Micromemoria de un sesentayochero

El año más recordable en el imaginario de los que no lo vivieron es 1968. Un año cumbre en la década cumbre de la segunda mitad del siglo, los alegres...

17 de noviembre, 2014

El año más recordable en el imaginario de los que no lo vivieron es 1968. Un año cumbre en la década cumbre de la segunda mitad del siglo, los alegres sesentas, como los llamé entonces.

Fui lanzado al mundo siendo yo muy pequeñito, en la bonita, poco poblada, transparente y luminosa ciudad de México, hace hoy 68 años. Llegué temprano, a las 4:45, hora inoportuna para alguien cuyo biorritmo invita a apagar la luz a las 2 de la madrugada.

Fui lanzado al mundo sin manual de instrucciones ni nadie que me dijera qué hacer, por qué camino tomar, o qué hacía yo aquí. Muy joven, al mirar al mundo desde adentro de mi cuerpo, me hice mis primeras grandes preguntas: ¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué? ¿Por qué en México, o para qué? Claro que no tengo respuesta, si me lo sigo preguntando.

Desde hace unos 28 años lo repito: “estoy empezando”, aunque luego de una vida larga los recuerdos me invadan a borbotones. Si bien no soy particularmente temeroso de la muerte (acaso porque nunca la he visto en verdad de cerca), tengo una serena prisa por vivir. Voy ligero de equipaje y ligerísimo de realizaciones, muy por abajo de lo que hace muchos años me imaginé que podría haber hecho cuando, en 1968, cantaba con los muy vigentes Beatles When I’m sixty-four.

En recurrentes furias de ese demonio que a todos ataca —el ego— me supuse especial e importante. Sé algo más hoy. Lo único que de verdad me enorgullece es mi creciente familia, mi mayor bendición y regalo, compañía constante y fuente de inmensas satisfacciones.

Por lo demás, y sin grandes apegos al mundo material, me he acostumbrado a estar vivo y envidiablemente sano; se me haría raro no estarlo, pero irremediablemente se acerca el viaje solitario y sin retorno, que quisiera hacer como mi permanente acompañante Charles Aznavour: rendir cuentas al Creador simplemente declarándole “He vivido”.

La falta de un manual de instrucciones me hizo dar duraderos pasos en falso, víctima de lo que un grandísimo amigo llama el fraude educativo. Tanto así que a partir del 86 (cabalística inversión del 68) decidí someterme a un largo e incesante proceso de desaprendizaje y rediseño.

Definí esa fecha, con el divino Dante, como la mitad del camino de mi vida. Celebré el día que cumplí 40 con una mención honorífica en un concurso de ensayo en honor a Ludwig von Mises sobre el tema Civilización y Libertad. Allí empecé a adentrarme en la Cultura de la Libertad y me hice liberal en la economía y la moneda verdadera (el oro y la plata). Complementariamente, en ese mismo 86 empecé a aprender con Julio Olalla y Fernando Flores filosofía del lenguaje y diseño ontológico, redes informáticas, la acción y la comunicación: lo más rotundo para empezar a entender que el ser humano significa ser historia, cuerpo y lenguaje. Y claro que toda acción humana que valga la pena proviene de la libertad individual. Estoy voluptuosamente abierto a todo pero soy inequívocamente partidario de la libertad.

Viví el 68 haciendo música y convencido de la banalidad de los deficientísimos estudios en que con pésimo rendimiento me había empeñado, para preferir cursos de filosofía, historia o religión, y reuniones de bohemia acreditando tazas de café y tarros de cerveza con amigos de otras carreras y con mis enormes maestros Miguel Mansur y Fernando Bustos.

No participé en un movimiento estudiantil acrecentado por la intolerancia de un presidente torpe y autoritario y por un secretario de Gobernación ambicioso, que se llenaron las manos de sangre joven. Para esas fechas yo viví dos meses en la eterna Roma.

Tuve el privilegio, a mi regreso, de visitar un París que seis meses atrás había sufrido un movimiento propiciado por la insidia gringa contra la exigencia legítima del presidente de Gaulle de obtener en sus transacciones comerciales oro metálico y no papelitos verdes; entre pronunciamientos socialistas refulgían de discusiones juveniles los cafés de Saint Germain des Près, con librerías repletas.

Visité luego mi personal Babilonia, cúspide de esa época: la inolvidable swinging London, repleta de banderas y jóvenes con pantalones de terciopelo y las más preciosas minifalderas, vestidas imaginativamente y con enormes peinados fuera y dentro de Carnaby Street y Piccadilly Circus, con evocaciones de Lord Kitchener como paradigma de patriotismo en el cincuentenario de la victoria de 1918. Nadie usaba el decadente y horrendo uniforme que son los jeans mientras compraba, como yo, el recién prensado disco blanco de los Beatles.

Fui sesentayochero entonces, pero sin caer nunca en la corrección política de admirar la aún joven revolución cubana, que vi como lo que siempre ha sido: un sistema estatal asesino de explotación y vasallaje. Y faltaban 21 años para que se derrumbara el muro de Berlín.

Sesentayochero de espíritu desde entonces, viví a plenitud ese fantástico año que se culminó con la hazaña de que por primera vez en la historia, a bordo del Apolo 8, tres hombres dejaran el campo gravitacional de la Tierra; Kubrick y Clarke hicieron 2001: Una odisea espacial.

Hoy que vuelvo a ser sesentayochero y escribo estas líneas, me he tomado una pausa ante la tremenda realidad de mi patria, cuando un grupo pequeñísimo de narcoguerrilleros y políticos radicales culpabiliza de sus propios crímenes y los de sus munícipes cómplices, al gobierno federal. Lanzan esos tipos una guerra insurreccional previa al aniversario del 20 de noviembre y antes del 30, para que el presidente (como pretenden) deje el cargo y fuerce a nuevas elecciones y puedan ellos asaltar el poder.

Preferí hablar hoy, al menos hoy, de temas más tranquilos. Después de todo, somos más los que no tenemos agendas de destrucción y daño contra el compatriota ni ambiciones enfermas por el poder. Hoy, al menos hoy, prefiero vivir en paz. Mañana será otro día. Estamos empezando. Sin esa canalla abriremos un futuro mucho mejor.

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