Nací en la ciudad de México en la primera mitad del siglo pasado. La primera luz que vi fue eléctrica, a las 4:45 del 14 de noviembre de 1946; pesé 4,050 g. Marcaba el Zodiaco el signo de Escorpión con ascendente en Libra.
Muchos años después sigo preguntándome por qué recibí este privilegio de la vida, pues desde temprano adquirí la consciencia de estar consciente y de mirar al mundo desde adentro de mi ser. ¡Muchas preguntas! Para qué. Por qué ahora. Por qué en México y no en las islas británicas, que van más con mis inclinaciones. Interminables dudas.
Y las preguntas se acrecientan cuando viajan al siempre misterioso futuro. ¿Qué hacer? ¿Qué vendrá? ¿Hasta cuándo? ¿Y con quién?
Si miro al pasado la memoria se me viene encima con recuerdos obsesivos: me asombra sentir cuánto tiempo he estado en este mundo y cuánto ha pasado en él desde entonces. Ahora quiero —ecos de Proust, fútil empeño— salir a la búsqueda del tiempo perdido; no para pretender recuperarlo sino, al menos, registrar fechas y efemérides que testimonien mis etapas en este peregrinaje de mi vida.
Estudié 15 años en un colegio de cuyo nombre (y de lo demás) no quiero acordarme. Preferiría sacar la gomita y borrarlo de mi historia. No hice amigos en ese cuartel (perdón, escuela) cuya didáctica fue incapaz de descubrir que no me faltaba IQ sino que me sobraba ADD. Nada sabían de siglas ni de pedagogía esos maestros, ese director, ese prefecto de disciplina… Como dijo Bernard Shaw: mi proceso educativo se interrumpió en mis años de escuela. Y agrego 5 más de universidad. Hace 20 años escribí: “Me di cuenta tarde (tardísimo) de cuánto tenía y tengo que desaprender. Qué costo horrendo.” El daño estaba hecho; a los 40 años es difícil recomenzar. Soy víctima del mayor fraude: el fraude educativo.
Al menos hice amigos y música y literatura y bohemia en mis 5 o 6 años en la UIA en plenos sesentas: años jóvenes, floridos, vitales. Mis mejores maestros fueron extracurriculares. Acredité numerosas tazas de café con Miguel Mansur, recibí lecciones expertas del filósofo Fernando Sodi Pallares, tuve la enseñanza y consejo cercano de Fernando Bustos, y me acerqué a las causas sociales con Luis del Valle. Especialmente entrañable es uno de mis varios cursos de teología: Alfa y Omega, gracias al cual conocí a ella con quien desde el 9 de agosto de 1975 hicimos una incesante alianza para vivir.
La Providencia ha sido generosa conmigo pues tengo un plato en cada mesa y estoy rodeado de gente buena. Pablo Neruda expresó algo así en su poema “Pido silencio”:
Se trata de que tanto he vivido
que quiero vivir otro tanto.
Nunca me sentí tan sonoro,
nunca he tenido tantos besos.
Yo también confieso que he vivido, cada año con más consciencia y serenidad, y chorros de preguntas. Ayer mismo una inteligente y muy querida amiga me dijo con seriedad que podría vivir 150 años. ¿Pero para qué? le contesté. Y sobre todo, ¿con quién? Me respondió que siempre hay motivos para continuar esta hermosísima aventura de la vida. Bueno, pues puede que sí pero ¿con quién?
Mientras lo averiguo, me fascina lo que el planeta y nuestra civilización ofrecen y que, especialista en generalidades como soy, me cuesta elegir. La riqueza natural es infinita. Pequeño ejemplo: este día hay Luna llena y está más cerca de la Tierra que en casi 70 años —toda mi vida.
Por ahora me siento feliz y muy sano (me siento mejor que hace 15 años) por más que se acerque mi desenlace, que ocurrirá en el tiempo y circunstancia que a mi Creador le cuadre. Espero que me trate con benevolencia en su supremo llamado a cuentas y (gulp) también en el trance previo en que el cuerpo empieza a fallar, sumido en la decrepitud. Me viene a la cabeza, a propósito, Rabindranath Tagore en este monólogo con su Creador:
Fui invitado a la fiesta de este mundo, y así mi vida fue bendita.
Mis ojos han visto, y oyeron mis oídos.
Mi parte en la fiesta fue tocar este instrumento; y he hecho lo que pude.
Y ahora te pregunto: ¿no es tiempo todavía de que yo pueda entrar,
y ver tu cara, y ofrecerte mi saludo silencioso?
Mientras tanto, digamos que no soy nacionalista sino peregrino en mi patria; nómada del mundo, viajero del tiempo, parte subatómica de la galaxia y de la madre Tierra. Ejerzo a riesgo propio como persona individual que vive ante todo para su familia de 22 miembros. Soy partícula y no masa; individuo y no colectivo de nada; comprometidamente libre, individualmente sociable, autobiográfico, y políticamente incorrecto: no me guío por la moda ni por la pública opinión. Sin contradicción alguna soy liberal conservador, monárquico republicano, tradicionalista partidario del progreso y abiertamente selectivo pues puedo cambiar casi de cuajo si veo que conviene hacerlo. Y ante todo y por todo, defiendo como valor supremo la libertad.
Al cerrar siete décadas completas de vida, soy abundoso en agradecimientos. Mis treinta años recientes marcan la gran transición, el antes y el después de lo que en 1986 llamé —plagiando a Dante— la mitad del camino de mi vida. En ese año estelar empecé un desaprendizaje riguroso y hasta doloroso. Aprendí que no hay economía eficaz si no se basa en la libertad y en el auténtico dinero (el oro y la plata), al leer por primera vez a Hayek y Mises y conversar con Fernando Baños, Salvador Abascal y Hugo Salinas. Supe, con mis maestros Julio Olalla y Fernando Flores, que todo aprendizaje se encarna en el cuerpo, somos hechos de historia, y la acción humana efectiva proviene del uso competente del lenguaje. Y gané una no interrumpida consciencia política que me llevó a aprender, enseñar y practicar resistencia civil activa y pacífica con Mundo Gómez, Rodolfo Bermejo y Manuel Clouthier.
Pocas cosas agradezco más que el arte de la conversación, la compañía de mi familia y amigos, las tertulias políticas y culturales, el debate y encuentro de ideas y posiciones. Gocé de la perviviente generosidad del gran señor llamado Juan Sánchez Navarro, en cuyo grupo de desayunadores inmerecidamente me acogió; ninguna oportunidad he tenido mayor que ésa para compartir puntos de vista inteligentes y ganar amigos. Y el indispensable Guillermo Fárber, inspirador de tertulias que han convertido al Hotel María Cristina en ágora del pensamiento libre.
Ningún agradecimiento tengo más vigoroso que para la estupenda Totina, con quien he pasado el 59% de mi camino en esta vida; y podría ser el 80% si no midiera cronología sino la parte de mi vida con uso de razón. Somos aliados en esta aventura apasionante de la vida, con una familia que no ha dejado de crecer y de brindarnos satisfacciones.
Por encima de todo, agradezco a mi Creador el haberme dado tanto, tantísimo, y mantenerlo por este extendido tiempo. Sí: la Providencia me ha sido providente.
Espero para lo que me quede de vida lo que deseo a la gente que quiero: vivir en cabal salud y acompañado de la familia, buenos amigos, rica comida, mucha música y demasiados libros. Queda dicho que, como este a veces confundido peregrino que soy en mi patria terrenal, siempre estoy empezando. Recurro de nuevo a Neruda:
Déjenme solo con el día.
Pido permiso para nacer.
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