Erré mi vocación tremendamente. Cometí el mayor error de mi vida. Mi tropezón más duradero y doloroso fue equivocar mi profesión. Era yo demasiado joven e ignorante de las realidades del mundo real como para meter la pata de tal manera. ¡Vaya estupidez!
Los que no sabemos nada no merecemos el difícil camino que elegí. Los de plano ignorantes tuvimos que haber sido maestros, profesores, mentores o educadores (así llaman a los militantes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación).
“¿Por qué no me metí de maestro?” es la pregunta que consumió la mayor parte de mi sueño, ese inquieto lapso de ojos cerrados y mente activa en que se producen las pesadillas. Y soñaba que portaba por las calles y plazas, entre gritos y consignas, un enhiesto pendón con siglas salvíficas en color dorado: CNTE.
Soñaba que me daban cuanto pidiera, por descabezada e ilegal que fuera mi demanda, nomás por presionar a los gobiernos estatales y al federal con marchas, plantones, exigencias, ataques y chantajes que dan la ventaja adicional de evitarme la molestia de estar en un salón de clases. El ser maestro me haría depositario preferente de todos los derechos pero ¿por qué ponerme como poste frente a un grupo de mocosos que a lo mejor no son tan ignorantes como yo?
¡Jamás! Nada de gises y pizarrones, o peor aún, de asquerosos libros, que encima de todo ya ni sirven porque hay internet, aunque en mi escuela ni electricidad haiga. Para ser maestro sólo tendría que pasar por una escuela normal, fuera o dentro de Ayotzinapa (no sé por qué llaman “normales” a las escuelas de maestros pero qué me importa). Y al fin de mi estancia en la normal (conste que no dije al fin de mis estudios) ya tendría garantizada mi plaza dentro del Sindicato y de la Coordinadora, pues es irrenunciable conquista de la clase trabajadora no trabajar sino comisionarse en el Sindicato, ese grupo de consentidos perpetuos del régimen rete revolucionario y harto institucional en el que ¡oh, idiota de mí! no me inscribí.
¡Y es que no se vale! Yo podría merecer todos los privilegios, hasta el de heredar mi plaza a mis hijos, sin el requisito burgués de someterme a exámenes ni correr jamás el riesgo de que me corrieran. ¡Y mis propios hijos no podrán heredar a mis nietos esa magnífica decisión que no tomé!
¡¡¡Aaaaayyyyy, mis hijos!!! Tendrán que trabajar, como tuve que hacer yo; no formarán parte de la clase trabajadora oficial porque serán trabajadores como yo, irresponsable padre que no vio por su destino manifiesto.
Para impedir tal aberración los inscribiré en alguna normal. Si está en Oaxaca o Guerrero tanto mejor, porque será garantía de que como maestros, mis esforzados hijitos tendrán todo tipo de irrenunciables privilegios y cada vez mayores conquistas pero jamás la obligación de enseñar; no serán víctimas de la reforma educativa ni quedarán sujetos al escrutinio de algún maldito burócrata de la SEP. No tendrán que saber inglés pero sí podrán enseñarlo a los niños. Rara vez tendrán que dar clases pero sí podrán heredar a sus propios hijos las plazas sindicales como dignos trabajadores ora sí que de la educación.
Así discurría mi sueño pero comenzaron a cantar los gallos y a escurrirse por las ventanas las primeras gotas de sol. Y en ese interregno entre la vigilia y el sueño me invadió una pesadilla peor, la de imaginarme con qué cara vería a mis hijos si me encontraban durmiendo en el Paseo de la Reforma en mi nuevecita tienda de campaña color anaranjado. Y con qué ánimo dirían a sus amigos “miren, ese es mi papá, ese que grita que el pueblo unido jamás será vencido y exige presentar vivos a los 43 muertos”. Y cómo sus amigos me señalarían, muchachos que a lo mejor tendrían padres y madres que se ganan la vida en un empleo y no tienen un sindicato oficial que les garantice de por vida el privilegio de la “estabilidad laboral” ni su sueldo depende de los impuestos que sí pagan los contribuyentes; y ellos estudian una carrera y se sujetan al riesgo de que los reprueben porque quieren ir al sector productivo de la sociedad… ¡Allá ellos! A lo mejor hasta quieren poner su negocio propio, pobres amigos de mis hijos.
Desde el plantón miraba a la gente a bordo del Metrobús o de algún pesero o coche, que no podrían llegar a su trabajo ese día, mientras la policía nos protegía y aquellos nos espetaban cinco claxonazos. Me imaginaba carcajeándome a esos infortunados que no podían hacer mesas de negociación en la Secretaria de Hacienda para protestar contra una reforma fiscal que les arrebata el fruto de su trabajo. Y decía para mis adentros “pobres güeyes, no saben lo que es bueno”.
¡Pero no! ¡No era así! ¡Podría estarlo soñando pero yo no estaba en el plantón ni había llegado de Oaxaca! ¡Yo era uno de esos pobres güeyes que tienen que pagar impuestos y que los iban a correr porque el plantón les impidió llegar a trabajar! Y ya de plano me desperté al ver en mis sueños cómo se reían de mí los del plantón y me tildaban de pobre güey. Pero me quedó en el inconsciente, junto con la tristeza de no ser maestro, la fase de mi sueño en que me sujetaba al escrutinio de mis hijos mientras dormía en mi flamante tienda Coleman y mis representantes sindicales le bajaban los calzones a Gobernación y obtenían en la mesa de “diálogo” la obligación oficial de pagar a los fantasmas, los muertos, los apócrifos y los aviadores.
Sin embargo, ya por fin despierto, me consoló de mis pesadillescas penurias el comprobar que México no es un país de cínicos.
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