayudará a esta percepción. El segundo caso le ha pegado de lleno al Partido Acción Nacional (PAN) y a su presidente nacional, Ricardo Anaya. En efecto, la acusación del presidente priista, Enrique Ochoa Reza, de que los panistas encubrieron a Padrés ha tomado fuerza. Más aún, el embrollo alcanzó a Margarita Zavala, quien tardó cuatro días en deslindarse del sonorense y cerrar filas con sus compañeros de partido. No es menor señalar que fue durante el gobierno de Felipe Calderón que se eligió a Padrés como candidato al gobierno de Sonora. Se asegura que el ahora fugitivo era muy cercano al matrimonio presidencial. Ya se verá si el deslinde de Anaya y Zavala es suficiente. La acusación de Ochoa Reza puede indicar que su partido ha renunciado a parecer honesto y ahora trata de probar que todos tienen cadáveres en el armario, algo no muy difícil de lograr, incluso en el caso del rey de la “honestidad valiente”.
Pero el tema de la lucha contra la corrupción va más allá de estos dos casos. Se puede afirmar que se ha vuelto un punto de referencia político, con efectos electorales, como nunca antes. A esto han contribuido varias organizaciones sociales (Transparencia Mexicana, IMCO, entre otras), la iniciativa privada (IP) y también la Iglesia católica. Sin duda, la corrupción jugó un papel importante en la derrota priista del 5 de junio pasado, algo que los priistas no parecen comprender cabalmente. Los datos de los costos de la corrupción son diferentes. Algunos calculan que cuesta entre uno y dos puntos del PIB, otros se van a cifras mayores, incluso de dos dígitos, pero ninguno ha ofrecido una metodología más o menos transparente e inteligible. Es uno de esos casos en que la sola mención hace que resulte impropio ser políticamente incorrecto y preguntar cómo se obtuvieron las cifras.
Así, de lo políticamente correcto pasamos a la persecución moralizante contra los corruptos. Todos se miran como si la corrupción se diera en otra parte; todos menos el único actor político que es corrupto por unanimidad y hasta sus propios militantes lo creen a pie juntillas: el PRI. Entonces, la lucha contra la corrupción se convierte en arma contra el PRI. Pero la inquisición no se detendrá ahí y continuará con el resto de la clase política. De hecho, ya lo estamos viendo.
En el año 2000, la oferta de cambio político se abrió paso y triunfó la alternancia. En el año 2006, la oferta de seguridad consolidó a un gobierno cuestionado. En el 2012, las reformas sorprendieron a México y el mundo. Es cierto que en todos los casos hubo decepciones y los propósitos se quedaron cortos. Sin embargo, en todas estas situaciones había elementos positivos y de largo plazo. La lucha contra la corrupción es solo instrumental, no tiene contenido teleológico por más que quienes se llenan la boca insistan en ello. Por si fuera poco, la historia nos ha enseñado que muchos de los cruzados no tienen autoridad moral y simplemente poseen intereses políticos. En 2018 podría ganar alguien cuya oferta fuera la honestidad, una honestidad sin proyecto, hueca.
Sí, la corrupción es un problema, pero no sólo es un problema de los políticos. No acabará sólo con leyes y acusaciones; no acabará mientras no mejore la distribución de la riqueza y las reglas se cumplan a rajatabla. Sí, son necesarios los políticos honestos, pero con proyecto, no sólo con la cruz roja pintada en su túnica.
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