Cliffs of Moher, County Clare, Irlanda – En el oeste de Irlanda, las partes que miran al mar ofrecen vistas inmensas, variadas, a veces salvajes. Por algo la llaman algunos Wild Atlantic way si en los 1,600 km que mide la costa desde Derry, Irlanda del Norte, hasta la importante ciudad sureña de Cork.
En esa costa atlántica se puede practicar el surf y encallan naves víctimas de tormentas, se puede tomar el escaso sol sobre rocas o grava o arena, apreciar espectaculares vistas, vivir enamoramientos, hacer preciosas fotografías, animar películas, y apreciar algo inusual para el detestador del calor tropical que esto escribe: un mar frío, donde se agradece llevar bufanda y un sombrero o gorra de Donegal Tweed, mi lana favorita, fabricada en County Donegal, al norte de Irlanda.
Debo reconocer que ese clima, ese mar, ese viento frío que ataca mi cara y echa a perder el precario peinado que haya logrado conseguir en mi más que precaria cabellera, es el clima que más me cuadra. No sólo eso. Me identifico con mucho del carácter de Irlanda o Escocia, y de Inglaterra (salvo su política y sus grandes finanzas, hermanas siamesas feas e indistinguibles). Creo que, así como la Isla Esmeralda se equivocó de región al ubicar a esa gentilísima población irlandesa tan lejos del Mediterráneo, yo nací en un lugar equivocado donde abunda la gente a la que le gusta el calor. Mi querida patria tiene poco que ver con mi carácter. Numerosas veces me he preguntado por qué, o para qué, nací en México…
En esa zona atlántica vi por primera vez el Atlántico irlandés, en un balcón carretero que se asoma al mar cerca de Clifden, en Connemara, County Galway. Es un paraje evicador para el mejor guía que pudimos tener en Irlanda, país importante en la vida de un primo-sobrino, doble compadre, maestro, y sobre todo, amigo. Nos llevó él a Irlanda con dos de sus hijos, ahijados nuestros ambos y sacerdote uno de ellos, hijos de una dublinesa. Mucho de lo que pongo en esta pequeña ayuda de memoria de un viaje inolvidable cuyos detalles no quiero olvidar, se lo debo a ellos. No me pude haber imaginado mejor y más agradecible compañía para un periplo tan significativo como el festejo de 40 años.
Son paisajes donde se columbran escenas inmensas desde carreteras bordeadas de flores (es apasionante ver cómo en Irlanda abundan las flores, pequeñas, coloridas, delicadas, en los campos y especialmente en las ciudades), con juegos de sol y nubes especialmente apreciables para quien tuvo la fortuna de encontrar un clima fuera de serie, a veces hasta con algo parecido al calor.
En 1970 vi la buena película La hija de Ryan, de David Lean. Ocurre en 1916 en un poblado del County Kerry, al suroeste de la isla. Rosy Ryan (Sarah Miles) está casada con un aburrido maestro (Robert Mitchum) que ama la música de Beethoven pero su esposa se enamora de un mayor del ejército inglés, en un pueblo que detesta a esos invasores y apoya a la Irish Republican Brotherhood (IRB). La trama es lo de menos para lo que quiero evocar aquí: los paisajes y el jugo que les sacó el excelente camarógrafo. Recuerdo vivamente que el padre Collins (Trevor Howard) ver unos macizos de nubes que se abalanzaban sobre unos tremendos cantiles, y decía al presenciarlos “parece que estuvieran anunciando la llegada del Todopoderoso”.
Es buena idea pensar en el Todopoderoso cuando se aprecian ciertos paisajes irlandeses. No he vuelto a ver esa película pero bien pudo esa escena haber sido filmada en unas montañas que caen casi verticalmente al mar desde una altura que llega desde 120 hasta 214 metros sobre él; más que la Torre Latinoamericana. Y esos tremendos cantiles se alzan a ambos lados de un pequeño golfo de piedras rocosas y aguas multicolores. Imposible que los clavadistas de La Quebrada pretendieran una hazaña como echarse desde ellos, pues caen casi en vertical sobre el mar pero con destino en aguas llenas de rocas; a la entrada hay un monumento a las numerosas víctimas de los acantilados de Moher.
En una parte alta de esas montañas se alza una redonda torre de vigía, como varias que se ven en diversos puntos de la costa. Es una de las Martello Towers, sistema de vigilancia de las costas construido por los ingleses para protegerse de una invasión (fueron termiandas cuando temían la llegada del Adolf Hitler del siglo XIX, Napoleón). Todas ellas estaban suficientemente cercanas para poder mirarse de una a otras dos. Aparecen frecuentemente en los viajes cercanos al mar.
Y hablando de torres, en cualquier parte de este país aparece un castillo medieval o un palacio o las ruinas de una abadía, cuando no un monumento prehistórico megalítico con menhires o dólmenes. En el camino a Moher está el castillo de Dungaire, del siglo XVI, donde se ayudan para mantenerlo organizando comidas “medievales” donde seguramente sirven platillos muy interesantes pero con papas y jitomates, que en el medioevo no existían… No sé si esté siendo injusto en mi muy probable infundio porque los muy serios precios para tal atracción sin duda atraerán a los más insidiosos e incultos turistas: los chinos. Para unos viajeros como nosotros (no somos turistas, vámonos respetando), ese banquete resultaba prescindible.
Los castillos o palacios suelen bordear lagos a veces inmensos, o entradas de mar (rías o fiordos) a veces tan entrantes, hasta 30 km, que no es fácil distinguirlos de los lagos a menos que se pruebe si el agua es dulce o salada. Y lagos los hay en todas partes, con nombres en gaélico difíciles de retener.
Un notable palacio, enteramente victoriano, es el suntuoso Wylemore Abbey, en una región fértil de Connemara, County Galway. Mucho más bonito que el inmediato correlato que asalta a la memoria, el televisivo Downton Abbey. Éste está a las orillas del Pollacapall Lough (lago Pollacapall) con juncos en las orillas, aguas tranquilísimas y posibilidades sensacionales de fotografías que evocan una combinación de majestad yang con serenidad yin. Además el lugar está al pie de unas montañas altas.
Difícilmente podía concebir algo más suntuoso en Irlanda. Lo hizo un verdadero burgués, ese tal Mr Henry, a partir de 1867, cuando en México estaba siendo fusilado el emperador Maximiliano I (suceso que nada tiene que ver con un superpalacio inglés en Irlanda pero me gusta ubicar con referencias históricas).
Además de albergar 70 cuartos, 33 dormitorios y ¡4 baños, vaya costumbres higiénicas! el enorme terreno tiene una igual de enorme capilla neogótica de las que tanto gustaban en esa época, y un evidentemente enorme jardín victoriano, con todo y su Crystal Palace, género que se puso de moda en toda Europa a partir de la Gran Exhibición de 1851 en Hyde Park, Londres.
Esos grandes señorones ingleses no se andaban con modestias. Pero tampoco eran muy modestos a la hora de acudir al tapete verde, porque eventualmente Mr Henry le vendió su palacio al duque de Manchester y éste a su vez tuvo que venderlo para pagar deudas de juego. Ecos de mis recientes comentarios sobre Las Vegas y sobre ese gran aniquilador y redistribuidor de fortunas que son los juegos de azar, contra los que mi sabia madre hizo tan bien en prevenirme.
Eventualmente, luego de la gran tragedia de la Gran Guerra, que trastocó al mundo por todo un siglo, y ya con una Irlanda independiente, los monjes benedictinos tomaron posesión de ese palacio y allí siguen.
Hablaba de la suntuosidad en Kylemore Abbey pero no antes de ver el Ashford Castle, vecino a nuestro centro de control en la impecable, pequeña, caminable y amable ciudad de Cong. Colosalmente grande, de piedra muy oscura, con orígenes que van hasta principios del siglo XIII, y que a mediados del XIX compró nada menos que Benjamin Guinness, nieto de Arthur, ese gran hombre que desde 1770 se convirtió en benefactor de la humanidad como fabricante de la mejor cerveza del mundo (un producto tan bueno, que varios irlandeses dan ese black stuff como alimento a sus hijos, y madres embarazadas la beben para que su hijo salga más rollizo y saludable). Ese prohombre hizo un castillo realmente espectacular, grandísimo y lleno de plantas y árboles variados, con ese empeño naturalista que caracterizó a la cultura victoriana. Un verdadero latifundio, con pastos delicadísimos y a las orillas del Lough Corrib, muy cerca del Lough Mask. Esta fértil región está tapizada de lagos.
Conservan tal lujo los nuevos dueños del Ashford, hoy hotel de quién sabe cuántas estrellas adonde llegan pequeños cruceros fluviales recibidos por un gaitero escocés y atendidos por ujieres de librea verde que se deben sentir como monos de circo (de los que prohibió el egregio Partido Verde) al ser retratados por los visitantes. Por módicos superprecios estás disponible para hospedarse allí, o para tomar un high tea a partir de las cuatro de la tarde.
Frente a tal lujo conviven los restos de la abadía de Cong, que data del siglo XIII, con sus parques y puentes y entrantes de agua, y especialmente algo que jamás había visto: en una como islita sobre el río, y comunicada por un puente de dos inmensos bloques de piedra, una cabaña de piedra con un par de pequeñas ranuras en el suelo sobre el río, para que los ermitaños o monjes que la habitaban pudieran tirar una línea y desde allí obtener su alimento y cocerlo en un espacio donde había un quemador para leña con su chimenea. No debe haber sido por flojos sino para que la salida al mundo, y al frío, no los distrajera de sus oraciones. Vaya contraste de esa primaria y primigenia modestia monacal, con la suntuosidad de los castillos y fortalezas que merodean en el vecindario.
En la pequeña Cong, en 1950, ese vaquero con horrible acento texano llamado John Wayne filmó con Maureen O’Hara la película The quiet man, que hasta su museo tiene, y una escultura de bronce del Wayne descendiente de irlandeses cargándola. Todo eso, rodeado de lo que abunda en paredes y banquetas y puentes y comercios y parques de toda ciudad chica o grande o mediana de Irlanda: macizos de pequeñas flores multicolores, perfectamente cuidadas y mantenidas, en macetas sobre la calle, en las entradas de las tiendas, o colgadas de atriles de fierro de pubs y de restaurantes y hasta de gasolinerías. Flores y flores y flores, y después de esas flores, más flores.
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