Negarse a morir

Algún día, cuando con serenidad se escriba la historia de este periodo de nuestro tiempo, el papel de la vida cultural deberá ser reivindicado; la manera en que los creadores, las editoriales, las asociaciones y frentes de...

28 de julio, 2020

Algún día, cuando con serenidad se escriba la historia de este periodo de nuestro tiempo, el papel de la vida cultural deberá ser reivindicado; la manera en que los creadores, las editoriales, las asociaciones y frentes de autores, compositores y actores dieron la batalla en todo momento para sobrevivir y mantener la salud mental de la población; de la manera, diría que heroica, en que se procuraron el sustento haciendo lo que sabían hacer y la manera en que se entregaron a un público que necesitaba, no solo noticias e información, sino también imaginación y creatividad.

En 1961, John Kennedy visitó Francia en compañía de su mujer. El éxito de la primera dama fue tal que en la cena de Estado que ofreció De Gaulle, el presidente de Estados Unidos dijo ser “el hombre que acompaña a Jacqueline Kennedy a París y lo he disfrutado”. De esa visita corren muchas anécdotas, por ejemplo, cuando el presidente de Francia conoció a la heredera Bouvier, ella le dijo “mi abuelo era francés”, a lo que De Gaulle respondió “qué coincidencia, el mío también”. El hecho es que la primera dama sirvió de puente y allanó muchos de los problemas que rodeaban aquella visita. Al año siguiente, André Malraux correspondió la visita de los Kennedy y se hospedó en la Casa Blanca, de aquella visita resultó el compromiso para que ese mismo año la Mona Lisa fuera exhibida en Washington y Nueva York. Al conocerse la noticia en Francia, ardió el museo de Louvre, protestaron los conservadores, algunos escritores y la respuesta del presidente francés fue tajante: “Malraux sabe lo que hace y lo hace bien”. Aquella fue la primera salida de la pintura fuera de Francia y resultó no solo un éxito, sino el ícono de la cooperación cultural como forma de diálogo entre las naciones y fuente de entendimiento.

Nuestros creadores han tratado de hacerlo de este modo, saben lo que hacen y lo hacen bien, se han organizado y han creado fondos, no lo suficientemente nutridos como quisiéramos, para hacer frente a la situación económica de los que viven no solo del aplauso del público. Nos hemos ido habituando a las conferencias, cursos, exhibiciones y conciertos en línea. Algunas editoriales han muerto en la batalla, como muchas librerías, pero otras se las han ingeniado emitiendo bonos para compras adelantadas o han recurrido a la solidaridad de sus lectores y, en efecto, hemos descubierto que entre todos los miembros del circuito comercial de la cultura existe ese lazo oculto de solidaridad de quienes saben que la cultura no es solo un elemento importante de la vida económica de nuestra sociedad, sino también una manera de mantener la salud de nuestros espíritus y nuestras mentes. Hemos hecho cuanto hemos podido y vamos a sobrevivir porque no hay posibilidad de no hacerlo.

Porque el Estado tiene otras prioridades, hace algunos meses, al inicio de la administración, escribí que el gobierno estaba perdiendo una enorme oportunidad al no comprender la función de una Secretaría de Cultura y dedicarla solo a la organización de eventos y a cumplir funciones de exhibición. Los apoyos fueron cayendo aun antes de la pandemia, pero sobre todo, la función del liderazgo se difuminó porque no puede mantenerse sin un flujo, no generoso sino inteligente de recursos. Sigo pensando que la Secretaría de Cultura puede cumplir las funciones de ordenamiento del discurso público, de la narrativa del Estado en su diálogo con la sociedad, ser la moderadora de las libertades de expresión y creación; ser cauce y liderazgo por decirlo de alguna manera.

No nos cuesta trabajo identificar el movimiento cultural del cardenismo, o el del alemanismo; vaya, las exquisitas crónicas de Salvador Novo, aunque no pueden negar su carácter oficialista, se identifican por sexenios y nos dan una idea de un movimiento cultural nacional identificado con la tendencia de cada régimen, pero ahora nos estamos quedando sin ese elemento porque la primera función de la comunidad cultural ha sido y parece que seguirá siéndolo por algún tiempo más: sobrevivir. Hoy tenemos que preocuparnos no solo porque quienes participamos del ciclo cultural tengamos algo que llevar a las mesas de nuestros hogares, sino también por la sobrevivencia de nuestras instituciones culturales, INBA e INAH, por ejemplo, porque descapitalizarlas y dejarlas en la penuria repercute en la redistribución de la riqueza, alienta la desigualdad. La cultura es uno de los elementos que inciden con mayor potencia en la disminución de las brechas de desigualdad en las sociedades, alienta la educación y la conciencia crítica, fomenta la creatividad y alienta la seguridad y el crecimiento.  Pero hay más, mucho más, es cierto que no solo de pan vive el hombre y una de las crisis que enfrentamos y que causa división estimula el encono, es la falta de una narrativa clara de lo que somos y del camino que queremos recorrer.

El hecho es que el discurso se va formando; es un discurso polifónico, multicoral, donde se oyen muchos y de los más distintos orígenes, eso es bueno y más que nada, es imposible de refrenar, pero tal vez el impulso privado no baste, tal vez muchos más caigan en el intento; sé que seguiremos teniendo intensa vida cultural a través de la organización y la actividad de los creadores. Lo que me pregunto es entonces, cuando se haga el gran recuento, qué clase de crónica tendremos de estos días, de una sociedad que hizo lo que pudo por expresarse pero que tuvo que hacerse eco a solas; de un gobierno que dejó pasar una oportunidad dorada de consenso y empuje; pero sobre todo, un tiempo atomizado, desperdigado en que todos nos tuvimos que salvar el pellejo y la voz para quedarnos, al final del día, pensando que las cosas pudieron ser de otra manera.

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