Lima – Viajo por primera vez al Perú, país afín a México. Lo es entre muchas otras cosas por su mestizaje racial, la calidad de su literatura, el carácter de su gente; su historia antigua, con una rica civilización precolombina; cabeza de un imperio prehispánico; conquistado y sede de un virreinato; país minero y con tradición orfebre y plateresca; y desde su independencia, una república víctima —oh mal latinoamericano— de gobernantes corruptos, ambiciosos, golpistas e ineficaces.
Recuerdo entre éstos al terrible Fujimori y a su antecesor Alán García. A éste se le ocurrió en 1987 emular en ladridos al nefando López Portillo al querer nacionalizar los bancos y de pasada los seguros, siguiendo la receta populista usual: para disimular el desastre en que sus gobiernos hunden a sus países, aumentan el poder de los gobiernos. La estatización no pasó, pero el intento de atraco motivó a Mario Vargas Llosa a buscar la presidencia desde una postura libertaria, con lo que el mismo escritor bautizó como Cultura de la Libertad. Lo derrotó cortamente Alberto Fujimori, que luego se autogolpeó e hizo dictador, para por hoy ser huésped de la cárcel, por ladrón. Su hija con nombre de ballena, Keiko, perdió por poco la segunda vuelta presidencial en 2016 contra Kuczynski y sigue buscando lo que todos: el poder. Las amenazas no cesan.
Pero no vengo al Perú para hablar de política o cosas peores sino para visitar un país repleto de maravillas.
Al acercarnos para aterrizar en Lima se ven desde el aire abundantes buques mercantes y una plétora de barcos pesqueros. La amplísima actividad pesquera peruana se constata en la notable variedad de productos del mar disponibles en restaurantes que han hecho del Perú la capital gastronómica de Latinoamérica. Su riqueza pesquera, según aprendimos, proviene de la conjunción de la Corriente de Humboldt, fría, proveniente del sur, con corrientes ecuatoriales provenientes del norte que chocan en las costas peruanas. Esas corrientes encontradas hacen proliferar una gran biomasa y fitoplancton, que sirve como alimento para un montón de especies.
Los ceviches peruanos, plato presente en todos los restaurantes, nada tienen que ver con los repletos de aguacate y jitomate que conocemos en México. Acá están bañados en leche de tigre —un subproducto de la preparación de pescados crudos, limón y algunas delicias más— y contienen pedazos de camote, choclo (algo parecido al maíz cacahuazintle, tierno y suave), maíz tostado de grano fino, plátano frito, cebolla morada y otros ingredientes al muy variable gusto de cada cocinero. Muy, pero muy buen gusto.
La cocina no se acaba en los ceviches. Hay más de 200 variedades de papas, muchas de ellas investigadas y desarrolladas desde tiempos de los incas. Sirven camote en todas partes (hasta como papitas fritas, como también platanitos), una infinita variedad de productos de la tierra, carne de alpaca, cosas de nombre desconocido, mermeladas de frutas, y curiosamente, poco jitomate; y nunca vi tortillas. Prácticamente hay de todo, a todos los precios, variado, imaginativo y riquísimo. Incluso los sanguches, curioso alimento originalmente inventado en 1770 por John Montagu, 4º conde de Sandwich (Kent) que se pasó un día completo frente al tapete verde sin más comida que algo de carne entre dos rebanadas de pan.
Llegar a Lima atestigua que estamos en Latinoamérica: casas horrendas cerca del aeropuerto, basura, conductores cafres que no ven a los peatones, atascos viales inconmensurables víctimas de la falta de opciones viales al automóvil, y un desastre vial cuya mala organización es paralela a la cantidad de topes. Algún día podría yo postular la Teoría General de los Topes y la Anticivilización, cuyo más depurada conclusión diría que los topes existen en función inversa a la calidad de los servicios urbanos, la señalización y la inteligencia gubernamental al definir los espacios públicos. Los topes (en el Perú los llaman rompemuelles, en Guatemala túmulos) caracterizan la derrota de los gobiernos ante situaciones urbanas que no saben controlar. No se les ocurre imitar a países como España, donde la organización vial y la calidad de las señales de tránsito no sólo evitan accidentes sino que eficientan la vida diaria, dan calidad a la convivencia, e instruyen a la gente sobre qué significa vivir en un Estado de Derecho. Los topes contradicen todo eso; por ello son un inequívoco indicador de la incompetencia gubernamental.
Lima me pareció una ciudad con poco ángel, monótona, donde las lluvias casi no existen (llaman garúa a una minillovizna ensuciacoches, que nos tocó presenciar aunque no cae casi nunca). El clima es tan estable como las casi inexistentes estaciones, con noches y días de semejante duración todo el año (cerca como está el Perú del ecuador).
No es particularmente monumental, menos si se piensa en otra capital virreinal como México. La Plaza de Armas de Lima sí es bonita y bien proporcionada, con la catedral a un lado del Palacio de Gobierno. En éste, guardias bien vestidos en traje de gala, quietos e impasibles, imprimen dignidad a lo que están haciendo (jamás me he explicado por qué las instalaciones federales mexicanas están resguardadas por soldados rasos en ropa de campaña). Los amarillos edificios de la plaza, con balcones de madera en una arquitectura asaz armoniosa, enmarcan un espacio donde la gente se pasea y convive hasta bien entrada la noche. Pero de una capital virreinal esperaría más monumentalidad. Supongo que han convertido en edificios parecidos a cajas de zapatos demasiados monumentos antiguos. Se nota pronto que Lima ha perdido su personalidad, su historia, su carácter. Porque algún día los debe haber tenido.
En el centro subsisten buenas construcciones, palacios con balcones de madera, y especialmente iglesias como la Catedral, la Merced, San Agustín y San Francisco, que por fuera son mucho mejores que por dentro. Lo digo porque su interior fue destruido durante el siglo XIX, pero no por guerras y latrocinios como en México sino por esa terrible moda de desmantelar lo antiguo para sustituirlo por la moda neoclásica de sabor grecorromano.
Un sacerdote arquitecto iconoclasta llamado Matías Maestro inició esa escuela: decidió que el barroco peruano era anticuado y decidió desmantelar los retablos de lámina de oro sobre cedro tallado y las pinturas virreinales al óleo y los nichos y las hornacinas y los altares laterales y las verjas, por columnas corintias y demás aditamentos de la arquitectura neoclásica, cosa que también vemos en México pero porque durante la Guerra de Reforma y las leyes de desamortización de los bienes eclesiásticos, los tesoros, los retablos con hoja de oro, los altares y lampadarios de plata y demás obras de arte sirvieron para financiar la guerra contra los conservadores.
La racionalista y fría decoración neoclásica contrasta con la crucería gótica en casi todas partes gracias a ese Matías, maestro de la destrucción, y a sus sucesores. ¿Por qué no construir iglesias neoclásicas en otro lado, en vez de destruir las ya existentes? Es como cambiar de nombre a calles antiguas y ciudades, matando así una parte de la historia de los pueblos; es como construir iglesias encima de las edificaciones prehispánicas para imponer la nueva fe. Es como poner el nombre de Rubén Darío a la calzada de la Fundición, quitar el nombre de las Artes para imponer a Antonio Caso; Lázaro Cárdenas en vez de Niño Perdido, San Juan de Letrán y Santa María la Redonda; Paso del Norte por Ciudad Juárez. Matar a la historia en nombre de la política. O de la corrección política.
Se concitan en el visitante sesenteras evocaciones de Chabuca, la grande de América perfumada de magnolias y rodeada de mañanita, la del caballo de paso peruano del puente a la Alameda. Pienso que es del Perú uno de los mejores escritores de América y un líder intelectual, Mario Vargas Llosa. Y de su hijo Álvaro.
El malecón es bonito, largo, de playas rocosas y crecientes rompeolas, y en el mar abierto los deportistas practican el surf a todas horas. Pero finalmente Lima aparece como una ciudad de segunda tabla, relativamente sosa, y hasta podría decir, (perdón) prescindible…
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