Cong, County Mayo, Irlanda – El largo, redondo periplo a partir del yang (Las Vegas) cede el paso ahora al yin: a la paz, tranquilidad, silencio, sosiego vivo que se palpa en la Isla Esmeralda, como la llamó William Drennan, poeta vernáculo del siglo XVIII. La isla se llama oficialmente Éire (isla, en el incomprensible lenguaje gaélico) y de allí viene Ireland.
Vaya reducto inmenso de clorofila, pleno de la humedad que da la vida. El vuelo a Dublín ofrece desde el avión algo parecido a lo que se ve al llegar a la zona española de la Montaña, la región cántabra: un enorme tapete cuadriculado de verde, con macizos arbóreos y casas salpicadas en el terreno. Aventuro una teoría: donde abunda el agua la gente puede vivir con más independencia y cerca de la tierra que cultiva, y eso se ve claramente en el paisaje. En la meseta castellana hay necesidad de habitar casas más cercanas de otras, en pequeñas ciudades rodeadas de tierra más amarilla y seca. La abundancia o escasez de agua opera, digo yo, esas diferencias.
Aquí, como en las islas británicas y en el norte de España, abunda el agua pero no las lluvias; me refiero a las lluvias feroces y torrenciales que conocemos en México. Acá vi —como en la Montaña española— showers de lluvia fina, llovizna delgada y persistente que acaba dejando ensopado al prejuicioso visitante tropical que la desdeñe.
Es la campiña irlandesa, en pastizales delimitados por albarradas o tecorrales (bardas de piedra puesta, sin cemento ni aglutinantes) abunda el ganado. Vacas y borregos de cabeza negra hacen al visitante preocuparse porque literalmente se están comiendo al país. Dentro de poco no habrá tierra…
Es una isla variada que aparece llena de vida pero también de regiones agrestes y desoladas, especialmente en la zona oeste, que es la que visitamos. Nos platican que a esas regiones mandaron los colonizadores ingleses a más gente, precisamente por ser los lugares bañados por los vientos marinos en que la tierra es más pobre y, en ciertas partes de Connemara, incapaz de recibir cultivos por estar cubierta de turba, un carbón de baja denominación (40%) que sirve para apaciguar los fríos invernales y es el combustible tradicionalmente más socorrido. (Acá y en Escocia la usan para fases del proceso del whisky, que le dan cierto sabor a quemado.)
Ireland. A terrible beauty se titula un libro de Leon Uris repleto de imágenes de esta contrastante isla que ha sufrido ingentemente a los ingleses —la némesis de esta tierra. Los irlandeses, un pueblo mayormente católico, tenían sobrados motivos para detestar a su poderosísimo vecino, que les ha hecho un tremendo daño al cabo de siglos de intervenciones políticas, militares, económicas; invasiones, masacres, imposiciones y persecuciones religiosas perpetradas por ellos desde Enrique VIII hasta el siglo XIX, pasando por esa versión de un “incorruptible” pre-Robespierre, Oliver Cromwell (1599-1658). Las abadías deshechas por el rey de las 6 esposas y por Cromwell son tan abundantes aquí como en el suelo inglés. Lo que se puede visitar son ruinas de muros góticos enteramente destechados e inservibles de abadías, conventos e iglesias edificados desde el siglo XII, y aun antes. Hay alguna en que ha habido culto desde el año de 400 y tantos. En las regiones occidentales de la isla visitamos cuatro.
Con ayuda de las políticas inglesas, sufrió este pequeño país una hambruna tan feroz (1845-1849) que se cargó aproximadamente a un millón y medio de habitantes, mientras que otro tanto (claro que los más jóvenes y aptos) abandonó el país, principalmente rumbo al Canadá, Australia y otros países, y especialmente al entonces generoso Estados Unidos. Entre un cuarto y un quinto de la población irlandesa se perdió de una de esas maneras. Ningún país puede quedar incólume ante tal catástrofe; nunca Irlanda ha logrado superar la cota de ocho millones de habitantes.
Ocurrió esa hambruna por culpa de una enfermedad que afectó la producción de papas, que afectó a toda Europa pero en Irlanda el quedarse sin papas fue mortal porque era el principal alimento de la gente más pobre, luego de que Inglaterra dedicó las mejores tierras al pastoreo para producir carne de exportación. Las papas crecían en tierra menos rica.
Sin embargo (a diferencia de lo que ocurrió en el continente con la misma Phytophthora infestans) Irlanda dependía demasiado de la papa en los estratos bajos. En Europa no hubo hambre feroz. Y agravó o causó la hambruna, casi directamente, Inglaterra. Irlanda no sólo papas producía, sino también muchos otros productos del mar y de la tierra. Es sorprendente que durante los cinco años de hambruna, Irlanda haya sido ¡exportador neto de comida! Hubo protestas durísimas, hasta con dos muertos cuando una turba trató de confiscar un barco que zarpaba lleno de comida.
Entre 1782 y 1783 había habido otra crisis de falta de alimentos pero el gobierno irlandés prohibió exportar comida, y gracias a la mayor oferta los precios bajaron de nuevo. En cambio, medio siglo después ya estaba plenamente consolidado el poderío inglés y no había un Parlamento irlandés. Las decisiones se tomaban en Londres y a Inglaterra no le convenía dejar de recibir comida de Irlanda. Por ejemplo, las exportaciones de mantequilla (alimento que ya hubieran querido los irlandeses) fueron monumentales. El problema no fue de falta de comida sino de sus altos precios, fuera del alcance de la gente pobre. Elemental economía: mucha demanda + baja oferta = precios altos.
Esto ocurría, según versiones, porque había una política tan de plano liberal de laissez faire que suponía que el mercado habría de paliar los problemas. ¿Pero cuál mercado? Hasta 1846 había las infames corn laws (leyes de granos) hechas para proteger a los terratenientes ingleses, imponían aranceles a las importaciones de cualquier grano comestible, incluso a Irlanda, colonia inglesa. Dice Richard Vernier sobre el notable progreso de la Gran Bretaña en esos tiempos: “El estado hizo, sin duda, muy poco… Donde el estado imprimió su impacto fue generalmente para aumentar los obstáculos hacia la transición (por políticas como la Ley Bubble, regulaciones bancarias, las Leyes de Granos, y altos impuestos).”
El progreso de la Gran Bretaña se logró a pesar del mercantilismo estatal pero todo verdadero capitalismo supone un sustrato moral. No hay auténtico capitalismo donde un gobierno como el inglés protege a los ricos que sostienen a su partido. Sir Charles Trevelyan, que “administraba” la ayuda alimentaria, se hizo ventrílocuo del Absoluto al decir “el juicio de Dios mandó esta calamidad para enseñar a los irlandeses una lección”. Y ni los primeros ministros ingleses Robert Pell y John Russell impidieron la exportación de alimentos a Inglaterra, bajo esa bandera que se convierte en inmoral al invocar al libre mercado desde un excesivo, desproporcionado poder gubernamental.
Un quiebre tan brutal no podría dejar de tener profundas consecuencias —que perviven— en el alma y estado de ánimo de esta sociedad. Irlanda no podría ser igual que antes de una tragedia tan profunda y generalizada. Se convirtió en un país gentífugo, si se puede decir así: expulsor de gente. Vaya terrible consecuencia, que dentro de la psique de una nación haya la cosmovisión de que la patria está para abandonarse.
Por algo se pensaba entonces, como ahora, que esa hambruna fue un genocidio de origen inglés. “Indudablemente el Todopoderoso permitió la enfermedad de las papas, pero los ingleses provocaron la hambruna” decía un activista llamado John Mitchel, que por sus opiniones recibió la pena de ir desterrado a trabajar para la Marina en Bermuda (una especie de Islas Marías) y a Tasmania, Australia. Pasó 27 años fuera pero logró regresar a Irlanda, donde murió y es visto como héroe.
El quiebre de la hambruna también tuvo consecuencias en la presión por separarse de su poderosísima vecina, lo cual ocurrió hasta principios del siglo XX pero con un país partido. La división del país se basó en parte en la religión, que era mayormente anglicana en el norte, pero bien que se quedaron los ingleses con la zona rica en industria y en carbón de Belfast, de mayoría católica. Allí hicieron el Titanic, y siguen funcionando los astilleros de Harland & Wollf.
Otra lindeza narraban nuestros acompañantes en el viaje, un compadre y dos ahijados, hijos de irlandesa éstos, que conocen perfectamente esta isla: su bisabuelo no pudo estudiar derecho porque una condición impuesta por las escuelas inglesas en Irlanda era jurar los 39 artículos de la Constitución Anglicana. Es decir: abjurar de su fe católica. Y tuvo que irse a Francia. Ese tipo de persecución y discriminación ocurría en pleno siglo XIX, a manos de la cultísima, tolerante, liberal Inglaterra. Con razón hicieron cuanto pudieron por sacudirse ese yugo. Lo más terrible de este bellísimo país ha sido provocado, en gran parte, por los políticos ingleses.
Siempre he sido entusiasta de la cultura inglesa, su estilo, su sistema legal, su sentido del humor, su ropa, su paisaje, sus científicos, su gente aventurera e imaginativa, su idioma y su literatura, pero no hay que confundir eso con la política imperial de Inglaterra, siempre insoportable en sus ansias de dominio. No son lo mismo los pueblos que las estructuras de control y abuso que infestan irremediablemente toda instancia de poder público. No hay que confundir tampoco al pueblo estadounidense con los financieros de Wall Street, la Fed, o los gobiernos de Obama y Bush.
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