Cusco, ombligo del mundo – Es este el corazón de la zona serrana del Perú, enclavado en la cordillera de los Andes. Más allá viene la región selvática amazónica de este enorme país. Y con lo poco que lo he podido conocer, supongo que el Valle Sagrado es la zona más grandiosa.
Desde mucho antes de tomar en Lima el avión hacia el Cusco, hemos oído a rabiar la mitología urbana de los viajeros que se aventuran a la antigua capital del imperio de los incas, a 3,400 m de altitud: al bajar del avión a todos les pega el soroche, una especie de mal de montaña, y punto menos que caen muertos. Pero al llegar desde el nido de águilas que es la ciudad de México a 2,240 m en su más bajo nivel, me parecía que no tendríamos problema.
En efecto, no. Peor tantito si de día y de noche hay en el hotel una mesa con hojas de coca (y muña, que no supe bien a bien qué es, y hojas de limón) y un termo de agua caliente para preparar en un vaso desechable una infusión cuyo prometido efecto es dilatar los vasos sanguíneos y aumentar el volumen de glóbulos rojos en la sangre. Interesante, si la coca contiene —aunque en bajísima proporción— un alcaloide llamado cocaína (que, oh lamentable inexperiencia, nunca he probado).
No puedo saber si me produjo algún efecto el consumir diariamente varios vasos de mate de coca para combatir la altitud (en algún paseo llegamos a los 3,800 m, unos 150 más que en el palacio de Potala en Lhasa, Tibet, de alta prioridad en nuestros viajes pendientes), sin sentir soroche o nada parecido. Alcanzó alguna mala lengua a decir que la versión de hojas de coca que se ofrecen gratis al viajero desde la llegada al aeropuerto de Cusco, no es la misma de la yerba sagrada que forma indispensable parte de los cultivos en las zonas altas del Perú y que consumen rutinariamente los campesinos. Que consumir lo que dan a los viajeros produce el mismo efecto de una tisana de manzanilla y su efecto es parecido al de beber agua caliente. No sé qué pensar al respecto, y claro que no me sentí high en ningún momento.
Al menos no high por efecto de droga alguna, pero sí por las emociones vividas en este viaje tan repleto de maravillas y experiencias inolvidables. Sí digo que mascar hojas de coca no es muy agradable, y la infusión tampoco resulta especialmente sabrosa. Habrá quien piense que la falta de efecto por la altitud y por andar paseando por la Cordillera será un prodigio del efecto placebo. No sé.
Desde hace años, tras conocer las investigaciones del inglés Graham Hancock y del español Juan José Benítez, tenía curiosidad por conocer los antiquísimos muros de Cusco, compuestos de megalitos de toneladas de peso que (dicen) fabricaron los habitantes prehispánicos de estas tierras sísmicas, para dar durabilidad a sus templos, palacios, fortalezas y habitaciones. Y desde luego la Coricancha, de la que se conserva la fortísima plataforma hecha de esas piedras, y donde se levantaba el palacio de los incas, Pachacutec el más célebre de ellos (inca, o inka, es el gobernante, no el pueblo; igual que si erróneamente habláramos de “pueblo tlatoani”). Encima de la Coricancha levantaron templos católicos los conquistadores españoles, igual que hicieron en Cholula o en la ciudad de México.
Son muros de enormes piezas de diorita y piedra caliza, de formas aparentemente caprichosas, sin cemento ni aglutinante alguno y con formas concordantes entre una piedra y otra con tal perfección, que entre una y otra no se puede deslizar una hoja de papel bond o una navaja. En una de ellas hay 12 ángulos, concordantes todos con otra piedra en un efecto machimbrado cuya técnica de fabricación no logro discernir ni he leído tampoco de alguna explicación que resulte convincente. Todos esos muros, en pendientes que se alejan unos 7º de la vertical, se ríen de los terremotos y contienen hasta sistemas de drenaje. Según un guía, entre un conjunto y otro de piedras hay una capa de material suave para darles cierto juego, sin perder nada de solidez. Y claro que son sólidos, si parece que los fabricaron ayer.
Lo más notable (y por eso tenía tanto interés en ver esas edificaciones de piedras formando una especie de rompecabezas) es que exactamente eso había visto ya en Egipto, en el Templo del Valle a un lado de la Esfinge, hechas con inmensas piedras machimbradas. Pero no sólo eso, sino que también aparece ese tipo de construcción en lugares que no conozco, como la isla de Pascua, y Etiopía. ¿Casualidad?
Quién sabe qué maestros canteros podrían trabajar con tal precisión piedras enormes y muy duras, para hacerlas coincidir así unas con otras. Según Hancock, investigador que con buenas razones despedaza las teorías standard de la arqueología standard y sus dogmas standard, las rocas de Cusco y de Machu Picchu y Sacsaihuamán y otras edificaciones atribuidas a la civilización de los incas, podrían ser muy, pero muy anteriores a ellos. Quizá milenios atrás.
No hay comprobación a esa hipótesis, al menos respecto a la civilización incaica (sí hay ruinas inmensas en Göbekli Tepe, Turquía, que la más depurada ciencia ha demostrado que datan de 11,500 años, y en Indonesia hay una pirámide de hace al menos 9,000. Suficiente para tener que reescribir la historia humana, que —se supone— arranca en Ur de Caldea, Mesopotamia. Pero lo que resulta asombroso es encontrar ese tipo de rompecabezas megalíticos en lugares muy, pero muy lejanos, como lo son Pascua, el Perú y Egipto.
En los sitios arqueológicos cercanos a la capital de los incas —Cusco, ombligo del mundo según una tradición quechua— y en el Valle Sagrado ubicado en las márgenes del río Urubamba es muy, pero muy frecuente encontrar esas disposiciones de enormes piedras armadas como en rompecabezas.
Ningún lugar contiene piedras de mayor tamaño que Sacsaihuamán, muy cerca del Cusco. Hay allí una piedra esculpida que se calcula en 361 toneladas. Es decir, ¡500 coches! O dos locomotoras diésel. Y hay megalitos en abundancia, dispuestos en una pared en zigzag, de 20 y de 50 y de 100 y de 150 toneladas. Todas ellas esculpidas con ese mismo patrón poligonal.
Una teoría muuuuuuy poco convincente es que las piedras ya estaban allí y sólo las esculpieron. Pero los prehispánicos no conocían el fierro y mucho menos los buriles de diamante, y tenían que limitarse a tallar esas piedras con piedras más duras (dicen que de origen meteorítico, quién sabe) llamadas aquí jiwaya, pesadas y con alto contenido de hierro. Pero no me cuadra que eso baste para dar forma a megalitos tan inmensos. Ninguna de las preguntas que he hecho en el Perú o en Egipto resulta convincente para entender ¿cómo? Y lo más importante: ¿para qué?
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