Los Olvidos | Parte 21

Conocí a Antonio Castillo, el famoso platero de Taxco, cuando viajé a Acapulco en bicicleta la primera vez en 1967. En aquella ocasión venía yo bajando en bicicleta de Taxco a Iguala y vi una casa con...

20 de enero, 2021 los olvidos

Conocí a Antonio Castillo, el famoso platero de Taxco, cuando viajé a Acapulco en bicicleta la primera vez en 1967. En aquella ocasión venía yo bajando en bicicleta de Taxco a Iguala y vi una casa con la fachada cubierta por completo  de máscaras guerrerenses.

Me detuve y llamé a la puerta para pedir un vaso de agua. Entonces salió el amable dueño de la propiedad.

Pásale hijo, ¿desde dónde vienes?

Vengo de Taxco, pero hace cinco días que salí de México.

¿Vienes desde  México pedaleando?

Sí señor.

No la amueles, no me digas señor, dime Antonio o Toño y háblame de tú.

Está bien Antonio, gracias.

Pásale a descansar tantito chamaco.

La casa era típicamente mexicana, como las casas de Taxco, pero mucho más bonita, con grandes ventanales hacia un jardín que era atravesado por el río Tecalpulco; la chimenea de la sala fue diseñada por Diego Rivera que era su amigo.  El mobiliario era cómodo y bonito. Los sofás de la sala te abrazaban como para quitarte las ganas de levantarte.

En el extremo del jardín caía un velo de novia sobre un muro inclinado de pura piedra rodada, que se veía hermosísimo. Estábamos tomando un vaso de agua bien fría cuando bajó su esposa, una señora americana muy guapa que hablaba con un poco de acento.

Mira, Linda,  te presento a…

Julio, señora. 

¡Viene desde México en bicicleta y va hasta Acapulco! ¿Lo puedes creer?

¿Y no es muy peligroso?

Hasta ahorita no, gracias a Dios.

¿No te avientan los camiones o los coches?

No, al contrario, me hacen lugar y se alejan lo más que pueden para no correr riesgos.

¿Y vas tú solo?

Sí, pero un amigo que trabaja en la casa, me alcanza con la camioneta de mi mamá. En Cuernavaca nos quedamos en casa de unos amigos; en Taxco nos hospedamos en el hotel Victoria.

¿Y ahorita hasta dónde vas?

Nada más hasta Zumpango, porque luego hay una subida muy larga a Chilpancingo y no creo poder subirla estando ya cansado. Mi amigo Ramiro se va adelantando para ayudarme si ya no puedo. Me va a esperar en Iguala para checar que voy bien, y luego en Mezcala. Es la primera vez que lo hago.

Después de tomarme dos vasos de agua, me despedí de Antonio y de su esposa  porque no quería cruzar el  cañón del Zopilote en pleno calor.

Desde aquella vez,  siempre que pasaba yo por Tecalpulco me detenía a saludar a Antonio. Ahora estaba yo de nuevo frente a su puerta, pero de regreso  hacia México y manejando mi coche.

¡Qué milagro Pecos, qué gusto verte!

A mí también me da gusto.

¿Vienes de volada o me acompañas a tomarme un tequilita?

Tengo tiempo, pero nada más un tequila porque vengo manejando.

Pasamos a la sala y como siempre me asomé  al jardín a ver el velo de novia.

¿Qué me cuentas Pequitos?

Uy, Toño,  un montón de cosas. Fíjate que hace pocas semanas conocí una casa en Acapulco a la que siempre había querido entrar. Lo que pasa es que no me había atrevido a pedir que me dejaran verla, porque no es común que la gente toque tu timbre para que la dejes entrar a ver dónde vives, ¿o sí?

Antonio me dijo que en su casa le pedían permiso para pasar a verla muchas gentes que nada más pasaban por el camino viejo de Acapulco.

Cuando ven las máscaras colgadas y que la propiedad es grande, algunos creen que es hotel, y otros nada más se animan a decirme que está muy bonita y que si la pueden ver, y yo,  siempre les digo que pasen; casi siempre les enseño el taller de orfebrería  al fondo del terreno.

Como yo comprenderé, ¿verdad?

Así es. ¿Y qué casa es esa que te tiene tan entusiasmado?

Es una casa por el rumbo de la Quebrada; de hecho está en el extremo de una saliente que forma la entrada de la playa Angosta. Se llama Los Olvidos.

¡No me digas! Con razón te gusta.

¿La conoces?

¡Por supuesto! ¿No ves que soy platero?

Emmanuell  Claymon era mi proveedor de plata; iba yo seguido a verlo en Zacatecas para encargarle envíos; fuimos amigos muchos años.

No se me había ocurrido Toño, no me imaginaba, pero ya que lo dices, me cae el veinte.

¿Sabes de quién era muy buen cuate?

¿De quién?

De William Spratling que tenía su taller aquí cerquita en Taxco el Viejo, al que también le surtía plata. Muchas veces cuando venía a verme, nos juntábamos con Billy  y nos íbamos al Victoria  donde completábamos la chorcha con Charles Nibbi en “el Ranchito” que era la cantina del Rancho Taxco.

¿Tú conociste  Los Olvidos,  Toño?

¡Por supuesto!, es un lugar bellísimo. Con razón te gusta. Yo le regalé una vajilla para doce personas,  de cerámica con incrustaciones de plata cuando  inauguró su casa.

Estaba yo súper entusiasmado: no podía creer mi buena suerte.

En cuestión de pocas semanas, había yo ido descubriendo que mucha gente que yo conocía, había tratado con el señor Claymon,  su esposa Jeri y con Matilda.

La esposa de Toño nos preparó una botana, trajo una botella de tequila y un par de cartuchos.

Tú siempre  te quedas en el Victoria, ¿verdad Pequitos?

Si Toño.  ¿Por qué?

¿Te has fijado que en la recepción sobre el mostrador hay un montón de fotografías de huéspedes famosos y no tan famosos?

Sí, Toño, me he fijado, las tienen todas juntas en desorden  bajo el vidrio del mostrador.

Pues ahora que vayas,  busca una en la que estoy yo con Billy Spratling,  Charles Nibbi,  Ethel Smith (que era huésped habitual de la habitación 25), Emmanuell Claymon  y Miguel Peón al que también conoces. A Claymon lo puedes reconocer porque es el más alto del grupo y el más güero; además  será  el  único que no conoces.

De verdad, Antonio, me parece increíble que conozcas Los Olvidos y que hayas sido amigo  del señor Claymon.

Ya ves, hijito, el mundo es un pañuelo, por eso hay que portarse bien.

Oye, Toño, y ¿el  señor Claymon venía solo?

¿Por qué me preguntas?

Por curioso nada más.

Normalmente venía solo, pero  algunas  veces lo acompañaban su esposa y su hijita.

¿Matilda?

¿Y tú como sabes el  nombre de su hija?

Me lo dijo Doña Rosita Salas que es la dueña del hotel El Faro que está junto al Mirador en la Quebrada.

Ahora sí me hiciste reír escuincle –me respondió Antonio soltando una carcajada–, casualmente  yo me hospedaba en El Faro cuando iba a Acapulco a dejar mis chunches que se vendían en la platería que estaba en El Mirador. Rosita Salas es mi cuatísima desde hace mucho tiempo; la quiero muchísimo. 

Ya somos dos. La conozco desde hace como cuatro o cinco años, pero también le tengo mucho cariño.

Muchos objetos de mi taller se los regalé a Emmanuell para Los Olvidos; naturalmente que no todos se los regalaba, pero me daba mucho gusto porque los apreciaba y los  tenía por toda la casa. A Jeri, su esposa, le regalé una vez un espejo ovalado enmarcado en plata, con el tallo largo con su nombre grabado.

¿Qué edad tenía su hija cuando venían con él a Taxco?

Cuando su hijita vino aquí la primera vez, andaba entre 17 y 18 años, vino dos o tres veces más con sus papás y debe haber tenido 20 o 22 la última vez que vinieron. ¿Por qué tanto  interés en Matilda?

¿La verdad Toño? No tengo idea, pero conforme pasa el tiempo me siento más intrigado por saber de ella. Lo único que he visto es una fotografía en la terraza del Mirador acompañada por un joven que parecía de su edad, un poco más alto, de cabello ondulado no muy claro.

Debe haber sido el  joven que  vino con ellos una vez a Taxco, se llamaba Ryan, Ryan Claymon, era su primo que murió en el Pacifico peleando en la Marina de Estados Unidos.

Cuando Toño Castillo me dijo lo de Ryan Claymon,  me sentí extraño de que me hubiera dado gusto que fuera primo de Matilda y no su novio, pero ¿a mí que me tenía que importar eso si yo ni siquiera había vivido la misma época? El caso es que tonto como me sentía yo mismo, dejé de sentir celos de aquel  joven que había visto  por primera vez en el  retrato que le dejé a Doña Rosita Salas.

¿Cómo podía  yo tener celos de una joven que jamás había visto; una joven que pertenecía a una época ya ida…? De todas formas, entre el tequila y la revelación de Antonio Castillo, me sentía muy contento.

¿Qué planes tienes hijo; te sigues a México hoy mismo?

No, ni loco. Estoy algo cansado y no tengo nada urgente que hacer allá. Me voy a quedar en el Victoria y de paso me voy a asomar a ver las fotos del mostrador.

Si quieres volver mañana para tomarte otro tequilita, llégale con confianza después de las doce.

¡No me tientes Toño!

No te tiento; solamente te  digo que si quieres venir,  podemos tomarnos otro tequila y platicar de tus Olvidos.

Está bien Toño; igual me quedo un día más y platicamos a gusto.

En el camino a Taxco iba yo muy contento; sentía que estaba armando un rompecabezas y que las piezas se estaban colocando casi solas. Mucha más gente de lo que podía imaginar, había tenido alguna relación con Los Olvidos, y con los Claymon…

Hasta poco tiempo antes, Los Olvidos había sido para mí solamente una sirena dormida sobre el arrecife, abanicada por un palmar, una silueta que me atraía, un lugar misterioso que atesoraba vidas que yo nada más imaginaba o presentía. Ahora parecía que todos los que me rodeaban supieran algo de Los Olvidos, de su historia, de sus habitantes, de sus invitados, de quienes la construyeron…

Desde que ese retrato en blanco y negro se había deslizado fuera del diario de M.C.,  mi necesidad de saber más de ella iba aumentando y además, me rebelaba, me negaba a aceptar que se tratara de un mero arrebato de nostalgia, de algo ido que nada tenía que ver conmigo. No se puede sentir tan intensamente algo, así nada más. 

Al  acercarme a Taxco, la ciudad se multiplicaba en miles de lucecitas que adornaban la blancura de todas sus casas. Taxco que siempre me ha sido tan entrañable porque me trae recuerdos gratos y dulces.

Llegué al Victoria cuando el  crepúsculo pintaba de rosa las fachadas, y en  los laureles que daban sombra a la plaza de Santa Prisca cientos de aves  inundaban el aire con su estruendo festivo.

Saludé a Trini el cantinero, y a Macedonio,  el mesero que era casi más antiguo que el hotel. Tomé como siempre el cuarto número seis. Salí a la terracita que domina una vista que en ese atardecer semejaba una escena navideña. La luna llena era un obsequio de Dios para los plateros. Los grillos seguían llenando el espacio con sus cascabeles.

Me sentí muy afortunado por todo lo que me había estado sucediendo. No me sentía solo; sentía que todo lo que había estado haciendo era algo que tenía que hacer, que estaba yo respondiendo a un llamado aunque me chocara la idea de aceptarlo.

No necesitaba ni quería discutir conmigo mismo ni convencerme de nada. Sentí de nuevo una caricia sutil  sobre mis sienes, la misma caricia que me había consolado en las noches del internado en Virginia.

Me senté tranquilamente en una vieja silla de hierro, dispuesto a viajar a bordo de mi imaginación y a dejar de resistirme a mis sentimientos.

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