Josephine Healy Oslund

Alguna vez mi hermana le preguntó cómo soñaba. Ella respondió que en Technicolor.

2 de mayo, 2016

Alguna vez mi hermana le preguntó cómo soñaba. Ella respondió que en Technicolor.

Mi madre, Josephine Hope Healy Oslund, nieta de inmigrantes irlandeses y suecos, nació en la Ciudad de St. Paul, en el estado de Minnesota, Estados Unidos, el 7 de mayo de 1916.

Tuvo una infancia idílica, rodeada de todos los matices de la naturaleza y la más amplia libertad que puede desear cualquier niño para explorarla. Su casa, en un entorno rodeado de lagos y bosques, alimentó su pasión por el color, la textura y su deseo de siempre aprender y explorar.

Su inclinación hacia el arte se manifestó desde muy temprano en su vida. Comenzó a dibujar siendo niña, bajo la tutela de su  hermana mayor, Charlotte, una talentosa pintora. A los 11 años de edad escribió un libro de cuentos infantiles y a los 12 aprendió a tocar el piano que su padre le regaló el día de su cumpleaños.

Realizó sus estudios universitarios en la Universidad de Minnesota, primero, y luego en Carleton College, en Northfield, Minnesota, bajo la tutela del escultor y pintor escocés Alfred Hyslop. Este maestro, apasionado por el muralismo mexicano, organizó una visita a México con sus estudiantes en 1938. Ese año Josephine visitó nuestro país por primera vez, obtuvo su Licenciatura en Bellas Artes de Carleton, y se enamoró de México, de su gente, sus paisajes y colores.

En 1939 regresó a México para estudiar dibujo y pintura en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM, la célebre Academia de San Carlos, y en La Esmeralda, como entonces era conocida la Escuela de Artes Plásticas, que es la actual Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado del Instituto Nacional de Bellas Artes. El maestro que ella recordaba con más cariño y como el que más influyó sobre su estilo fue Luis Sahagún Cortés, quien fue director de San Carlos y es recordado, entre otras cosas, como “el padre del arte de la espátula mexicana”.

No hablaba español ni se imaginaba siquiera que había llegado a la que sería su segunda Patria, pero su carácter inquisitivo y búsqueda de perfección técnica permitieron que en San Carlos y La Esmeralda fuera una de las alumnas preferidas de los maestros.

Durante 1939 conoció a Fidel Ruiz Moreno, un joven estudiante de medicina, de quien se enamoró perdidamente y con quien se casó dos años después. Durante los siguientes 25 años se dedicó a la educación de sus hijos y a las labores propias del hogar pero sin dejar de pintar y estudiar las diferentes corrientes y tendencias pictóricas.

Durante la segunda mitad de la década de los 60 cursó la Maestría en Bellas Artes en la Universidad de la Américas de la Ciudad de México, siendo Tobi Joysmith y Merle Wachter los maestros que más influyeron en su arte.

Tratando de descifrar como veía la vida y como le daba forma a una imagen, hace muchos años dijo: “yo veo un paisaje como todo mundo lo ve, una serie de ejes, sombras, líneas y contornos”. Así es como ella pintaba, pero todo estaba en saberlo hacer con arte y estilo propio, maestría en el color y la expresión.

Hace un año expuso una pequeña muestra de su vasta producción. En 40 óleos, acrílicos, dibujos y acuarelas se veían retratos, paisajes, escenas de la vida cotidiana, madres e hijos, mujeres, niños y ancianos, cuerpos figurados, desnudos de generosa franqueza.

En estos cuadros, que fueron creados entre 1934 y 2013, se observa su evolución como artista, su búsqueda intensa por un idioma propio, su audacia para experimentar, su uso intrépido de los colores, la fuerza y delicadeza de su mano, sus sentimientos contrastantes de fuerza y sutileza, gracia y tosquedad, retratando su personalidad y carácter implacable que combinan la extravagancia del arte celta, la abstracción del arte nórdico y el color del arte mexicano.

Hasta el final de su vida, el viernes pasado, faltando solo ocho días para cumplir 100 años, Josephine Healy fue el centro de su familia, una mujer de gran belleza, curiosidad, sentido del humor y espíritu.

De ella aprendí a apreciar y gozar la música y la literatura, la pintura, la escultura y la arquitectura, aprendí a disfrutar los paisajes de la naturaleza, a descubrir las maravillas que guardan los museos, aprendí a dejarme sorprender por los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos. De ella adquirí el hábito de la lectura y la facilidad de palabra. En suma, gran parte de lo que soy se lo debo a ella.

La extrañaré mucho, pero tuve la dicha de tenerla conmigo durante casi siete décadas, de envejecer con ella y de verla morir con la tranquilidad y la paz que solo disfrutan quienes han vivido una vida repleta de curiosidad, creatividad y amor.

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