La ciudad de México ofrece en su paisaje urbano una abundosa, generosa, riquísima experiencia mística, sólo comparable a la que se puede vivir en algún Karesansui de la imperial ciudad de Kyoto: una interminable profusión de jardines, apropiados para la meditación Zen.
Dice la Madre Wikipedia: “El karesansui (枯山水), también conocido como jardín Zen, es un estilo de jardín japonés seco que consiste en un campo de arena poco profunda y que contiene arena, grava, rocas y ocasionalmente hierba, musgo y otros elementos naturales. Son utilizados como forma de meditación por los monjes Zen japoneses. Se engloba dentro de la tipología del «jardín plano» (hiraniwa), contrapuesta al «jardín de colinas y lagos» (tsukiyama).”
Los Karesansui del Japón son pequeños, pero la muy noble y leal ciudad de México, amiga como es de las grandes dimensiones, los ofrece en casi todas sus calles y avenidas, paseos, viaductos, plazas, áreas peatonales y banquetas. Todos esos elementos inmobiliarios urbanos son secos (salvo cuando llueve, cosa que ocurre también en Japón), y están en un campo de arena poco profunda, pues es bien sabido que en su sapiencia, los constructores de plazas y calzadas las cimientan sobre arena poco profunda sobre la que tienden unos cuantos milímetros de asfalto sin la menor consideración a que dicha capa sea uniforme. Ese manto contiene arena, grava y rocas, y en los intersticios que provoca el intenso uso de tales calles, avenidas y paseos, hacen aflorar la arena sobre la delgada capa de pavimento asfáltico. A esos elementos que van brotando en todo tiempo, independientemente de que haya o no lluvia, se les llama “baches” y pueden sin duda estar poblados de hierba, musgo y otros elementos naturales. Para incrementar el manto vegetal debo reiterar la propuesta que hago desde hace muchos años, de sembrar un árbol en cada bache.
Sigue Wikipedia: “Las rocas forman parte del kanji (心), cuyo significado es corazón, espíritu o mente. Las rocas serían los picos de unas montañas sobre un mar de niebla”.
En su ancestral sabiduría, los creadores de las obras públicas de la CDMX han colocado, en parajes por demás caprichosos, rocas de muy diferentes alturas, anchuras y calados (las llaman “topes”), que invitan a todo meditador que sí circule y que vaya a pie, en bicicleta, automóvil, ambulancia, patrulla, camión o microbús, a detenerse y circular despacito para columbrar el corazón, espíritu o mente de la gran ciudad. Son esos promontorios de formas siempre disformes como los picos de las montañas que circundan nuestra cuenca: los femeninos volcanes nevados, o el muy masculino Ajusco, montañas sobre el mar de niebla de las angustias citadinas: son los topes una invitación a meditar con el corazón, espíritu o mente, inspirado cual monje budista Zen en nuestras montañas y mares de niebla, para dar paz al viandante que —cosa poco usual— hoy sí circula.
Baches y topes ofrecen a ese esforzado ciudadano capitalino la singular oportunidad de contar con jardines adecuados para la meditación budista, la cual es más eficaz cuando el pavimento no es tan aburridamente parejo e insensible a los elementos de la naturaleza como una carretera, calle o banqueta en España o Alemania. En la ciudad de México las autoridades son más sabias, y ofrecen una infraestructura urbana en la que es imposible distraerse, so pena de abandonar el camino o de invadir los dominios de algún meditador desatento al fluir incesante de las ruedas motorizadas.
Los jardines Zen ofrecen al meditador que los contempla, sobre un manto de arena, pequeñas rocas que manifiestan los quiebres de la vida: las interrupciones a la transparencia, las turbulencias que dan pausa a la calma. La arena finamente rastrillada se enfrenta así, como toda condición humana, a los avatares de la vida, del tiempo, del espacio y de las circunstancias. Las calles, banquetas y viaductos capitalinos ofrecen una inusual cantidad de agujeros, atarjeas y coladeras abiertas, baches con los que uno se encariña porque los conoce desde que eran chiquitos y al cabo de semanas van creciendo y reproduciéndose bajo el cobijo eterno de las llantas; y promontorios verticales que se alzan a altitudes siempre distintas, que permiten rememorar los grandes subibajas de la diaria vida.
Y todavía hay mentes descontentas que pretenden hacer, de nuestras calles, planicies uniformes, infecundas y yermas, tan aburridas como las que abundan en cualquier ciudad europea. ¡No debemos permitir que se nos quiten nuestros espacios disparejos! ¡Requerimos el desarrollo espiritual de nuestros automovilistas, ciclistas, ambulantes, patrulleros y peatones —lo mismo da si son ciegos o videntes— obligados a detenerse súbitamente para esquivar los obstáculos y oportunidades de cambio que, como la vida misma, ofrecen al meditador los baches y los topes.
En nuestras orgullosamente mexicanas superficies urbanas, todas ellas caprichosas y disparejas, ascendentes y descendentes, polvosas y gravosas, abiertas y cerradas, desiguales y siempre sorprendentes e innovadoras, ¡ni un paso atrás! ¡Defendamos nuestros jardines Zen!
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