Ha dispuesto la Providencia que mi llegada al mundo ocurriese en una especie de espacio ocioso, una suerte de interregno entre las festividades que más concitan el entusiasmo de niños y adultos, comerciantes y tejedores de sueños.
Terminó hace dos semanas una fiesta que en México abriga el mayor de los sincretismos. A la virreinal de los fieles difuntos, 2 de noviembre, se ha montado a horcajadas la noche de brujas, el Halloween. Se ayuntan las calaveras con las calabazas, ambas con lugar predominante en los altares donde recordamos a los muertitos con eso que les gustaba de la vida: de los libros al tequila, pan de muerto y flores amarillas que sin aroma. Las muy gringas calabazas comparten con cráneos y catrinas un espacio ya tan indispensable como los adornos de brujas, arañas y víboras.
Y en años recientes —digamos, una generación— se ha agregado una invención verdaderamente única de México: Los alebrijes, monstruos multicolores y disparatados que adornaron el Paseo de la Reforma y desfilaron —alegorías de difuntos— en la pista de una gran fiesta mexicana de clase mundial: el Gran Premio de México. Cada piloto que tomó su lugar en la parrilla tuvo su propio alebrije, alegoría de la sonrisa perenne de Daniel Ricciardo o la frialdad glacial de Räikkönen. Nuestra riqueza cultural originalísima da para eso y más.
El 1º de noviembre la tradición católica festeja a todos los santos, por aquello de que si cada día del año se recuerda y festeja a los declarados por la Iglesia como seres gloriosos, algún día tendrían que dedicar a los santos desconocido, a los soldados desconocidos que merecieron la gloria celestial; y cuyo nombre —así dicen las tumbas de héroes anónimos en el impresionante cementerio militar de Verdún o en el de Normandía, o el Arco del Triunfo y cuántos lugares más— sólo es conocido por Dios.
Hay quien dice que todos tenemos como destino ser felices en presencia del Creador. Yo así lo creo, de modo que la fiesta de todos los santos habrá de ser la más concurrida de todas. Pero acá los vivos prefieren celebrar y recordar y velar a los muertos el día siguiente, 2 de noviembre.
Ya que pasan los días y esa fiesta se queda atrás, los grandes almacenes preparan la orgía de ventas en que se ha convertido la Navidad, al insoportable ritmo de las carcajadas de Mr Jo Jo Jo a 18 meses sin intereses. Se ha degenerado el festejo de la vida que se renueva, junto con la astronómica significación del triunfo del día sobre la noche: Esta empezará a acortarse, en beneficio de los días que nuevamente serán más largos. Es la fiesta del sol triunfante, fecha del solsticio de invierno.
Me he extendido marcando dos festejos mundiales para significar la fecha personalísima en que rememoro el principio de la gran aventura de mi vida en una fecha como la de hoy; el primer año sin guerra mundial, y en el que inventaron en la Universidad de Pennsylvania la primera computadora, un mastodonte llamado Eniac. Inauguré la explosión de nacimientos que me hace, de pleno derecho, un baby boomer.
La Madre Wikipedia me brinda efemérides. El día que nací murió el magnífico compositor Manuel de Falla, cuya obra cumbre (El Sombrero de Tres Picos) recuerda el nombre de la calle donde viví más de la mitad de mi soltería. Un 14 de noviembre (1851) Herman Melville publicó Moby Dick; en 1922 se inauguró la mejor radiodifusora y productora del mundo, la BBC; en 1805 nació la maravillosa compositora Fanny Mendelssohn, hermana de su hermano, así como el buen compositor usamericano Aaron Copland (1900); nació también en1939 la notable tecladista y transcriptora de música en sintetizador y que me acercó a Bach y Monteverdi, Wendy Carlos, con quien tuve el privilegio de convivir unos días mientras navegábamos a un eclipse de sol en 1972, meses después de dejar de ser Walter Carlos pues se cambió de sexo.
No me encanta que cuando cumplí 2 años haya nacido ese que llamo mi junior, el principito de Gales, Carlos de Inglaterra; pero sí el compartir cumpleaños con mi amigo Ney Villamil, si bien le gano por unas horas. Queda claro que ya no soy ningún baby, pues mi boom ya es miembro de pleno derecho de la cofradía de “adultos mayores” que a veces han llamado “adultos en plenitud”, de lo cual varios se burlan pero que yo —gracias a la ya mencionada Providencia— sí suscribo. Lo he dicho muchas veces: la mejor época de mi vida, las muchas veces que me he preguntado cuál es, es esta. Hoy lo digo y afirmo y remacho, rodeado de la única obra que de verdad vale la pena en estos 26,298 días: mi familia. Estas desordenadas líneas se me ocurren este lluvioso día cuando han terminado los festejos de brujas, santos y muertos, y los vivos estamos por empezar los del triunfo 3 del sol y más especialmente el nacimiento de un hombre-dios. Festejo este día junto con una nueva nieta que desde hace dos semanas se llama Elena. Qué mayor celebración para iniciar el resto de mi vida, yo que apenas estoy empezando.
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