Necesito una máquina del tiempo. Quiero remontarme hasta mediados del siglo XIX para evocar a grandes trancos, a bordo de tan fantástico artilugio, si yo hubiese llegado al mundo en 1846, las grandes escenas de mi patria. Navegaré a horcajadas entre ambas centurias.
Sólo en la imaginación existen las máquinas del tiempo, invento de un inglés que murió el año en que yo nací: H.G. Wells. Me encaramo en esa máquina para dimensionar el largo periplo de mi vida en este mundo.
Lo hago hoy que don Porfirio cumple 100 de haber fallecido, exiliado en Europa desde hacía 4 años en que veía cómo su México se hundía en el caos y la violencia, el horror y la miseria, para provecho del ganón de siempre: Estados Unidos.
Viajo a 1846: México llevaba 25 años de independencia. El indio mixteco Porfirio Díaz tenía 16 años y EEUU, no contento con haberse tragado Texas, llevaba 7 meses de habernos invadido. El año siguiente, el cadete Miguel Miramón sobrevivió el ataque donde seis compañeros suyos murieron defendiendo el Colegio Militar en Chapultepec, y la bandera de barras y estrellas ondeó en el Palacio Nacional. En esos dos años perdimos cerca de la mitad del territorio y no había un solo ferrocarril pero por presidentes no parábamos: 8 en dos años.
En 1854 Santa Anna elevó a himno nacional el texto de un cursilísimo poetastro potosino y en 1857 se promulgó una Constitución federal con cosas interesantes pero su carácter antirreligioso oooootra vez partió al país, ahora durante tres años. Por tan costosa guerra México no pudo pagar sus empréstitos y las potencias acreedoras quisieron cobrarse a lo chino, invadiéndonos. A mis 15 años el general Porfirio Díaz, a las órdenes de Zaragoza, derrotó en Puebla a los franceses. (En mi tiempo real, López Mateos festejó ese centenario con una supercarretera a Puebla, que me deslumbró.)
El 2 de abril de 1867 el general Díaz despidió en definitiva de Puebla al los franceses; ya tenía yo 20 años. En el Cerro de las Campanas, con dos leales (Miguel Miramón y Tomás Mejía), cayó Fernando Maximiliano de Habsburgo, descendiente del primer emperador de la Nueva España, Carlos I de España y V de Alemania; de allí —decían— venía su legitimidad dinástica. El titular del Segundo Imperio se enamoró de este país y, a diferencia de Juárez, no escribía Méjico sino México, y se vestía de charro. Tras el fusilamiento, Porfirio Díaz entró a la capital sin disparar un tiro (Juárez no le dio las gracias).
El 19 de junio de 1967, centenario de esa ejecución en Querétaro, participé en una misa en la Profesa, donde se tocó el himno nacional. Tanto se enfureció Díaz Ordaz que proclamó una nueva ley sobre el uso del himno (yo pensaba que el himno llamaba a los mexicanos y era propiedad nuestra, no del gobierno).
Regreso en mi máquina a la república restaurada; a la muerte de Juárez yo tenía 25 años y en ese lapso vi 26 presidencias y un imperio en un México devastado por guerras y planes y asonadas y cuartelazos y golpes de estado, y claro que traiciones.
Cinco años después y tras muchos avatares, Porfirio Díaz se sentó en la silla por primera vez. Desde entonces, incluyendo el interregno de su compadre Manuel González, México por primera vez vivió un largo período de paz. Yo tenía 30; al fin del Porfiriato ya era sexagenario.
Vi cómo México se llenó de ferrocarriles y edificios, restauró su crédito y se fundaron aseguradoras, bancos e industrias; las cartas y telegramas llegaban a tiempo y los campos podían sembrarse y esperar ciclos sin tanto temor a un nuevo caudillo brevemente triunfante o a gavillas de rateros que caían bajo el fuego rural. El presidente de mano dura sabía que gobernar mexicanos era más difícil que arrear guajolotes a caballo y no permitió libertades cívicas, pues monopolizó en su persona la política para preferir mucha administración.
En 1909, tras una reunión con el presidente Taft, Porfirio Díaz —se dice— comentó “ahora sí, ya todo está perdido”. Cierto o no, bien decimos los nahuatlacos se non è vero, è ben trovato. Algo supo tras sentarse con el monstruo imperial. Iba ataviado como el monarca que era, enmedallado cual emperador prusiano y con tocado de pluma de avestruz frente a la civil levita de Taft: sus símbolos de poder nada pudieron contra el poder de verdad. Si todo estaba perdido era porque los gringos no podían permitir que en su traspatio germinara una potencia. Tenían que cargársela. Y lo consiguieron.
Mi maestro López Moctezuma contó que a su regreso, al rodar el tren por los desiertos del norte hubo una bellísima puesta de sol teñida de color rojo. Rojo sangre. Vio aquel gran conocedor del alma mexicana el porvenir de su patria; y por los cachetes se le rodaron las de San Pedro…
El año siguiente, Porfirio Díaz vio venir entre espíritus a don Panchito Madero pidiendo que hubiera voto efectivo y se acabara la reelección. Con armas y financiamiento de Texas inició lo que llamó “la revolución”, o más certeramente, la bola. Prefirió don Porfirio embarcarse en un buque brasileño para ahorrar sangre mexicana, que se había cansado de ver desperdiciarse en guerras intestinas, pronunciamientos y cuartelazos.
Terminada la pax porfiriana el “héroe de la paz” vio desde Europa cómo México volvía a las andadas con 8 presidencias, asesinatos y traiciones en una patria hundida en oooootra guerra feroz e interminable que destruyó muchísimo de aquello que él se esforzó en construir y pacificar.
El testigo imaginario que fui de esos acontecimientos me hizo ver cuánto tiempo y sucesos pude haber vivido desde el ya lejano día de mi primera luz: un México despoblado, desangrado, destruido, que tras pacificarse y desarrollarse, de nuevo se autodestruía y hacía resucitar a los peores demonios de su profunda y bronca alma. Allende el Bravo los financieros y mercaderes de armas se estarían carcajeando y relamiéndose los bigotes tras lograr que la incipiente potencia del sur se volviera impotente y se echara a perder.
Hoy 2 de julio de 1915 me bajo de mi máquina del tiempo: muere don Porfirio en París. Hoy 2 de julio de 2015 la familia Díaz le dedica una misa. Pensé para mis adentros: aquél militar práctico y talentoso, valiente y patriota que vivió a tope, conoció a muchas mozas, lo inspiraron bellas musas y disfrutó de masas y de mesas, pero no habrá ido a muchas misas. No le sobrará la de hoy. Insólito: acudo a otra misa solemne por un jefe de Estado mexicano, luego de la de Maximiliano I en 1967. La orquesta y coro de nuevo tocaron hoy a toda nota el himno nacional. Y estuve en ambas. Alguien gritó estentóramente dentro de la iglesia un compartido “¡Viva México!”
Luego de dimensionar la amplitud de tiempo desde que respiro el aire de este mundo, me asombro de haberlo tenido en suficiencia para presenciar lo que habría visto un niño nacido en 1846: desde la victoria gringa perdiendo la mitad de nuestro territorio hasta las guerras inciviles y el caos revolucionario, pasando por el efímero Imperio y el duradero Porfiriato. Las máquinas de la imaginación obran maravillas.
Ya en la realidad del mundo real, pocas esperanzas me quedan de que el mexicano perdone a la historia y vea que no tiene sentido quejarse por la leche derramada si ya se derramó. La gente primitiva y acomplejada que adora a mitos de bronce y enloda a patriotas políticamente incorrectos y sigue traumada por la conquista y exige entregar vivos a 43 asesinados (incluyendo al que demostradamente ya se murió) no podrá perdonar los pecados de un caudillo imperfecto cuyos méritos rebasan con mucho sus defectos.
Mejor que siga descansando en paz en el Cementerio de Montparnasse y no en la iglesia de la Soledad de Oaxaca, donde los maistros de la 22 habrían de profanar sus restos. Si ni siquiera el rector Narro de la “máxima casa de estudios” tuvo los arrestos necesarios para reconocer en el bicentenario de 2010 que don Porfirio fundó la Universidad Nacional en 1910, ¿qué podremos esperar?
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