Si algo nos ha enseñado la pandemia, es el valor del tiempo. Nos ha obligado a inclinar la cabeza y reconocer que nuestra voluntad está sujeta al paso de las horas, mismo sobre el que no tenemos dominio alguno.
Este período ha sido el de los grandes cambios. Una profunda lección de humildad. Tiempo para reconocer el predominio absoluto de la ciencia sobre la imaginación. La enfermedad y la muerte se convirtieron en las grandes maestras que nos vienen enseñando el arte de vivir.
Hoy hemos aprendido a sacudirnos la molicie, a no dejar las cosas para un mañana, que no tenemos certeza de que vaya a llegar. Sabemos mejor que nunca que los seres humanos nos medimos no por lo que pronuncian nuestros labios, sino por la verdad que revela cada uno de nuestros actos.
La crisis sanitaria ha servido para rasurar la espuma de la jactancia y quedarnos con el cuerpo de los hechos concretos. Nos ha enseñado que nunca sabremos lo suficiente como para no estar en condiciones de aprender algo nuevo cada día.
Hay ratos cuando el espíritu es estrujado por lo que ocurre en derredor. Ver partir a gente joven, que en otras circunstancias habría llegado a disfrutar a sus nietos. Observar cómo las leyendas urbanas prevalecen por encima de los hechos comprobables, para poner en grave riesgo a familias enteras. Hoy es cuando pagamos alto el precio del hedonismo, esa actitud de colocar nuestros deseos por encima de la seguridad sanitaria de quienes nos rodean, en particular de aquellos a los que más queremos.
Éste es un período para volver la vista atrás y así entender nuestra vida de hoy, como el resultado de una cadena de misterios, milagros o casualidades, que nos han permitido avanzar tanto en el tiempo. Hallaremos al menos un momento cuando fue un verdadero prodigio no perder la vida o la integridad en algún evento que vivimos.A pesar de todo ello aquí estamos, atravesando por uno más de esos sucesos que a tantos han ido dejando por el camino.
Más allá de la quejumbre, hoy es un tiempo de agradecimiento. De decir “aquí sigo”, cuando tantos han partido. De reconocer que, quizá con limitaciones, yo sigo teniendo encendido el motor de la esperanza. Que, pocos o muchos, tengo familia y amigos cerca de mi corazón, con quienes la desgracia me permite afianzar lazos de cariño. Estamos aprendiendo a convivir unos con otros, cada uno desde su “yo” más complicado, por lo que resulta un bálsamo descubrir que, a pesar de ello, somos aceptados y acogidos por el alma amiga.
Tal vez pase a la historia este lapso como uno de pérdidas: se han perdido vidas, la salud de muchos, oportunidades de trabajo, quebrantos económicos. Los estudiantes desperdiciaron períodos escolares de aprendizaje y socialización que nunca van a recuperar. En el entorno inmediato hemos visto partir familiares, amigos, vecinos; personajes inspiradores. Resultamos privados de oportunidades de convivencia. Las pérdidas han sido inconmensurables, pero el espíritu es mayor que todas ellas juntas. Se posa por encima de las cenizas de lo perdido, se fortalece y se prepara para remontar el vuelo.
¿Lo ganado…? Mucho. Los grandes avances de la ciencia para el diseño de vacunas en tiempo récord. La confianza en las instituciones de salud. La abierta generosidad entre naciones. La organización ciudadana. Hemos ganado ocasiones para reestructurar actividades propias y colectivas desde el confinamiento. Asimismo, ganamos espacios de recreación y crecimiento interior. Optimizamos las herramientas que ya teníamos. Creamos otras nuevas. Ahora comprendemos que no hay catástrofes externas tan poderosas, que dobleguen el espíritu.
Así como seres humanos en otras latitudes y en tiempos pasados han superado grandes dificultades, nos toca hoy a nosotros. Una gran ventaja es que tenemos a nuestro favor herramientas tecnológicas que en otros momentos o en otros lugares habrán resultado inimaginables o al menos inaccesibles. Utilicemos esos recursos para superar la emergencia sanitaria.
Cada uno de nosotros camina, hoy en día, al filo de la navaja. No hay la opción de estacionarnos; eso sería sucumbir. Hay que seguir adelante, siempre adelante, con los sentidos abiertos y la inteligencia despejada. Sobre todo, más allá de sentidos e inteligencia, habremos de avanzar con el corazón dispuesto a dejar, en todo lo que emprendamos, una impronta de amor. Que finalmente, esta gran prueba que le ha tocado atravesar a nuestra generación, marque dentro de la historia un período de crecimiento y de enorme superación para toda la humanidad.
La obra, solo la obra.
No dejar nada, sino lo hecho.
Borrar la vida con migajón.
Max Aub
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