3. Irlanda, país afín a Méjico

Spanish Point, County Clare, Irlanda – Dublín sólo nos sirvió como puerta de acceso a la Isla Esmeralda;

27 de agosto, 2015

Spanish Point, County Clare, Irlanda – Dublín sólo nos sirvió como puerta de acceso a la Isla Esmeralda; así fue de limitado nuestro contacto con la capital donde vivió un día de su vida Leopold Bloom, el 16 de junio de 1904, que reporta la novela germinal y extraordinaria del tremendo escritor James Joyce (no he podido terminar de leerla). Una ciudad con relativamente pocos atractivos, que no dice mucho de la riqueza de este pequeño pero grandioso país, aparte del Trinity College y unos edificios cerca de él, un bonito río, un parque inmenso, puertas espectaculares en las casas… Un gran atractivo es la fábrica de Guinness, que para mi gusto es la mejor cerveza del mundo. (Muy de cerca está el stout Murphy, y la rojiza Smithwicks.)

Había pisado Irlanda sólo una vez, hace 13 años. Y únicamente Dublín, ciudad que no me pareció tan interesante como típicamente son las capitales europeas. Vine acompañando a mi padre a un congreso de vexilología (rama de la heráldica que estudia las banderas). Al fin de ese viaje, el penúltimo de su larga vida, sólo por un día hicimos un paseo en coche por los bellísimos alrededores de Dublín.

A mi padre Teodoro (1908-2007) le bastó esa semana, y especialmente ese día de paseo, para quedar enamorado de Irlanda, que pisaba él también por primera vez. Quedó tan prendado de ella que preparó una conferencia (la última de su existencia) llamada “Irlanda, país afín a Méjico” en Condumex.

Hablaba en ella, destacadamente, del Batallón de San Patricio, de 175 soldados, compuesto principalmente por irlandeses católicos obligados por el ejército de Estados Unidos a entrar a las fuerzas invasoras de nuestro país en la inicua guerra de 1846-1848, que nos hizo perder “la mitad más grande” de nuestro territorio. Se escapaban ellos de su patria en la peor fase de la hambruna y los recibieron los gringos, al recién desembarcar en Ellis Island, con promesas de tierras y dinero si se alistaban en el ejército. Así, siendo católicos, acabaron peleando contra mexicanos que estaban siendo invadidos por una potencia vecina de religión protestante. ¿No estarían recordando cómo su patria había sido repetidamente invadida por una potencia militar y económica muy cercana, que ferozmente atacaba su fe?

Claro. Los indignados San Patricios desertaron de ese ejército de protestantes al que veían pelear injustamente contra un pueblo más débil, y que siendo católicos, hasta sus creencias religiosas combatían al obligarlos a participar en rituales protestantes.

Era natural que desertaran esos combatientes comandados por John Patrick O’Riley. Éste recibió como castigo 50 latigazos, y la marca D de desertor con fierro candente en la piel. E incumpliendo las leyes de la guerra entonces vigentes, colgaron a los desertores en vez de fusilarlos. A 50 de ellos de un jalón, en el mayor ajusticiamiento en masa que ha hecho el ejército de Estados Unidos en su historia. Todo ello, luego de un juicio imposiblemente más irregular y sesgado. La mayor parte de ellos fue ahorcada el 12 de septiembre de 1847, 30 de ellos al momento de izar la bandera de las barras y las estrellas sobre Palacio. A uno, la víspera le habían amputado ambas piernas por heridas en combate. Vaya manera de expresar odio de esos invasores. El Batallón de San Patricio figura entre los héroes nacionales, y éstos sí que se lo merecen (a diferencia de tantos “héroes” esculpidos en bronce).

Hablaba también don Teodoro de las numerosas familias descendientes de irlandeses que han enriquecido a México. Por sólo mencionar a uno, el último virrey de Nueva España —Juan O’Donojú— en realidad se apellidaba O’Donohue y O’Ryan.

Todos conocemos el cartón de Abel Quezada de 1974 que dice: “Estando Dios haciendo el universo, llamó a su ayudante y le ordenó: ‘A este lugar me le pones mucho oro, mucha plata, mucho uranio, mucho petróleo, mucho mar, bellas montañas, hermosos ríos, extensos campos para el ganado y la agricultura, y enormes bosques.’ El ayudante, sorprendido, le dijo: ‘Pero señor: ¿no crees que es demasiado? ¿No crees que es injusto darle a esta región más que a otras?’ Y el señor respondió: ‘No te preocupes: para que se empareje vas a ver la clase de habitantes que le pongo.’ Y le puso a los mexicanos.”

Me contaron un correlato irlandés: el Padre Eterno había ordenado fabricar un país maravilloso, fértil, con magníficas tierras de pastoreo para la mejor lana y carne, depósitos carboníferos y minerales, lleno de peces y agua purísima, con fiordos, cantiles, lagos y paisajes como para apantallar a cualquiera. Y además con un pueblo industrioso, gente de carácter abierto, sencilla, buena, generosa, simpática, musical, amabilísima. El mismo ayudante le reclamó: “Pero señor: no crees que es demasiado? ¿No crees que es injusto darle a esta región más que a otras?” Y el señor respondió: “No te preocupes: para que se empareje vas a ver la clase de vecinos que le pongo.” Y le puso a los ingleses.

Hasta en los más significativos chistes es México afín a Irlanda.

En un claridosa visión, Agustín Basave (embajador de México en Irlanda de 2001 a 2004) la ha definido como una masa de tierra encallada en el lugar equivocado, cuando tendría que haber estado pegada a Italia o a España; arrancada del Mediterráneo, lugar idóneo para un carácter tan cálido y festivo, hospitalario y abierto como el de los irlandeses, cercanos al alma latina. Muy yin, agrego yo. Y recibió ese lugar mal ubicado la pésima suerte de ser constantemente invadido: por vikingos y normandos primero, y luego, por los anglos que tienen a la derecha en el mapa de la condena geográfica.

No cabe duda: México es afín a Irlanda, pero desgraciadamente, no en todo. En una entrega posterior hablaré de las diferencias importantes que veo con México, y especialmente, con los mexicanos.

Al menos, Irlanda ha encontrado un aliado más afín a ella dentro del entendimiento de Basave, también enconada enemiga de la desde tiempos romanos apodada Pérfida Albión, por la impresión que daban desde Francia los albos acantilados de Dover al otro lado del Canal de la Mancha (Canal Inglés, según ellos). Fue ese amigo de los irlandeses, desde luego, la católica España.

Hago una pequeña digresión: España siempre derrotó a Inglaterra, salvo cuando la Armada Invencible fue vencida por los elementos de la naturaleza (la suerte le tocó a Isabel I) y en Trafalgar, cuando la parte francesa de la escuadra franco-española no supo pelear competentemente; hasta el almirante Nelson y la Royal Navy elogiaron la conducta de la vencida España pero no ensalzaron la de Francia. Donde España ha sido irremisiblemente vencida es en la historia, pues siempre los historiadores, novelistas, cineastas y programadores de tv han ponderado exageradamente las victorias pero callan las mucho más numerosas derrotas sufridas por ellos a manos de España y no hablan de las hazañas náuticas españolas. Pésima publicidad ha dado España a triunfos como el importantísimo de Cartagena de Indias (1741), donde Blas de Lezo defendió en definitiva a todo el continente americano de una invasión inglesa; o los sonoros triunfos de la Armada Invencible. Todo el mundo conocería de ellos si el vencedor hubiese sido inglés. España ha perdido siempre en la publicidad.

Regreso a Irlanda. Cuando la Armada Invencible tuvo que rodear las islas británicas en su fallida campaña de 1588, siempre acosados por las borrascas, 24 barcos encallaron en la costa oeste de Irlanda. La mayor parte de los marinos, unos 5,000, encontró pronto la muerte allí, ejecutados por los soldados ingleses que estaban posesionados de la isla. El lugar se llama Spanish Point. La playa es bonita, socorrida por bañistas practicantes del surf, y está allí el más antiguo de los abundantísimos campos de un deporte barato y muy popular, el golf. Quién sabe cuántos deportistas sepan que ese lugar se llama así por la desgracia que sufrieron las tropas enviadas por Felipe II a combatir a los hombres, no a los elementos de la naturaleza.

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