De nueva cuenta, se adelantaban conclusiones sin suficiente información.
Javier Garza Ramos
Los medios de comunicación masiva son un mal necesario. Es por ellos que nos conectamos al mundo de manera inmediata; es también a través suyo que nuestro modo de pensamiento se activa de manera casi refleja, conduciéndonos a emprender aquello que, en una forma menos presurosa de ver las cosas, quizá nos habríamos abstenido de llevar a cabo.
Esta semana salió publicado el libro Nueve disparos del periodista lagunero Javier Garza Ramos, profesional independiente y siempre sensato, que busca documentar sus trabajos en fuentes confiables. Para escribir esta crónica, reunió información desde los primeros minutos de ocurrir los hechos que narra: el conocido caso del Colegio Cervantes de Torreón, protagonizado por un niño de 11 años que provocó una doble muerte con dos armas semiautomáticas: la de una maestra que intentó disuadirlo a costa de su propia vida y la del propio niño asesino.
El género negro, tanto en literatura como en periodismo, ejerce una fascinación en el lector. Bien dice un maestro de novela negra que no es otra cosa que el morbo lo que nos lleva a devorar página tras página para conocer cómo concluye aquello que resulta tan estremecedor. Sin restarle un ápice de verdad a dicha expresión, en lo particular encuentro que la fascinación por la tragedia de otros nos provee de una íntima tranquilidad, al descubrir que no somos nosotros los que nos hallamos en esa situación de desgracia. Presenciarlo en la realidad o descubrirlo a través de la palabra escrita, es un modo de reafirmar nuestra propia integridad frente a los personajes que, cumpliendo la función que su autor les imprime, dan cuenta de hasta qué punto un ser humano es vulnerable.
En el caso particular de los hechos referidos por Garza Ramos, me acerqué a su libro porque me gusta el estilo periodístico que agota posibilidades antes de plasmar por escrito la realidad. Cierto, cualquier purista diría que es “su realidad”, a lo que yo argumentaría que es una realidad muy bien fundamentada, cotejada y libre de sesgo, antes de ser escrita. Por otra parte, más allá de la vena oscura que conduce los hechos ocurridos aquel frío 10 de enero, como pediatra me interesa descubrir qué elementos disparan conductas delictivas en niños y adolescentes, para, a partir de ello, buscar soluciones conjuntas, cada cual desde su propia parcela. Por último, lo leí porque se trata de hechos que ocurrieron en mi tierra natal y que finalmente, como se irá descubriendo a lo largo de la lectura, son resultado mediato de la infiltración de redes del crimen organizado que asoló la región de manera tan atroz hace tres o cuatro lustros.
Tenemos entonces a José Ángel, un niño en el núcleo de una familia disfuncional, que vive con los abuelos paternos en una colonia del medio oriente de Torreón y asiste a una de las instituciones privadas de mayor tradición educativa en la ciudad. En el salón de clases no da problemas, es buen estudiante, pero no pasa inadvertido que, durante los eventos familiares de la escuela, nadie lo acompaña: La madre está muerta, el padre “de viaje”, el abuelo trabajando, y ocasionalmente la abuela es la que llega a hacer acto de presencia. Ni sus compañeros lo visitan en su casa, ni él acude a otras casas, cuando de trabajos escolares se trata.
Con la precisión del periodista, Garza Ramos deja pequeñas pistas que nos permiten ir descubriendo, como si de hojas de cebolla se tratara, la realidad de un niño solitario, pero fundamentalmente deprimido. Un chiquillo que no sabe que está deprimido; se percibe a sí mismo como enojado con el mundo, lo que empata bien con lo que los tratados de psiquiatría infantil nos señalan: un niño enojado suele tener en el núcleo de la ira una depresión.
Y ahora viene la pregunta dolorosa: ¿nadie notó nada? Se dibujan escenas de falta de comunicación que, hasta que vemos la fotografía completa, entendemos que eran atisbos que, de haberse explorado, podrían haber conducido las cosas en otra dirección. Para los abuelos era normal que el niño se encerrara en su cuarto a jugar con sus videojuegos; tan fue así que por su mente nunca atravesó la necesidad de llevar a José Ángel en búsqueda de apoyo profesional.
Dentro del entramado surge un personaje secundario que es –quizás—el único que capta el riesgo potencial en que se está poniendo al niño: Nuria, hermana del papá de José Ángel, quien abiertamente confronta al abuelo cuya pasividad dentro de la historia, tuvo mucho que ver con el desenlace.
El título de la colaboración no posee errata alguna: Nueve disparos y medios para referirme al poder de los medios de comunicación desde el primer minuto de los sucesos narrados en el libro. Un reportero comisionado a cubrir otro evento se desplaza de inmediato al Colegio Cervantes, cuando mediante WhatsApp comienza a surgir la información fragmentada, imprecisa y cargada de angustia, de que ha ocurrido una balacera en del patio de la escuela. A partir de entonces, los medios cumplen la función que en su momento señaló Georges Orwell en su novela distópica 1984: “Big brother is watching you”. Las redes siguieron, interpretaron, condujeron, desarrollaron intertextualidad, nos inclinaron en una dirección, luego en otra, para finalmente, tras de muchos tumbos y distracciones, llegar a una verdad sostenible: José Ángel era un niño solitario, víctima de la depresión, que, en su juego mortal buscó encarnar a Erick Harris, ídolo de su fantasía, autor intelectual de la masacre de Columbine, ocurrida en 1999, cuando el niño homicida del 2020 acababa de nacer.
Me quedo con esto y mucho más que pensar todavía: Desde su silencio, José Ángel estaba notoriamente enojado con la vida. En su desesperación lloró balas, porque nadie estuvo ahí para escuchar a tiempo su llanto de cristal.
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Con Último tango en París, Bertolucci le entrega a sus devotos cinéfilos el trabajo más comprometido y a la par más popular de su filmografía. Se trata de una cinta donde profundiza en temas como el dolor, la pasión, la muerte y los recuerdos, a la cual la crítica llamó “un arrebatado y ya clásico retrato de la moral claudicante”. De sobra son conocidos los enormes problemas que la película enfrentó con la censura y los sectores conservadores del catolicismo que la acusaron de obscena y pornográfica. Una sodomización de la actriz principal por parte de Marlon Brando, utilizando como lubricante una barra de mantequilla, representó el asunto mayor del escándalo y la gran controversia que causó su estreno a principios de la década de los setenta. “Fue idea de Marlon. Y Bertolucci me ordenó lo que tenía que hacer poco antes. Me engañaron. Esa escena no estaba prevista. Las lágrimas que se ven en la película son reales”, recordó la actriz Maria Schneider en una de las últimas entrevistas que dio antes de fallecer en febrero de 2011.
Aunque la prensa se empeñó en mandarle al público un mensaje erróneo, señalando a la cinta como una especie de adaptación del Kamasutra; al final, el provocador guion escrito por el propio Bertolucci (El último emperador, Soñadores) y Franco Arcalli (Erase una vez en América), demostró que Ultimo tango en París no era solamente una película erótica; más bien lo que ofrecía era una lectura amarga y cruda de las pasiones humanas, un relato de la pérdida de identidad, que a pesar todas las acusaciones e injurias recibidas, logró merecidos elogios y nominaciones a importantes premios cinematográficos.
“Venimos a olvidar, a olvidar todas las cosas, absolutamente todas” sentencia el infeliz y atormentado Paul en ese departamento deshabitado donde se reúne frecuentemente con una beldad francesa de veinte años para hacer el amor de una manera extremadamente procaz y animal, y trasladar sus arrebatos lascivos a niveles que nunca soñaron. Marlon Brando, reputado como uno de los mejores actores de la historia del cine (Un tranvía llamado deseo, Nido de ratas, El Padrino y Apocalypse Now), interpreta al maduro norteamericano que huyendo de la realidad, escapando del trágico ambiente que le dejó la muerte de su esposa, experimenta un atisbo de liberación y júbilo dando rienda suelta a sus deseos carnales entre cuatro paredes. Es ahí, donde Jeanne (María Schneider, espléndida en un papel colmado de erotismo), se deja seducir, en un claro ejercicio de sadismo, sin preguntas ni compromisos, por este maduro hombre de lujuria insaciable; no obstante, esté próxima a casarse con un muy atropellado pero entusiasta cineasta que filma un documental en las brumosas calles parisinas, ni más ni menos que con ella como protagonista.
Condimentada por una banda sonora del compositor argentino Gato Barbieri, que se presenta oportunamente como fondo del drama, y con toda la riqueza que aporta el romanticismo, el arte y la historia de la capital francesa, Último tango en París conmueve de un modo eficiente, propina los golpes precisos y pega hasta en las entrañas.
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Otra del portero. Hace unos días reunió a sus guaruras y les dijo que necesitaba dinero para un fondo de ayuda con propósitos humanitarios. Nadie entendió lo que eso era (sólo el guapito, el que sí terminó la Prepa, dijo que se daba cuenta más o menos de lo que quería decir); y que con ese fin, les iba a retener el diez por ciento de sus salarios (que no son muy altos). Todos protestaron; pero el que paga manda, y más si es el padre o padrino o figura de autoridad. De modo que en la primera semana, les retuvo el diez por ciento a todos.
Pero cuando vio la cantidad reunida, se dio cuenta de que era muy pequeña. Es que no estudió más allá de tercero de primaria, y los porcentajes nunca los entendió. Entonces, se les ocurrió cobrar lo mismo a todos los trabajadores que llegaran a la vecindad a hacer algún trabajo. Un electricista, un plomero, un albañil o cualquier otro que recibiera un pago, le tenía que entregar el diez por ciento, aunque fueran contratados por los vecinos en forma particular. Y para eso instaló una especie de aduana en la puerta, de modo que a las personas que querían entrar se les preguntaba a dónde iban, y por qué: y se les exigía el pago, que los vecinos no tardaron en bautizar como Impuesto que le Sale de las Narices al Portero.
Hubo muchas protestas, y en todos los tonos. Pero el portero se mantuvo inconmovible, diciendo que era un mal para obtener un bien, pues los propósitos humanitarios era el fin último de la humanidad, y que así lo habían establecido la ONU y la Sociedad de las Naciones en Marcha Hacia la Gloria (que nunca ha existido, ni existirá).
Es curioso, pero cuando la gente no entiende lo que le dicen, se somete. No sé si para que no se den cuenta de que no sabe nada del asunto o porque las palabras los atontan, pero siempre el que habla alto y fuerte se sale con la suya. (Esta es una reflexión mía que a lo mejor no viene al caso, pero no podía dejar de hacerla).
Muchos de los trabajadores así asaltados (porque era un asalto en toda forma) se iban sin hacer el trabajo, con lo que los vecinos hacían unos berrinches horribles, porque se les inundaba la vivienda o estaban unos días sin televisión o se les caía el revoque de las paredes. Varios propusieron emprender una acción legal contra el portero; pero los abogados que consultaron les dijeron que perdían el tiempo, que eso no iba a prosperar nunca, y solamente iban a gastar en balde. Total, que andaban desesperados.
Empezaron a hacer juntas para hallar una solución al asunto; pero no podían ponerse de acuerdo en nada, y los problemas en las viviendas se acumulaban. Así estuvieron hasta que el chavo del 7, que es abogado y trabaja en el gobierno, les dijo que lo más práctico era que ellos pagaran el diez por ciento que exigía el portero. Todos gritaron “¡No!” con todas las fuerzas de sus pulmones. Pero el chavo insistió en que era lo más práctico y más sencillo, que así resolvían el problema de una vez y sin pleitos, y que eso era lo que habían hecho en otros lugares cuando se les había presentado un problema semejante. (Esto último era mentira, pero impresionó mucho a los vecinos). El caso es que después de mucho discutir, aceptaron la sugerencia del chavo del 7, y se sometieron a la voluntad del portero.
A los pocos días, la Flor recibió de regalo, no sólo un fondo, sino unas pantaletas y unas medias de seda, que mucha falta le estaban haciendo. Y el portero quedó ante ella como un potentado.
Yo, cada vez que veo al portero, me dan ganas de arañarlo. Pero siempre anda con sus guaruras, y son muchos contra un gato. Ya llegará la ocasión en que lo encuentre solo.
Te quiere
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