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string(13678) "Regresé a Acapulco después de tres semanas que dediqué a atender pendientes de mi despacho para poder “hacer mi tarea” como me aconsejó Doña Rosita Salas. Llegué una vez más a la puerta de Los Olvidos donde me recibió Don Marcelino tan amable como siempre.
- Cada vez llega usted más temprano joven; ¿Cómo le va? Ahora sí se tardó un poquito más en venir, hasta lo estábamos extrañando.
- Tuve que estar en México un poquito más que de costumbre para no atrasarme y no desatender mi despacho.
- ¿Qué tal se le antojaría un cafecito de olla, joven?
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-Unos minutos después regresó con dos jarros de barro humeantes.
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Jarrito en mano, nos encaminamos al escondite, y una vez ahí nos sentamos sobre la banquetita que yo llamaba el redondel, listos para la plática que no habíamos podido tener.
- La última vez que anduvo usted por aquí, ya no me dijo nada del perfume; por cierto que lo recogió mi esposa, pero si lo necesita de nuevo, nada más me dice.
- Gracias Don Marcelino; yo le digo.
No me sentía yo en ánimo de relatarle lo que había sucedido con el perfume, y no creo que Don Marcelino lo imaginara; sin embargo, había algo en su mirada siempre viva, que parecía decirme que sabía que algo había ocurrido aunque no podría saber exactamente qué.
- ¿Y qué le dicen los diarios y las cartas, joven Pecos?
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- Caray, Don Marcelino, me sorprende usted porque no esperaba esto, muchas gracias. Debo decirle que he estado pensando en esta casa, y desde cuándo comenzó a llamarme la atención. Haciendo memoria, creo que me di cuenta de que existía, desde que mis hermanas y yo íbamos de muy chicos a la casa de la familia Ralph que tiene vista justamente hacia acá.
- Sí joven, donde trabaja Benito.
- Exactamente, Don Marcelino; desde la terracita de esa casa, se domina la vista de playa Angosta y hasta el final sobre el lado izquierdo encontré Los Olvidos mucho antes de saber que así se llamaba.
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Don Marcelino tomó su jarrito con las dos manos, y apuró dos sorbos dejando ver que lo disfrutaba mucho; tanto como yo, que también lo estaba tomando despacio para que durara lo más posible.
- Le voy a hacer una confidencia, joven Pecos, mi mujer y yo hablábamos de la forma que fuimos encontrando tantas cosas en lugares que habíamos limpiado a conciencia y que estaban totalmente vacíos. Nos preguntábamos cómo podían llegar esas cosas a habitaciones o áreas cerradas con llave. Nosotros teníamos curiosidad de saber qué podía estar escrito en las cartas, las tarjetas postales y los diarios, y sabíamos que necesariamente habría ahí buena parte de la historia de la casa y de sus dueños. La vida se queda suspendida en los retratos y también en las cosas que uno escribe, en los objetos personales, en los sitios donde se ha vivido y más, si se ha vivido intensamente.
Nunca había yo oído a Don Marcelino hablar de esa forma; siempre había yo pensado (y con razón) que era un hombre sensible e inteligente; alguien a quien no se le escapaban los detalles. Escuchándolo hablar así, disfrutaba doblemente; su conversación y el café de olla que era un perfecto acompañamiento.
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string(6580) "Las cifras se tornan espeluznantes. Cada año tenemos un mayor número de homicidios dolosos y en algunos lugares, la cuarta parte corresponden a feminicidios, esto es, homicidio por razón de género. Dichos titulares de nota roja resultan como la punta del iceberg; solo estamos viendo lo más amarillista, pero no nos aventuramos a mirar debajo del nivel del agua, a esa base que sustenta los crímenes que se dan en México, desde Tijuana hasta Tuxtla Gutiérrez. Tal vez haya cambios en edad de las víctimas, en ocupación de ellas al momento de ser asesinadas. El móvil que lleva a privarlas de la vida varía, pero en el fondo hay un mismo sustrato que se repite, como una amalgama de elementos culturales que, acomodados de una u otra manera, finalmente dan un resultado similar.
En los últimos diez años, y más acentuado con razón de la pandemia, surgen importantes escritoras de novela negra en Latinoamérica: México; Argentina; Colombia; Chile. Más allá de Verónica Llaca, ganadora del concurso “Una vuelta de tuerca” en el 2014 con su novela La simetría de los árboles, no ha sido hasta estos últimos años cuando aparecen voces poderosas, tanto en México como en Latinoamérica, contando desde su percepción de género la historia de la violencia contra la mujer. Dentro de las jóvenes creadoras tenemos una gama variada de voces que nos llaman a zambullirnos en las gélidas aguas en torno al iceberg del feminicidio para conocer, centímetro a centímetro la base que lo sostiene.
Un término que me resultó esclarecedor, y al cual quiero dedicar esta colaboración, lo llama Selva Almada, escritora argentina “micro violencias domésticas”. De este modo se refiere a esos detalles suspendidos en la mayoría de los hogares latinoamericanos. Desde los menos favorecidos en la esfera económica hasta los que consideramos “bien avenidos”, conformados por familias de clase media o media alta, integradas, con ingresos económicos estables; hijos con excelentes oportunidades de estudio; ocasión de frecuentes viajes por placer. En un extremo y el otro de la escala socioeconómica que estamos imaginando ahora, se presentan esos mínimos actos de violencia contra la mujer que, a la vuelta de los años, hacen un acumulado considerable, que bien puede culminar en un feminicidio.
En mi práctica institucional hospitalaria era muy común atestiguar las diferentes reacciones de la familia ante el nacimiento de un varón o de una mujer. Hablo de los tiempos en que el ultrasonido apenas comenzaba a utilizarse, por lo que la mayoría de quienes acudían al Sector Público, no se enteraban del género biológico sino hasta el parto. Alguna vez, cuestioné a una madre por qué se alegraba más por un niño que por una niña, me dijo: “Porque el niño va a ayudar a llevar más dinero a la casa”. No me convenció del todo su respuesta. Husmeaba factores antropológicos y psicológicos detrás de ese pensamiento que logré entender leyendo a Margaret Mead, antropóloga social dedicada a estudiar la impronta que deja la madre en los hijos con relación a las funciones de género. Ella analizó poblaciones en Nueva Guinea para establecer principios que son válidos de forma universal.
En nuestro amado México, esas costumbres de privilegiar al varón por encima de la mujer dentro de casa vienen de centurias atrás. A pesar de que las deidades de la Cultura Mexica fueron tanto masculinas como femeninas, sí comenzó a determinarse un patrón de conducta de género: los varones iban al Calmécac para ser sacerdotes, o se preparaban como guerreros. Detrás de unos y otros estaba la mujer, como sombra, pero a la vez apuntalando esos patrones de comportamiento: una sociedad matriarcal revestida de un halo de glorificación para el varón. La única ocasión en que la mujer llegaba a esos niveles tan elevados, era cuando moría durante la labor de parto.
Así avanzamos como civilización, recibiendo influjos judeocristianos provenientes de Europa, en ocasiones otros distintos de África y en menor proporción de Asia. Incorporamos los elementos que resultaban útiles para conformar una sociedad que determina que en igualdad de circunstancias, el varón estudie y la mujercita se quede en casa aprendiendo labores del hogar; dentro de casa, que la madre y las hijas atiendan al padre y a los hijos varones; que las prerrogativas sean en automático para el varón y altamente condicionadas para la mujer.
Según el nivel sociocultural, tenemos desde padres violentos al extremo, hasta los que dejan caer con sutileza frases o actitudes que indican que para él las acciones del hijo son mejores que las que hace la hija. Se descalifica, desacredita y resta valor a la mujer de un modo tan cotidiano y casual que se vuelve parte de la cultura intrafamiliar, y caldo de cultivo para violencias mayores.
Ahora bien, que sea la mujer la que narre acerca de la violencia de género, otorga a su obra un doble valor: No es el varón narrando desde fuera como un testigo casual; es ella, la mujer, narrando desde el dolor y la impotencia; desde el sistema familiar que la asfixia, o en el mejor de los casos entorpece su crecimiento personal. Esta voz narradora nos llama a salir del letargo para entender que la normalización de la violencia no es sana. Lejos de que sea el contacto con los videojuegos violentos o con las series sobre narcos, la causa última, la violencia se respira en el ambiente hogareño, en micro dosis, en forma habitual. Ahora es tiempo de ventilar las habitaciones, de abrir puertas y ventanas del conocimiento, para detectar cuáles son esas expresiones de micro violencia con las que hemos convivido desde la infancia. Quien así lo desee y pueda costearlo, que procure un apoyo profesional sanador. Otro camino maravilloso es el de la novela negra, ese género que nos ayuda a ver la realidad con otros ojos, y sanear con nuevos aires nuestro entorno."
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- Sí joven, donde trabaja Benito.
- Exactamente, Don Marcelino; desde la terracita de esa casa, se domina la vista de playa Angosta y hasta el final sobre el lado izquierdo encontré Los Olvidos mucho antes de saber que así se llamaba.
El café de olla estaba en su punto y por fortuna los jarritos eran de buen tamaño, así que seguíamos disfrutándolo muy a gusto.
- ¿Y cómo se animó usted a venir a Los Olvidos y pedir que lo dejara ver la casa?
- Esa es buena pregunta. Cuando era muy chico, nunca se me hubiera ocurrido, luego estuve internado en un colegio militar en Virginia, en Estados Unidos. Ahí me acordaba mucho de Los Olvidos sin saber ni por qué. Luego, comenzamos a venir a Acapulco otra vez y la volví a ver desde casa Ralph, la veía con otros ojos, como si cuando estuve tan lejos, la distancia se hubiera acortado; desde entonces, pensaba en venir aquí algún día. Incluso estando en el internado, me la imaginaba por dentro; la vista, el sonido del mar, sus habitantes, sus historias y ya ve, ahora las estoy leyendo. La casa me fue atrayendo cada vez más, hasta que una vez que la estaba viendo desde la sinfonía, me animé y decidí buscarla, lo cual sin conocer no es fácil, porque no está sobre la avenida sino al final de la cerradita de Explanada. Finalmente di con el callejoncito y llegue al portón que por fortuna permite ver la casa a traves de la separación que hay entre los tablones y confirmé que era la que buscaba; lo demás ya lo sabe usted.
Don Marcelino tomó su jarrito con las dos manos, y apuró dos sorbos dejando ver que lo disfrutaba mucho; tanto como yo, que también lo estaba tomando despacio para que durara lo más posible.
- Le voy a hacer una confidencia, joven Pecos, mi mujer y yo hablábamos de la forma que fuimos encontrando tantas cosas en lugares que habíamos limpiado a conciencia y que estaban totalmente vacíos. Nos preguntábamos cómo podían llegar esas cosas a habitaciones o áreas cerradas con llave. Nosotros teníamos curiosidad de saber qué podía estar escrito en las cartas, las tarjetas postales y los diarios, y sabíamos que necesariamente habría ahí buena parte de la historia de la casa y de sus dueños. La vida se queda suspendida en los retratos y también en las cosas que uno escribe, en los objetos personales, en los sitios donde se ha vivido y más, si se ha vivido intensamente.
Nunca había yo oído a Don Marcelino hablar de esa forma; siempre había yo pensado (y con razón) que era un hombre sensible e inteligente; alguien a quien no se le escapaban los detalles. Escuchándolo hablar así, disfrutaba doblemente; su conversación y el café de olla que era un perfecto acompañamiento.
- Sé que le he dicho que la casa tiene vida, pero vida impregnada de nostalgia; el verla tan hermosa pero casi totalmente vacía, descuidada y sin sus dueños hace que uno imagine sus mejores tiempos y lamente que hayan pasado de esta forma. Una vez más, siento que muchas respuestas deben estar en esas dos cajas de cartón y tal vez en otros rincones de la casa, como su baldosa, ya ve usted. Si usted se sentía atraído por Los Olvidos estando muy lejos y a pesar del tiempo transcurrido terminó llegando hasta la puerta pidiendo entrar, imagínese nosotros que viviendo aquí, percibimos la fuerza de la casa hasta imaginarla en sus tiempos de esplendor. Cuando usted vino la primera vez, mi mujer me preguntó quién era. Aun cuando nadie antes que usted había venido aquí a pedir que los dejáramos pasar para conocer la casa, siempre tuvimos la idea de que alguien llegaría alguna vez como usted llegó. La vez que yendo por el jardín encontró usted marcada la fecha de su nacimiento en una de las baldosas del caminito, le dije a mi mujer y su comentario me sorprendió sinceramente.
- ¡Ah caray!, ¿pues qué le comentó?
- Se va usted a sorprender.
- ¿Qué le dijo su señora?
- Mi señora me dijo: ¿te acuerdas que te lo dije?
Al decirme ésto, Don Marcelino me sonrió con afecto y picardía. Saboreaba mi reacción y su café de olla.
- ¿Eso le dijo nada más?
- Eso dijo para comenzar. Luego dijo que siempre había tenido curiosidad por la fecha grabada en aquella baldosa, y también me dijo que para ella, todo lo que fue guardando cuidadosamente en las dos cajas, tendría que ver con esa inscripción, y por eso cuando usted llegó pidiendo permiso para entrar, a ella lejos de sorprenderla, le pareció algo que tenía que pasar. Yo no sé quién haya grabado esa fecha ahí, pero sí puedo decirle esto: La respuesta a todas estas dudas, tiene que estar en esas cajas; todo lo que está escrito en esos diarios y en las cartas, no era para nosotros. Algunas veces llegamos a comentar que alguien tendría que leer todo eso; no podíamos imaginar que todos esos mensajes se perdieran como hojarasca al viento, o terminaran en la basura sin que las leyera quien tenía que leerlos. Joven Pecos, usted no vino aquí por curiosidad; creo que usted no sabía a qué había venido, pero sí sabía que tenía que venir; ahora puede usted descubrir por qué. ¿Puedo hacerle una pregunta, joven?
- Claro que sí, Don Marcelino.
- ¿Qué fue lo que vio en el jardín aquella vez que llegué retrasado y lo encontré en el corredor allá arriba?
- Mientras lo esperaba en el corredor, estaba recargado en la barandilla mirando hacia el palmar sin poner especial atención en nada. De pronto escuché un sonido como de pasos sobre las hojas secas que había en el jardín, y vi a una joven caminando por el palmar, llevaba un vestido blanco y el cabello largo, un poco más abajo de los hombros. En ese momento llegó usted llamándome, ¡y lo echó todo a perder!
Don Marcelino no esperaba que le dijera yo eso, y puso cara de sorpresa, sin saber cómo reaccionar.
- ¡Es broma, Don Marcelino! Lo que pasa es que al mirar nuevamente hacia el jardín, la joven ya no estaba, y yo quería haber visto su cara; sus ojos. Pero entonces usted me dijo que no había nadie más que usted y su familia y que me había yo imaginado a la chica.
- No, joven, es cierto que le dije que estábamos mi familia y yo y que no había invitados, pero no le dije que se la había usted imaginado.
Se nos había pasado el tiempo muy rápido, y Don Marcelino amablemente me dijo que tenía que hacer algunas cosas.
- ¿Va a ir al mirador a seguir revisando las cosas?
- Sí, Don Marcelino, ¿y sabe qué? Si no le importa, por ahora no me quisiera llevar las cajas; preferiría seguir leyendo los diarios y ver las fotos aquí mismo; creo que es lo mejor, aunque no sé decirle por qué.
- No hay problema, joven Pecos, ya le dije que usted puede venir todas las veces que quiera...
- Gracias, Don Marcelino, entonces nos vemos al ratito, y gracias por el café.
- Ándele joven, yo aquí voy a andar si se le ofrece algo.
En camino al mirador me detuve en el corredor para ver el palmar, el cerro de la Pinzona se veía claramente; lo fui recorriendo con la vista hasta que pude localizar la casa Ralph; al verla desde aquí, imaginé si ella alguna vez se habría detenido en este mismo punto mirando hacia allá; qué habría estado pensando; qué habría estado sintiendo…"
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