Dèja vu

Los terremotos son fenómenos naturales pero los muertos no son culpa de Papá Dios sino de los ingenieros civiles y constructores...

21 de septiembre, 2017

Los terremotos son fenómenos naturales pero los muertos no son culpa de Papá Dios sino de los ingenieros civiles y constructores, los legisladores y los gobiernos. Los dañados por un sismo estaban en una casa o puente o edificio (o a orillas del mar, si viene un maremoto). Los temblores revelan qué obra estuvo bien hecha y cuál no. Y son de las fuerzas donde con más hondura siente el hombre que no es nada ante las fuerzas de la naturaleza: veo qué débil y pequeño soy, y qué grande y avasallante es lo natural.

Los recuerdos se agolpan en la memoria de quienes llevamos ya un rato viviendo aquí. Niños en casa corriendo de susto (hoy nietos, antes hijos); edificios derruidos, ambulancias, gente lanzada a las calles para ayudar, ayuda caóticamente transportada: cobijas, linternas, pilas, agua pura, oxígeno, mascarillas, medicinas, espontáneos dirigiendo el tránsito.

Fue en septiembre de 1985 cuando al vocablo solidaridad se le pusieron signos de igual con la población de la ciudad de México. Quienes presenciamos aquella reacción cívica llegamos a la conclusión indudable de que este pueblo no tiene el gobierno que se merece. Jamás olvidaré esto: andaba yo esa noche precariamente transportando suministros en mi camioneta cuando, cerca de la Torre Latinoamericana, ofreció subirse conmigo un muchacho cuya familia se había muerto casi toda esa misma mañana al derrumbarse su casa. “Ya no tengo nada que hacer allí”, me dijo, y se subió porque quería hacer algo útil. Lo llevé hasta el Centro Médico; quisiera saber quién fue aquél joven extraordinario.

También hay grandes diferencias hoy. Sólo había la pésima red telefónica paraestatal, que quedó destruida casi por completo. No existían redes sociales ni teléfonos celulares, y la comunicación casi se centralizó en la heroica red de radiolocos. El paralizado presidente de la Madrid se apanicó; mandó fuerzas federales que si algo lograron fue estorbar, y por vil nacional-machismo negó al principio toda ayuda extranjera. Hoy, en cambio, Peña Nieto estaba al frente de los trabajos en Oaxaca y Chiapas e inmediatamente regresó a la ciudad. Aquél día estaba ahogado de borracho el jefe de gobierno Ramón Aguirre; su sucesor Miguel Mancera entró inmediatamente en acción usando instrumentos de protección civil que no existían entonces. Hoy los hay a todo nivel de gobierno.

Hubo secuelas políticas nefastas después de aquella tragedia. Proliferaron las ratas y cucarachas: hormiguearon movimientos “sociales” estilo Nueva Tenochtitlan (Bejarano, Padierna y abundantísima legión) a partir de las necesidades de vivienda y ciertos políticos se hicieron famosos por crear problemas que resolvían a billetazos y prebendas. La ciudad de México se llenaría de ambulantes, microbuses, invasores de predios, sindicalistas mafiosos, extorsionadores y más recientemente, adujeron derechos originarios que han “elevado” a rango del almodrote que llaman Constitución de la Ciudad de México. Esta ciudad se degradó políticamente hasta niveles entonces inimaginables.

En 1985 tampoco había la abierta delincuencia que se aprovecha de los inmensos atascos callejeros para asaltar comercios y automovilistas atorados. Delincuentes ha habido y habrá siempre pero nunca tan generalizados, violentos e impunes como hoy.

Nadie pudo haber predicho que dos semanas después de un macroterremoto de profundo epifoco que conmovió a Oaxaca y Chiapas, viniera otro y muchísimo menos, dos horas después de un simulacro por el aniversario 32 de aquél 19 de septiembre. Las probabilidades de que dos terremotos tan destructivos ocurrieran en la misma fecha, son casi imposibles. La realidad es mágica y supera a la más descabezada ficción.

Y aún no ha ocurrido otro terremoto de verdad destructivo. La franja de Guerrero está aburrida, desesperantemente quieta desde 1911. Y si algo hemos aprendido los habitantes de este planeta constituido por placas tectónicas, es que éstas se acomodan a trancas y barrancas: acumulan energía durante años y años y años, y de repente (sin que nadie pueda preverlo) la energía se suelta. Mientras más tiempo pase en esos silenciosos e inmóviles movimientos de energía, más violento es el remezón.

Una de las primeras cosas que pensé hoy al reponerme del susto es “que venga de Guerrero, por favor”, esperando que esa zona liberara algo de energía; pero provino de Puebla y Morelos este sismo que sentí casi como el de hace 32 años. No ha llegado el Grande, el de veras catastrófico. Tampoco a San Francisco, que lleva más de 100 años esperando que se active la falla de San Andrés. Sólo películas ha habido, unas malas y otras pésimas.

Según mis fuentes conspiranoicas ya hay tecnología capaz de producir terremotos, y también huracanes. Han dicho que el de Houston es una especie de guerra meteorológica, producida quién sabe para qué. Un científico tan célebre como Michio Kaku sostiene eso, y habla de HAARP (High Frequency Active Auroral Research Program), que existe desde 1993, como autor de una tecnología que originalmente —me dicen— inventó Nikola Tesla en 1939.

Mientras esperamos al siguiente gran terremoto, quizá desde Guerrero, habrá que prevenirnos, quién sabe cómo. No hay que perder consciencia de que la madre naturaleza nos da lecciones de humildad y en un gran temblor, lo más mortífero son las obras humanas. No sabemos cómo controlar esas fuerzas, que con trabajos podemos medir. Quisiera que un matemático reinterpretara la antiintuitiva escala de Richter; los logaritmos son abstracciones matemáticas que la mente no comprende fácilmente como 1-2-3 y 7-8-9. La distancia entre terremotos grado 1 a grado 4 es casi indistinguible pero entre 1985 y el de hoy (8 a 7.1), la diferencia es una inmensa devastación a pocos edificios dañados hoy. En cambio uno grado 13 equivaldría al asteroide de Chixculub, Yucatán, que acabó con los dinosaurios y por decenios cubrió al planeta de nubes. ¿Qué no se puede ajustar esa escala a algo más inteligible?

En fin. Esta ciudad tiembla y los temblores siempre tienen consecuencias que nada tienen que ver con ellos. Habrá que ver qué pasa cuando la tierra se calme y el polvo se aquiete. Ojalá pudiésemos aprender algo de estas tremendas lecciones de humildad que nos brinda la naturaleza.

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