En el cuaternario, antes del terremoto de 85, cuando toda la literatura era nueva y no había movimientos literarios, géneros y esas minucias, sino solo letras, muchas, por leer, gané un concurso de oratoria, tenía 10 años. Entre los premios había un libro pequeño que podía haber pasado desapercibido entre los otros más fastuosos, con ilustraciones y empastados, que sin duda le robaban cámara; se trataba de un pequeño libro, sencillo, editado en rústica con una portada dibujada con no mucho arte: era una pequeña novela llamada El viejo y el mar. Hasta entonces mis lecturas habían sido inocentes, si se quiere, pero aquel pequeño volumen me enviaría a mi primer encuentro con la literatura de verdad. No recuerdo sino algunos títulos y de lo que decían nada, pero no puedo olvidar cómo, a la vuelta de tres párrafos, Hemingway decía “todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos…”. De alguna manera, había sellado mi pacto con la lectura.
A lo largo de los años, los encuentros con Hemingway se fueron acumulando. Se aparecía como una leyenda que me invitaba a la plaza de toros, que se encontraba en los momentos de la Guerra Civil Española del lado republicano que encarnaba y, aún lo hace para mí, los valores más altos por los que valía la pena batirse, y en medio de todos eso, del hombre que pescaba, cazaba -con todo y que la cacería nunca me ha gustado-, escribía con una sencillez y una pureza que solo podía provenir de un trabajo arduo, constante y de una vocación bien domada y mejor disciplinada. Hemingway se volvió pronto en una especie de dios literario que todavía está en mi devocionario.
Hace unos días terminé la lectura de Adiós Hemingway de Leonardo Padura. Desde luego, me encontré lo que, como lector, buscaba: su historia emocionante y bien contada, sus giros inesperados pero verosímiles, su gruesa raigambre histórica y su absoluto dominio de los personajes. Pero había algo en el libro que no me cuadraba. Párrafos después, concluí que era más bien un reclamo sobre mi propia relación con Hemingway lo que estaba clamando por una aclaración. En la novela, un admirador se decepciona por los reveses en la vida de su ídolo literario, que lo llevan a una especie de rencor profundo. Es cierto, Hemingway para muchos no era del todo trigo limpio: demasiadas deslealtades, enfrentamientos, muchos lados obscuros; pero todo ello al servicio de una vocación que había dado resultados inefables. Lo que admiro en el autor de Por quien doblan las campanas no es su ética ni su moralidad, pero sí su entrega a la vida, esa necesidad de vivir hasta el fondo, a tope como se diría y todo para nutrir la tinta de su máquina de escribir y con ello dejar un legado universal. Su vida atormentada que se acaba cuando ya no puede seguir escribiendo es la acumulación de sus consecuencias, pero son sus consecuencias y las asume como siempre lo hizo, con valor y con entereza.
Todo habría parado ahí si no hubiera coincidido con el alud de noticias sobre reformas y contrarreformas, precandidatos, independientes, falsos independientes, cachirules y toda la zoología electoral que ya amenazan con ofrecernos sus más suculentas viandas. Entonces me quedé pensando qué es lo que queremos o qué es lo que necesitamos para la próxima elección, todavía lejana pero cada vez más presente, cuál sería nuestro criterio para votar. Se me vino a la mente la imagen de un candidato a lo Hemingway, digamos, un candidato que no tenga que brillar por su impoluta y caballeresca imagen, sino por su vocación, alguien para quien la política y el liderazgo dieran sentido a su vida y estuviera dispuesto a sacrificar mucho, pero mucho, en el logro de ese empeño.
En la raíz de la decepción de los ciudadanos respecto de la democracia y de los partidos políticos está la falta de vocación de nuestra clase política que se acostumbró, a lo largo de décadas -no solo de hegemonía sino también de transición- a un espacio de comodidad en la que valía la pena apostar algo, pero no todo, no dejarse la vida en el servicio, sino servirse de las vidas ajenas. Pienso así, que un modelo de servidor público se explica por su capacidad de entregarse a la tarea que ha buscado y que se le ha encomendado; que su vida profesional se encuentre llena de episodios de ese servicio por los demás. No me atrevería a señalar a alguno, si los partidos o los independientes tienen a alguien así, son ellos quienes deben señalarlos. Lo que necesitamos no es un santo sonriente que nos jure pureza, sino un líder competente que esté dispuesto a jugársela con sus ciudadanos.
Había sido un ingrato con Hemingway: nunca había escrito nada sobre él. Hoy me pongo al día y lanzo el guante por si en medio de nuestros humanos errores, los ciudadanos podemos encontrar no en quién creer, sino con quién contar.
@cbch70
CARTAS A TORA 370
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