Marilyn Monroe: leer contra el prejuicio

Quien prejuzga se equivoca, pero, además, es injusto. El error se relaciona con la inexactitud intelectual, con el defecto en el raciocinio o en la percepción, pero no necesariamente con la moralidad. Por otra parte, el prejuicio...

6 de octubre, 2020

Quien prejuzga se equivoca, pero, además, es injusto. El error se relaciona con la inexactitud intelectual, con el defecto en el raciocinio o en la percepción, pero no necesariamente con la moralidad. Por otra parte, el prejuicio es una lesión que impacta tanto en el aspecto intelectual, en términos de acierto o error, como en el sentimiento de justicia en términos de bondad, humanidad y compasión. Quien prejuzga no solo se equivoca sino que, además, condena. El aspecto más áspero de la condena, por otro lado, es que por definición y por naturaleza, siempre se expresa en una sentencia dotada de consecuencias. Quien prejuzga se equivoca, condena y sobre todo es cruel e inhumano.

Eternamente joven, con el teléfono en la mano para una llamada perpetua que no pudo terminar o que tal vez nunca comenzó, Marilyn sería así siempre marinero en tierra, demasiado joven como para estar triste y, sin embargo, sufriendo, como los árboles que imaginó.

En 2014, Chistie’s, la famosa casa de subastas, ofreció al público la biblioteca de Marilyn Monroe. Ya desde meses atrás, el proceso de catalogación de los más de 400 volúmenes de la colección había despertado el interés más allá de sus admiradores habituales. Aquella mujer que había posado desnuda para Playboy entre vaporosas sábanas de satín, era la misma que había sido fotografiada en muchas ocasiones, durante los descansos de las filmaciones, leyendo a Proust y a Dostoyevski. El prejuicio mata y lo hace con mayor contundencia que la violencia física o la enfermedad, pues es una condena que no concede segunda instancia ni recurso de casación o alzada. A Marilyn se le juzgó en vida y se le sentenció para siempre a ser la “rubia tonta”, fútil y frívola, el objeto sexual por excelencia.

Es verdad que, so pretexto de la subasta, nadie pretendió convertir a la bomba rubia en una intelectual incomprendida, ni siquiera cuando Seix Barral, en una hermosa y bien cuidada edición facsimilar, dio a conocer en Fragmentos sus poemas, ideas, material gráfico y reflexiones, desligadas en el tiempo pero unidas en la tristeza y el silencio. Entre aquellos pequeños textos, muchos clamaban por la esperanza. En cambio, en muchos ambientes se experimentó una renovada curiosidad no solo respecto a las lecturas y temas intelectuales de quien se suponía no tenía ninguno, sino también por sus nexos con los creadores de la alta cultura de su tiempo e incluso con científicos. Todo ello envuelto en un sentimiento de injusticia e incomprensión respecto de una parte luminosa en la personalidad de quien solo teníamos como objeto de deseo y fuente de escándalos.

Si es cierto, como señala el lugar común, que una biblioteca representa una radiografía íntima de su propietario, la de Monroe señala un espíritu complejo y una personalidad multifacética. Algunos de sus libros son auténticas joyas, poco comunes en bibliotecas más sencillas, como un ejemplar del De humanis corporis fabrica de Andrea Vesalius, y otros son obras de gran aliento y profundo sentido cultural. Constan en su inventario los volúmenes del Cuarteto de Alejandría de Durrell; temas de análisis muy serio sobre las preocupaciones que entonces reinaban en el debate intelectual como Minister of death: The Adolf Eichman Story del juez Quentin Reynolds —famoso por su célebre libro de memorias “Sala de jurados”—. También contenía una pequeña pero muy selecta sección de literatura rusa que apreciaba especialmente por su sentido espiritual: Ana Karenina de Tolstoi y Humo de Tuergeneiev, y muy próximos al centro de su corazón, los libros de Dostoievsky: La casa de los muertos, Crimen y castigo y uno de sus libros más queridos: Los hermanos Karamazov, del que siempre acarició la idea de encarnar a Grushenka, sueño que nunca le fue posible cumplir. 

Sobre la incomprensión que reinó en torno a Marilyn, destaca el hecho de que John Edgar Hoover, el emblemático director del FBI, sospechara de ella, no solo por su relación sentimental con los hermanos Kennedy, sino también por su colección de escritos políticos en torno a la izquierda estadounidense, y su relación cercanísima con Sinatra y Elia Kazan (este último tuvo que comparecer frente a la comisión inquisitorial de McCarthy con el resultado ominoso de la delación del director de cine contra sus colegas y amigos). Para Hoover, Marilyn era comunista y sus películas estaban financiadas por sus correligionarios. Sus sospechas —que en el caso del padre de la CIA y del FBI eran sentencias por sí mismas— se vieron acrecentadas con la visita de la actriz a México en la que, según él, se habrían verificado reuniones con distintos grupos comunistas. La complicada relación de la actriz con los Kennedy, la patológica obsesión del expresidente John F, Kennedy con las mujeres y las sospechas de Hoover son algunas de las razones que han inspirado las teorías que ven la muerte de Marilyn más como un homicidio de Estado que como un suicidio. 

Amigos, amantes, sueños, ídolos y fuentes de paz fueron los libros y los autores que Monroe conservó en su biblioteca. Ahí están Adiós a las armas y El sol también amanece, ambas de Hemingway; ahí está Suave es la noche de Fitzgerald; leídos y releídos los ejercicios espirituales de Loyola y La última tentación de Cristo de Kazantzakis; muestras de su vida cotidiana como The new joy of cooking de Inna S. Rombauer, que conserva manchas de aceite, harina y tomate, que muestra insistentes marcas en sus recetas favoritas y hasta una lista de compra de puño y letra de la cocinera aficionada; muestras de cariño indelebles como The flore in drama and Glamour de Stark Young dedicado por Lee Strasberg en la navidad de 1955; un ejemplar de Mujer dedicado por la autora Lina Roland; la Torah que le dedicó Paula, la hija de su querido maestro en 1956; sus textos de estudio que la fueron convirtiendo en la actriz que un día llegó a ser, como el triple volumen de O’Neill que contenía Anna Christie, The Emperor Jones y The Hairy ape, de los que en 1956 Marilyn dio vida al personaje de Anna bajo el magisterio de Strasberg; el ejemplar de Born Yesterday de Garson Kanin con el que preparó su audición para la versión cinematográfica que, sin embargo, perdió frente a Jully Holliday; incluso el que la acompañaba al momento de su muerte, su última lectura: Dr. Newmann, M.D. de Leo Rosten.

Marilyn disfrutaba que la fotografiaran mientras leía. Muchas de esas constancias gráficas son imágenes espontáneas y a diferencia de las que, en efecto, fueron planeadas, se alejan del glamour y dejan ver a una mujer absorta, gozosa de aprender y exhibiendo una coquetería inocente y congénita: imágenes de Marilyn tendida en su sofá estudiando el método; leyendo los libros de Miller apoyada en las librerías de su marido; en la cama con la mirada fija en Leaves of Grass de Withman; leyendo a Joyce o a Proust en los descansos de una filmación; una curiosísima de ella, arrodillada, casi como un gato, leyendo un libro que yace en el suelo; en traje de baño leyendo sonriente a la orilla de una piscina; y acaso la más hermosa de todas: ella, apenas maquillada, con el cabello corto despeinado, con su mirada absorta casi mística, en un traje de baño cómodo pero no provocativo, sentada en un desvencijado juego infantil, y leyendo Ulises de James Joyce (esa es la imagen que más quiero de esa mujer prodigiosa).

Hoy, cuando el tiempo ha pasado, cuando las décadas se han acumulado y las evidencias han destruido el prejuicio dejando ver no a una intelectual ni a la rubia tonta, sino a un ser humano complejo, rico y esperanzado, no dejo de pensar en que nuestro prejuicio es un error que engendra condena y crueldad. No lo sé, tal vez, en realidad, “los caballeros las prefieren rubias”.

 

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