Miriam Makeba nació el 4 de marzo de 1932 en un barrio marginal en la periferia de Johannesburg. Sudáfrica aún no existía ni el apartheid tampoco; todavía colonia británica, la Unión Sudafricana había recibido importantes libertades constitucionales desde Londres en materia de asuntos nativos. Apenas un año antes de su nacimiento, comenzaron a tomar forma algunas prácticas históricas desde las cuales, los blancos organizaron la explotación del área a finales del siglo XIX. Los tratos inhumanos, la ausencia de derechos políticos de cualquier naturaleza, las prácticas de segregación racial que incluían asuntos tan básicos como los lugares donde los negros podían vivir, comer o trabajar, eran entonces parte de la vida cotidiana en el mundo en que nació Makeba. Dichas prácticas tomarían forma en un sistema de dominación y explotación llamado apartheid y que se consolidó como estatuto constitucional en 1948 bajo el gobierno del Primer Ministro Daniel Malan y que afectó a tres cuartas partes de la población.
Miriam nació en el seno de una familia con férreas raíces en su entorno tribal. Su padre, miembro de la tribu Xhosa, llevó a su madre a vivir a los suburbios, una forma de buscar circunstancias menos difíciles que en las zonas rurales donde el hambre atacaba con más rabia. Era maestro de escuela y eligió el poblado de Prospect Township por su proximidad a Johannesburg, se trataba de un asentamiento sin electricidad ni agua potable. El padre de Miriam podía ir a la ciudad solo en un autobús autorizado que salía del barrio cada mañana y volver en él antes de que cayera la noche. La madre solía partir con él cada día, en la urbe trabajaba como empleada doméstica. Caswell y Christina, como todos los miembros de sus tribus se habían casado muy jóvenes y como todos también tanto formaban una pequeña familia como una diminuta célula de trabajo en lucha contra la miseria.
Christina fue siempre la persona más cercana a Miriam y le enseñó la disciplina y la fuerza para oponerse a la opresión y a la desdicha de las circunstancias. Poco antes de que naciera Uzenzile Makega Qgwaska Ngiovama, Miriam por nombre cristiano –Zensi por mote familiar–, su madre tuvo la peregrina idea de aumentar sus ingresos mediante la fabricación de cerveza artesanal en su propia casa y vender la bebida a los vecinos, con ello desafiaba la doble prohibición que impedía a los africanos poseer sus propias industrias y la de producir bebidas alcohólicas para venta o consumo personal; así, Miriam conoció la prisión a los 18 días de nacida y pasó en ella los primeros seis meses de su existencia. Cuando salieron de prisión, Castell decidió trasladar a la familia, aunque las condiciones no mejoraron mucho. El cambio al norte del Transvaal representaba una mejor oportunidad de trabajo –el padre entró como ayuda contable en la compañía Schell– y un ambiente menos opresivo. Como sucedían muchos de los hombres de su generación y su circunstancia, el padre de Miriam murió muy joven y Nomkomendelo – nombre tradicional de la madre – tuvo que hacerse cargo de la familia.
La joven madre fue la fuente de la que Zensi bebió la vida, el talento y el espíritu de sus antiquísimos orígenes. Nomkomendelo era una curandera y consejera tradicional respetada, conocedora los rituales y sabiduría tradicional de su pueblo y también de su música; de ella escuchó decir que la música encerraba cierto tipo de magia y Miriam lo tomó como su mantra personal. Para Christina, que reunía en su persona todas las vulnerabilidades de su país y su tiempo (ser africana, mujer y viuda), la carga familiar resultó demasiado pesada y dispersó a sus hijos para aumentar las posibilidades de sobrevivencia. Zensi fue enviada a vivir con su abuela a Riverside, en las afueras de Pretoria, donde pudo ingresar a una escuela Metodista de oficios, lo adecuado para alguien que a los quince años ya debía aprender a ganarse la vida; sin embargo, más que aprender un oficio, la escuela le permitió descubrir su vocación y su lenguaje vital. Al ingresar al coro de la institución supo que no podría hacer otra cosa el resto de su vida.
En abril de 1947, el rey Jorge VI visitó sus dominios en la Unión Sudafricana, fue el último monarca británico que lo hizo, la minoría blanca se inclinaría años después por el sistema republicano. Iban acompañándolo la princesa consorte y la joven Isabel, la única que volvería al país en 1995, cuando Sudáfrica ya era independiente y el apartheid ya había sido derrotado y el Estado readmitido en la comunidad británica de naciones. Aquel día de la primavera boreal, un pequeño coro de niñas se había organizado para cantar al Rey “What a sad life for a black man”, un viejo canto espiritual de las comunidades africanas del Imperio. Las niñas, entre las que se encontraba Makeba, esperaron durante horas el paso del Rey que se suponía debía detenerse para escuchar la canción. Unas horas antes del paso de la comitiva real se desató un feroz aguacero, el coro se negó a dispersarse y bajo la lluvia siguió aguardando; se prepararon cuando se notó que el auto real se aproximaba y no pudieron entonar una sola nota porque el vehículo siguió de frente sin notar su presencia. Desde luego, para Zensi, se trató de un desprecio y una ofensa que no pudo olvidar jamás; al mismo tiempo, el recuerdo de los ensayos, la satisfacción de escucharse en el entorno de otras voces, le descubrieron la magia de la música.
Desde luego, a cualquier niña del mundo cantar y hacerlo para un monarca resulta cosa de magia; sin embargo, la dictadura, el genocidio y la exclusión tienen efectos devastadores en quien los sufre, efectos perversos e inusitados que en la infancia suelen ser todavía más devastadores. El diario de Zlata Filipovic, sobreviviente de la guerra en Sarajevo, por ejemplo, demuestra que los niños, sometidos a niveles de extrema violencia, pierden su capacidad de fantasear. La fantasía es el escape de la realidad hacia un mundo alterno que puede ser dominado y que reporta bienestar a quien lo ejerce. Los niños en situaciones como las que entonces pesaban sobre Miriam Makeba, no pierden de vista el lugar donde están y los riesgos que corren, pero, como todo ser humano de cualquier edad, conservan su poder de ensoñación. El episodio del rey que no percibe la presencia del coro, le confirmó que no podía abstraerse de la realidad en que vivía: la de la exclusión, la violencia y la muerte prematura. Makeba, cuando cantaba no huía de la realidad, pero se transfiguraba, era su Monte Tabor. Ahí, en el canto se reconstruía, era dueña de sí misma, de su voz y de los minutos en los que no había nada más que la canción en medio de la amenaza continua.
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