Lupe Vélez y la identidad mexicana en Estados Unidos

La belleza es subversiva, no todos los objetos de deseo lo son; se puede desear mucho algo por lo que no se está dispuesto a jugarse la vida. Hay valores, cosas y actitudes que se pueden desear,...

11 de agosto, 2020

La belleza es subversiva, no todos los objetos de deseo lo son; se puede desear mucho algo por lo que no se está dispuesto a jugarse la vida. Hay valores, cosas y actitudes que se pueden desear, pero que no necesariamente someten a quien los anhela. En cambio, la belleza es subversiva porque su vocación es el sometimiento de todo cuanto le rodea, incluso del sujeto que la detente. Desde luego, no me refiero a la belleza en abstracto, menos aún al ideal de proporción y armonía que constituye la idea central de un concepto que es, sobre todo, intelectual. Me refiero más bien a aquella belleza a la que podemos aplicar el mismo principio que San Agustín utilizaba para el tiempo, es decir, pienso en aquella belleza que puedo identificar sin reflexionar pero ante la que enmudezco si alguien pretende que la defina. Se trata, pues, de aquella belleza que causó una guerra de la cual seguimos hablando más de tres mil años después de consumada, de la que permite al poeta crear una cosmología que suele confundir la canónica y sigue inspirando a Occidente. Es la belleza que enloquece al que la pretende y que lo lleva a arriesgar el poder, a apostar imperios y hasta a perder la vida. Añadamos un corolario: la belleza es subversiva cuando se desea y es inalcanzable.

La capacidad subversiva de la belleza está inscrita en su más profunda naturaleza. En sentido ideal, parece que la belleza se colma en su contemplación, en términos reales no basta. En la conquista de la belleza, de aquella que se completa en la posesión y el dominio, el sujeto embelesado puede recurrir a cualquier actitud o hecho que en condiciones habituales sería inconcebible. En el fondo, este fenómeno sucede porque la belleza exige, para existir, sumisión y adoración sin las cuales se extingue porque lo bello sucede en el objeto, pero también en el sujeto que la vive –o la sufre – y en el que la anhela. Ninguna sumisión es más terrible ni más totalitaria que la que  impone la belleza, por eso, es subversiva.

El temor a perderla es mucho más imperioso que el miedo a no alcanzarla, de ahí que los seres humanos realicemos tantas locuras en su búsqueda y en su conservación, y también que la amenaza de perderla se salde con la pérdida de cuanto se posee, incluida la vida. No hay mayor belleza que la que se impone de tal manera que transforma su entorno, modifica modelos de comportamiento y subsiste, como leyenda más allá de la muerte de quienes se han supuesto sus protagonistas.

Dista más de siete décadas que Lupe Vélez decidió quitarse la vida; siete décadas en las que la subversión de su belleza comenzó en la revolución de la estética en el cine norteamericano y con ello, en el mundo; siete décadas combativas que hicieron posible a Jennifer López, a Salma Hayek y también a Katy Jurado y a Carmen Miranda. Hacen ya muchos años que una pequeña potosina llegó a Hollywood armada con una belleza imponente a la que convirtió en su fuente de poder y vocabulario de su diálogo.

Pensar en Lupe como nuestra primera estrella en el cine mundial es limitarla, o creer que su memoria se debe a su éxito o a su dramático final es mutilarla. A Vélez hay que aproximarse no sin precauciones porque estamos frente a una mujer que supo convertirse en mito y que pudo apropiarse de los deseos –los más sublimes y los más oprobiosos– de hombres y mujeres. Tal vez sea ese el motivo por el que nuestra memoria colectiva ha preferido relegarla frente a otros modelos más fáciles de digerir –aunque no menos gigantescos como Dolores del Río o María Félix– porque más allá de su triunfo arrollador, Lupe Vélez es la identidad de una mexicanidad libre de sus ataduras tradicionales, aunque no de sus contradicciones íntimas, porque vemos en ella a una actriz de enormes dimensiones pero aún más a la mexicana altiva, de belleza agresiva, casi violenta, pero capaz de someter al puritanismo y a la doble moral de su época con el poder de su belleza y su dominio del deseo; ella, Lupe, capaz de quitarle lo pirata a Errol Flynn. Kirk Silabee cuenta que en 1937 Flynn y Vélez mantuvieron un romance que más parecía una guerra que un momento íntimo, sus encuentros se llevaron a cabo en “The Garden of Allah”, hotel del Sunset Bulevar y meca de quienes buscaban discreción y libertad absolutas para sus gustos y pasiones si su bolsillo podía pagarlo pero, sobre todo, si su nombre era suficiente para ser admitido. Flynn reveló cómo estaba sometido a la fuerza de Lupe que lo inició en la práctica de untar su glande con cocaína para prolongar el placer y de hecho, el pirata al que amaron todos los niños de su época no pudo renunciar a esa droga sino hasta su muerte en 1959. 

Esa era Lupe Vélez, la mujer que pagaba por su libertad y era implacable con sus deudores; la amante que dejaba huellas profundas en sus hombres y que enseñaba a las mujeres mexicanas que se atrevían a emigrar a Estados Unidos cómo cualquiera de ellas podía comerse al mundo. Desde luego, una cultura afectada por el racismo y patriarcal por definición no podía, sin dificultad, avenirse con una mujer como Lupe, así que tuvo que lidiar con los más variados ataques contra su personalidad, el ejercicio de su libertad y el cuidado de su identidad; ataques que venían, sin distinción, de ambos lados de la frontera y que se prolongaron más allá de su muerte.

No hay grupo humano que no esté precedido por la identidad; antes de ella solo hay un agregado humano con origen y características similares, pero no es sino hasta el momento en que los rasgos distintivos se asumen como parte esencial de la personalidad que el grupo se encuentra consigo mismo, esto es, como uno diferente en el entorno respecto al otro, obligado a perpetuarse y con el derecho a mantener las prácticas y valores que le permitan evitar la asimilación y continuar siendo él mismo en el futuro. Vélez es un elemento importante en la formación de esa identidad y lo sigue siendo en nuestros días. Su fidelidad a la práctica católica, incluido el culto a la Guadalupana; la persistencia en el uso del idioma español y a la comida tradicional, envuelven el desarrollo de su vida y de su memoria. La fortaleza de su raigambre mexicana y la imposición de su estilo de vida y visión del mundo en sus relaciones amorosas y maritales con hombres de otras culturas fueron elementos que se integraron al  imaginario de las mujeres que emigraban a Estados Unidos no pocas veces solas y sin otro aval que su propia voluntad y fuerza. Una buena parte de la idea de la mujer migrante como insumisa y liberada de los prejuicios de la mexicanidad, pero respetuosa de sus tradiciones que operan como señas de identidad oponibles al entorno general, tienen mucho que ver con el legado de Lupe Vélez.

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