Envueltos como estamos en la discusión de la inminente reforma al Poder Judicial, un tema de crucial importancia para el futuro de nuestra democracia, hemos pasado por alto otra maniobra igualmente preocupante: la insistencia del presidente Andrés Manuel López Obrador en ampliar el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa. Esta propuesta, que hasta ahora no ha atraído la atención de la opinión pública, merece un escrutinio más detallado.
En febrero pasado, AMLO envió al Congreso un proyecto de reforma al artículo 19 de la Constitución que busca establecer la prisión preventiva oficiosa para una lista alarmantemente extensa de delitos. Entre estos se incluyen la extorsión, el narcomenudeo, delitos relacionados con la producción y distribución de drogas sintéticas como el fentanilo y sus derivados, defraudación fiscal, contrabando, y la expedición, enajenación, compra o adquisición de comprobantes fiscales (incluidas facturas) que amparen operaciones inexistentes, falsas o actos jurídicos simulados. Esta propuesta, de ser aprobada, representará una expansión sin precedentes del poder punitivo del Estado, con consecuencias potencialmente devastadoras para las libertades individuales y el debido proceso.
El presidente saliente cree y quiere hacernos creer que la prisión preventiva oficiosa para quienes sean sospechosos de cometer uno de estos delitos es la panacea para los males sociales.
Esta tendencia refleja una filosofía muy alejada del humanismo en que dice creer porque privilegia el castigo sobre la prevención, y la represión sobre la educación. AMLO quiere que creamos que ampliar el catálogo de delitos mágicamente transformará nuestra sociedad en un bastión de seguridad y civismo. Una premisa tan atractiva como falaz.
El costo de esta expansión punitiva no es meramente económico, aunque el erario sin duda sentirá el peso de implementar y hacer cumplir estas nuevas disposiciones. El verdadero precio se pagará en el tejido social, en la sobrecarga de un sistema judicial ya colapsado, y en la erosión gradual de las libertades individuales.
Es irónico que, en un país donde priva la impunidad para delitos graves, la solución propuesta sea clasificar más delitos como graves. Es como intentar apagar un incendio añadiendo más gasolina, con la esperanza de que el fuego se extinga por saturación.
Castigar más delitos con la prisión preventiva oficiosa genera preguntas sobre los valores que como sociedad queremos promover. ¿Estamos realmente abordando problemas sociales complejos, o simplemente barriendo la complejidad bajo la alfombra del sistema penitenciario? La respuesta es tan evidente como inquietante.
En México, donde el límite entre lo legal y lo criminal se vuelve cada vez más difuso, cabe preguntarse si no está perdiéndose de vista el objetivo real: construir una sociedad más justa, equitativa y verdaderamente segura. Mientras tanto, los ciudadanos deberemos navegar con cautela este mar de nuevas prohibiciones, conscientes de que lo que hoy es cotidiano, mañana podría ser delictivo.
La ironía suprema es que, en el afán de AMLO por crear un país más seguro, se corre el riesgo de construir uno donde todos seamos potenciales delincuentes.
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