Después de plantear algunos aspectos sobre la pobreza y la clase media en las dos anteriores presentaciones, me permito ahora incluir la última escala del plano social en una clase representativa de mejores percepciones económicas, al tiempo de llamarla poder económico en alusión directa al pronunciamiento que hiciera López Obrador en 2018, distanciando un “poder político” de uno económico, que en su precario intelecto sería considerado poder. Aventurado resulta nominar como poder a una actividad que emprende, que empeña riesgo, capital y futuro en ideas, en conceptos que mejoran la vida cotidiana, que producen bienestar de individuos y comunidades, que reditúan en la verdadera concepción del producto de una nación y que finalmente distribuyen beneficios económicos en el empleo y en las cadenas de valor. Desde la materia prima se inicia una cadena de prosperidad en la empresa, se continúa en la elaboración o adición de costos para finalmente enfrentar la correspondiente demanda a un producto terminado y con un precio final, surtir un mercado.
La suma de una colectividad enfocada en este proceso hace de una economía un efecto creciente, próspero y hace de una función coordinada con un gobierno responsable y dedicado a coadyuvar con la infraestructura necesaria, una verdadera suma de voluntades privadas y públicas. Todo esto conjuga una nación de progreso. La definición obradorista la consideró facciosa y contraria a los intereses del “pueblo” que siempre documentó una imaginaria perversa en la acumulación de riqueza nociva, imaginaria que tensó desde el discurso, una relación desperdiciada con agentes productivos, exaltando el ánimo confrontativo. Subsiste, de facto. Simula, en la nueva administración , que no es más que un relevo generacional con el mismo pensamiento pétreo y provocador, pero la esencia no se va de la guía interpretativa y la suplantación de la supuesta adhesión a fines productivos sigue siendo una simulación.
De poder económico hablamos, pero habría que señalar que la siembra de la producción se encuentra dispersa en un territorio vasto y extenso como es el mapa de la nación; configurar la actividad productiva es tarea compleja dada la representatividad de empresas pequeñas y medianas que son el verdadero sostén productivo de la nación y en las que recae la mayor parte del empleo formal, y dada la configuración actual, sin reglas de estricto apego al orden jurisdiccional, el informal también. No podemos negar la presencia de veinte familias que reúnen una porción considerable del producto y una influencia en nuestra economía pero no por ello podemos retraer a esta influencia, del riesgo latente en sus mercados y en su presencia marcada en el capital expuesto a circunstancias imprevistas de demanda y otros considerandos. Así es una economía participativa y abierta, así se configuran competencia y excelencia, desde el riesgo del capital aportado para iniciar la empresa, como el capital reinvertido para preservar su presencia. Esto no constituye un poder, esto es simple disciplina y respeto institucional para dar respuesta al orden representativo emanado del mandato constitucional que es donde deben radicar las reglas justas y equitativas.
Desde luego existen agrupaciones, consensos y órganos para dar vida institucional a las metas productivas de la nación y conceder espacios de diálogo con las autoridades que supuestamente encaminan la especialización y el orden de mercados y posibilidades de expansión por igual. Existe un Consejo Coordinador Empresarial, existen Cámaras, existe la representación del comercio, de la industria, de la agroindustria, de la manufactura y un sinnúmero de agrupaciones en el turismo y la hotelería para brindar congruencia a metas afines de desarrollo. Así caminó México hasta el 2018. Desde entonces todo ha cambiado; las metas se trastocan con alusiones y conformaciones inexistentes en una concepción equivocada de preponderancia y arrogancia de un poder económico jamás conformado como poder.
Coadyuvar en metas conjuntas de gobierno e iniciativa privada es simple cohesión de fines comunes. Si alguna vez nuestra historia contempló una nula división de poderes, el modelo neoliberal vino a soltar esas prerrogativas que lograron adelgazar la función pública para dar cabida a la función productiva y alejar el gobierno de la actividad empresarial. Se hizo una reforma energética que resolvía inducciones de gasto corriente y daba solución al riesgo inminente en la exploración de mares profundos y concedía espacio a las energías limpias y renovables en un despacho ágil y ahorrativo. Todo fue cancelado por el populismo actual, que lleva siete años empecinado en metas improductivas.
El camino de la improvisación y la mal llamada transformación no solamente ha desequilibrado las finanzas públicas al grado de la insolvencia inocultable, ha resultado inoperante en sus propias designaciones presupuestales en el reparto sin mesura y sin patrón; las arcas de la nación fueron devastadas en ese intento por centralizar y absorber toda actividad que robusteciera ese poder imaginario y oculto en una economía que simplemente hacía lo suyo: contribuir al producto, respetando las reglas y preceptos de la autoridad en turno, como fue pactado silenciosamente en el propósito democrático para alternar el poder, el verdaderamente constituído en la Carta Magna con su respectiva división en el ejecutivo, legislativo y judicial. Eso quedaba más que claro desde que Vicente Fox asumía la presidencia. El poder político respetaba la alternancia y las empresas transitaban en paralelo en ese esfuerzo por una democracia con reglas.
Ese era el camino al orden, ese era el camino que planteaba y respaldaba una economía abierta que todavía no diluye sus afanes, que todavía reúne presencia en el mundo de la apertura y la competencia; esa inercia no se aleja, se encuentra presente y actual, se encuentra en el pasmo natural de las incidencias groseras de un régimen que convulsiona las reglas y la convivencia con trampas y manipulaciones perversas en la captura de un poder incontestable, creador de divisiones y confrontaciones estériles y grotescas, en expresión insalubre y carente de empatía con una sociedad ávida de protección, de guía, de expresión, de seguridad y hasta de salud.
Si existiera un poder económico como tal, revestido de poder real, tal vez hubiera sentado bases firmes y respuestas ante el absolutismo y expresión que respalda la incongruencia y premia la irresponsabilidad, tiempo atrás. El agente productivo mexicano continúa en esa tesitura disciplinaria y conducente, hasta que dejen de existir la corrección y las buenas maneras. Llegará algún día. Sin duda.
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