El tiempo ha transcurrido desde el pronunciamiento que denostaba el poder económico para jamás superar el poder político. El pronunciamiento anunciaba una intención por demás supletoria e invasiva del control político. Se ha cumplido a cabalidad, con formas que superan la civilidad y el voto ciudadano que no concedió mayoría representativa, pero las violaciones fueron amparadas desde un poder usurpado en esa sombra previamente configurada que cubría el destino final de control: el presupuesto de la nación. No era el poder económico el enemigo a vencer, nunca lo fue; el proceso siempre dejó clara la intención de origen, borrando reservas y fideicomisos, arrasando con instituciones y finalmente liquidando autonomía en la supervisión y función de gobierno.
El proceso nunca fue frenado. Tomó tiempo la simulación de adhesión a la fase productiva de la nación; fue comprada o permitida en un “dejar hacer” como un elemento primario en la obra pública que sentaría las bases de infraestructura. Esta jamás llegó pero el relleno de contratación y supuesta licitación cubrió el tiempo necesario para aplacar el posible reclamo. El reclamo tampoco llegó y lo que se instaló resultó en un dispendio nunca imaginado. El sexenio avanzaba en franca incongruencia con lo alguna vez pactado para atender la fase productiva del país con agentes productivos acostumbrados generacionalmente a esa coyuntura que coadyuvaba el desarrollo y el crecimiento. Esa coyuntura jamás llegó. En suma, nada productivo llegó. Se acercaba un totalitarismo en la dispensa del servicio público y en la administración del recurso de la nación.
Terminó un sexenio improductivo y con un asedio al poder económico y enfrentado por una imposición de dictado de reglas no escritas y jamás pactadas en el orden laboral, entre otros, todos en el orden económico, para subrayar una deuda impagable, ahogando la expectativa de recomposición de la estructura de gasto del gobierno y la prerrogativa de servicios anulada. Una vez instalada la incapacidad del gobierno para atender servicios indispensables, la demanda de infraestructura desaparece y la inercia productiva no alcanza a cubrir su respectiva oferta; el rezago en la producción hace su aparición provocando una fase recesiva por definición. Los sectores primarios nunca recibieron apoyo en seis años, por tanto, la producción agropecuaria sería insuficiente en el abasto de perecederos y cárnicos. La importación necesaria de estos renglones no podría resultar en peor momento con la relación comercial con la potencia del norte.
El déficit fiscal, derivado de la deuda tan desproporcionada con respecto al producto de la nación es un agravante para el impulso de la producción y para el mecanismo tradicional crediticio; la calificación del exterior no ayuda en el propósito de reordenamiento de las finanzas públicas y privadas. El discurso del gobierno actual desde luego agrava cualquier intento desde dentro de la nación y ante el exterior anula toda posibilidad de reconocimiento real de afán de orden estructural. México vive su peor momento económico; persiste la idea de autosuficiencia y el discurso plasma una idea ilusoria e imaginaria de contribución energética en una petrolera quebrada y en un despacho de energía con bases de verdadero atraso tecnológico. No son las miras de llegada a una revisión de clausulado de un tratado comercial vigente pero muy vigilado desde el norte. México pierde por día bases firmes en la temida negociación del 2026.
Tal vez se cuestione este destino tan inesperado de nuestro devenir económico; tal vez se cuestione tarde, lo importante sería reconocer el camino equivocado, la senda del populismo es francamente inoperante y retrógrada. Eso debería quedar sentado y dado por cierto. La trayectoria de siete años son prueba suficiente. El horizonte que abre la denuncia de ilícitos, de dominio público, el abuso y la descomposición de la clase política no debería ser la vía para allanar el camino de la recomposición del orden económico, pero sí del orden social. La presión norteamericana ha sido crucial en este desvelo, ahora infranqueable, debemos admitir, pero la reacción del gobierno ha sido lenta y tortuosa, porque deja al descubierto complicidades verdaderamente nocivas.
El silencio de los años impone un costo irreparable en la función de un gobierno que se sostiene con dádiva y no con resultados. El silencio no fue de todos, pero nunca fue roto más que por voces valientes y frontales, voces que la imposición y la traición callaron con vergüenza que el régimen absorbió en sus filas. La vergüenza puede encontrar acomodo, un tiempo, la malversación y el abuso del recurso, fenecen en tiempo siempre. La adhesión del sector productivo al régimen populista fue simulada siempre, por conveniencia tal vez, por simple expectativa de temporalidad, pero simulada de origen. Ese fue otro silencio, el más costoso para la nación. Ese silencio pudo ser denunciado y no lo fue. Hoy caminamos de la mano con un gobierno centralista, absoluto y totalitario y no sabemos resolver esa codependencia. Estamos en la fase de la denuncia un tanto pírrica porque clamamos por una punibilidad que el mismo actor político frena desde el poder encumbrado en forma perversa, pero poder finalmente. El silencio debe romperse, debe romperse para siempre y la lección debe ser aprendida. Los afanes totalitarios existen, unos se quedan, como en Cuba y otros se desprenden de la forma que más lastima, en la división y el encono, imperando siempre la precariedad como en Venezuela. Por ello, el silencio mexicano debe romperse para siempre.
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