La increíble y tosca historia del rey Cente I

Érase una vez un monarca absoluto que ejercía tan absoluto poder sobre súbditos, vasallos y adláteres, que había puesto de rodillas...

27 de julio, 2015

Érase una vez un monarca absoluto que ejercía tan absoluto poder sobre súbditos, vasallos y adláteres, que había puesto de rodillas a sus muchos enemigos. Ya entrado en gustos, quiso extender su reino para convertirlo en el tercer imperio (la tercera es la vencida) luego de Agustín I y Maximiliano I.

Tan riquísimo y poderoso soberano se hizo llamar Cente I, al estilo de los Papas, que toman para la chamba un nombre nuevo en vez del apelativo dado por sus padres. Cente, el primero de ese nombre, imponía sobre brutos un poder brutal; ejerció implacablemente a nombre de sus huestes y cobró bien caro tanto amor. No en balde puso en jaque y pretendió dar mate al rey de reyes, que decía gobernar pero no desde las montañas y nudos mixtecos sino desde una residencia poblada de pinos. Desde allí, con la manifiesta torpeza e indecisión de sus caballos, torres, alfiles, y una reina distraída con casas, viajes, tiendas y faroles, el rey de reyes sólo daba un pasito para acá y un pasito para allá, aquimichú.

Ambos monarcas se enfrentaron en un ajedrez interminable. Mientras el rey de reyes perdía el turno sin mover sus piezas o, peor aún, hacía movimientos con sospecha de capitulación, el monarca montañero de piezas negras invadía con sus peones la meritita muralla del rey blanco. Los espectadores (mirones cautivos que a fuerzas pagan el boleto, financian el juego y se endeudan para sufragar las piezas, el tablero, los movimientos, el reloj y las cámaras que transmiten la partida) cada día increpaban a su rey por dejar tiempo sin mover sus piezas y le pedían cambiar de torres y alfiles e imprimir talento, valor y arrojo para no dejarse ante el rey negro Cente I.

Llevaba años mandando en sus crecientes tierras ese adineradísimo rey borrachales, que presumía de ejercer en el ramo educativo y desempeñarse como defensor de las causas “populares”. Los evangélicos cánones del catecismo posmoderno (la corrección política) ordenan defender a “la gente”. Mejor aún, ejercer el oficio samaritano de la educación. Y sobre todas las condiciones, colocarse del Lado Correcto de la Historia, en el ara inmortal de la Patria y el Progreso: ser de “izquierda”.

Con esos tres suculentos ingredientes (popular, educativo, de izquierda) Cente I logró un reinado próspero y riquísimo con una nutrida feligresía que debía cumplir con el más señero ritual de los monaguillos en pie de lucha: asamblear con puño izquierdo en alto, marchar invocando a Zapata, y muy pocas consignas correctas más.

Desde 1992, un intocable egresado de Yale y miembro de la secta Skull and Bones apellidado Zedillo había decidido regalar a la sección sindical 22 la facultad de repartir el queso: vender plazas vitalicias y heredables y privatizar la educación en la entidad que habría de gobernar el rey, siempre con el ombligo enchufado al abundoso presupuesto real. Desde entonces, su actividad prioritaria y estratégica fue ejercer la propiedad privada de los cargos públicos para beneficio privado de su corte de propietarios de plazas, otorgadas previo pago por la siempre serenísima munificencia de S.M. don Cente I pero a condición de autoproclamarse educadores, mentores, profesores y guardianes de la rectoría sindical sobre los educandos; declararse miembros del sector desplazado, desposeído, obrero, sindical, explotado y perjudiciario de la lucha de clases (vulgo: jodidos); todo para la justicia “social” pues son de “izquierda” en la más importante labor docente: acudir puño en alto (so pena de graves castigos) a toda marcha, megamarcha, plantón, megaplantón o acción justiciera de resistencia contra toda reforma al status quo o contra cualquier cosa que Su Majestad declarara como enemigo (me refiero a cuanto tocara su patrimonio de cargos vitalicios y negocios que de allí emanan).

Transcurrieron largas décadas en este reino, que los trovadores habrían de evocar en sus cantares de gesta como triunfos sindicales del rey Cente I, siempre para beneficio de la colectividad de mentores, por lo cual nada hay de criticable en que fueran riquísimos (en dinero) y poseedores hasta de cinco plazas irrenunciables, intocables, imprescriptibles y heredables, sin tener casi nunca necesidad de aprender, ni de compartir con algún alumno sus muy, pero muy escasos conocimientos. Los príncipes, juglares y cortesanos se despachaban con el cucharón los manjares y las mieles del poder y del dinero pero ¿cómo no, si forman parte del sector obrero y son de izquierda? ¡Vaya indecencia de esos padres que claman fraude educativo porque quieren educar a sus hijos, mientras los maestros andan en patrióticos plantones y comisiones sindicales! Esos padres de familia han de ser unos vulgares neoliberales.

Así y todo, al cabo de muuuuuucho tiempo, el rey blanco decidió por fin mover sus piezas: un alfil se comió a la reina negra mediante el expediente autoritario y unilateral de ejercer el poder, en algo que llamaban “Instituto Estatal de Educación Pública”. Claro que se quejaron Cente y su corte, si llevaban 23 años usando allí autoritaria y unilateralmente su sindical poder. ¡Les estaban quitando lo suyo: su propiedad privada, su educación privatizada, sus plazas heredables y hasta su dinero! El rey quedó descobijado. Los puños izquierdos se levantaron contra la abominación de arrebatarle el negocio, aparte de la anterior abominación de someter a examen a sus cortesanos para averiguar si merecían trabajar y cobrar.

Fiel a su esencia y entonando el grito de “¡atraco!” otro autócrata defendió los atracos de Cente I y de su poderosa mafia, acusando a la mafia del poder y a la “privatización” de la educación (no se refería a la privatización sindical en dicho instituto). Sin embargo, acaso celoso de su corona, el monarca sindical no quiso —por ahora— agachar la cerviz ante el tropical penacho del rey Pejelagarto. Y si a personajes zoológicos vamos, ambos tienen el instinto por que se conoce a los roedores: astutos, aunque no especialmente inteligentes (salvo en finanzas). Pero estos monarcas absolutistas, a diferencia de los que vivieron en Versalles y cuyas cabezas cayeron bajo un fino acero en el mero centro de París, dejaron grandes obras, castillos bellísimos y toda una generación de artesanos, músicos y arquitectos. Nuestros monarcas tropicales se parecen a ellos sólo en su amor al poder y al dinero pero de tan corrientes, no conocerán los pasteles o la champaña; se conformarán con ponerse hasta atrás a base de chelas y tacos de buche.

No termina aquí la increíble y tosca historia del rey Cente I y su ambición ilimitada. Le toca jugar su pieza a ese lastimado pero bien vivo rey negro luego de que el equipo blanco cosechó atronadores aplausos de quienes no ganan en ese negocio privado (hablo de los que impuestamente pagamos sus delitos y borracheras). Y a pesar de que el rey Cente I se haya repasado al derecho y al revés cualquier código penal, sonsexy para la caterva que piensa poco sus tres principales atributos correctos: tener qué ver con la educación, ser muy populares, y de “izquierda”. Pero aparte de la corrección política, cualquier autócrata “democrático”, moreno o no, querrá coronar su monárquica cabeza asociándose a tan profundos bolsillos…

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