Alguna vez, riéndose, me platicó Ikram Antaki de una conversación privada que por accidente oyó. La criticaban dos locutores de alguna de las radiodifusoras donde trabajó: “Lo que dice la doctora Antaki no tiene mayor mérito. ¡Todo lo saca de los libros!”
Me vino esa anécdota a la memoria cuando recibí de mi amigo Eduardo Ruiz-Healy un artículo criticando la costumbre de hacer tesis profesionales a propósito de que, según dicen, hay fusiles de libros en la tesis con que se tituló de abogado en cierta universidad cierto enemigo de cierta periodista, y ella organizó un zipizape mediático para seguir oooootra vez descalificando a tal adversario. Por discreción periodística no diré nombres, sólo apellidos: Aristegui vs. Peña Nieto.
Como buena mercader del escándalo, pretendía oooootro más pero nada tienen que ver mansiones de sospechoso origen dentro y fuera de la ciudad, con un anacrónico requisito burocrático universitario mal cumplido. Así, como cebado efluvio de parturientos montes, su escandalito tronó como cohete mojado.
Algunos piensan que ya estuvo bien de lanzar primeras y segundas y terceras piedras contra el pecador y el impío, presumiendo que el tirador es puro y prístino. Suena fariseo acusar con dedo flamígero al enemigo sin tener el valor de denunciar al amigote o cómplice o contlapache por hacer lo mismo que el rival. El periodismo de la doble moral presume de “objetivo” pero si ha de serlo, preguntaré por qué no se ocupa de revisar la tesis de López Obrador o, mejor aún, de su curioso desempeño de 14 años en terminar una carrera light en la UNAM. Pero ¡uy! investigar ese espinoso tema lele, como que da meyo…
Una vez demostrado el ético ejercicio del periodismo que critica con igual acritud por pillos al compadre y al adversario cuando hacen lo mismo, hay que ver si las tesis sirven de algo. Pediré que, desde su impoluta atalaya radiofónica y tuitera, tire la primera piedra justiciera quien en su tesis profesional no se haya fusilado nada. O peor tantito, ¡la haya sacado de los libros!
Modestamente, no tiraré esa piedra: confieso mi mortal pecado. Hice 3 intentos 3 antes de mi tesis definitiva y tardé años en recibirme porque pretendía una tesis que valiera la pena. Perdí un montón de tiempo. ¿Para qué? No la leyó nadie. Y contrito de alma y corazón confieso que escribí allí cosas que ¡saqué de libros! Y no entrecomillé temas inspirados en alguna lectura. Por no haber sido 100% original, no tengo mérito alguno. (¿Lo habrán sido Newton y Einstein? Lo dudo.) Al menos me consuela soltar aquí mi conciencia. Espero no ser un enemigo suficientemente feroz como para que una periodista convulsionaria desempolve mi tesis y me ejecute con mis propias palabras y mis propios fusiles.
Vaya pesadilla, las tesis. Como a ojos vistas no le basta a una universidad examinar y calificar aprobatoriamente, hay que acudir a reminiscencias de corte bonapartista o borbónico e incurrir en el delirio de exigir que un muchacho con prisas por encontrar chamba y ganar dinero, comprar coche, buscar un apartamento y casarse, invente una tesis original que concite una vigorosa antítesis de un cuerpo de juiciosos sinodales. Y en la mortecina solemnidad del claustro universitario, frente a un público ávido de conocimientos y de llegar a sus propias conclusiones, concitar un novedoso juego dialéctico a partir del cual, con razones y contrarrazones, se produzca una hegeliana síntesis.
Imposible. Absurdo. Ilógico. Costoso. Contraproducente. Idiota. ¿Por qué seguir haciendo algo así? Marín podría decir que es un asalto a la razón.
Regreso a Ikram Antaki. Nunca hablé con ella de las tesis, pero estoy seguro de que, con su académica y rigurosa educación francesa, en vez de someterlos a la pesadilla imbécil de escribir una, habría preferido ayudar a los muchachos universitarios a prepararse para la vida real antes de graduarse: enseñarlos a aprender. Entrenarlos a saber pensar, en cursos como uno que tomé con ella en San Ildefonso. A diferenciar lo útil de lo inútil. Al rigor mínimo de decir la verdad, o si es difícil, a nunca mentir. A vender, cosa que mal se enseña en nuestras universidades pero sin eso ni siquiera un líder sindical sobrevive. Les habría enseñado ética, pues nadie que se respete en este mundo puede progresar si no respeta la propiedad privada y cualquier otro derecho ajeno. Les habría mostrado el valor de la ley y su cumplimiento como uno de los valores republicanos esenciales. Los habría enseñado a respetar el valor de la palabra, cumplir sus promesas y llegar a tiempo a las citas. Les habría inculcado un amor a los buenos libros, y discernir los buenos de los malos. Y aprender a usar internet, del que siempre fue suspicaz.
Quisiera saber qué diría de que en su país de elección se asocie “educación” con “trabajadores de la educación”. De que con su “diálogo” la Secretaría de Dialogación ha tirado a la basura la gobernación y la ley. Y que jamás en esas mesas se hable de libros o de enseñanza o de lectura o de aprendizaje.
Sí sé qué opinaría de la situación actual. Me dijo en 1996 “quiero vivir lo suficiente para presenciar el camino de México porque lo veo en un proceso irreversible de descomposición. Estamos viviendo un proceso paralelo al de Juliano el Apóstata, en que ya se veía la caída irremisible del Imperio Romano”.
En mi opinión, ya se acabó la época de Juliano (355-363) y nos acercamos a Teodosio I (379-395), cuando el Imperio se dividió entre el de Oriente y el de Occidente. ¿No se ve claro cómo en México hay una división entre Chiapas, Oaxaca y otras partes del sur, frente al resto de esta república? No es un espectáculo hermoso, pero sí muy interesante.
Me dijo una vez: vivas cuanto vivas, tendrás siempre la certeza, parecida a la de la muerte, de no poder leer todos los libros que quisieras. (Es más verdad que la de los impuestos: los maestros de la CNTE y de cualquier sindicato gubernamental sí morirán, pero para ellos los impuestos nunca habrán existido. Los libros tampoco.)
Para un amante de la lectura (ecos de Gabriel Zaid) siempre serán demasiados los libros. Como convencido homenaje a aquella tremenda enamorada del conocimiento, la mejor ventura que puedo ofrecer a alguien, es (además de la familia) vivir rodeado de buenos amigos, mucha música y demasiados libros.
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