Poco después de la puesta de sol, mi mamá se fue de regreso a la casa. Yo me quedé un rato más mirando el mar. El cielo fue cambiando de tonos mientras el horizonte se dibujaba y se desdibujaba tras un prisma formado por miles de pequeños cristales de gotas de agua atravesados por la luz del sol que se multiplicaba en un caleidoscopio.
Es curioso pero sin importar la época del año, al momento de ponerse el sol el ambiente se refresca de pronto y el oleaje adquiere una fuerza y un sonido distinto al romper sobre la playa.
Conforme caminaba yo de regreso a la casa, venía a mí la tonada de “bésame una vez y otra vez”; pero lo curioso es que escuchaba vagamente la voz que parecía seguirme desde la saliente de la orquesta en Los Olvidos.
Más que una tonada que se te pega y no puedes silenciarla, era un mensaje repetido una y otra vez, pero no en mi mente sino en realidad por aquella voz desde el otro lado de la bahía.
Me parecía improbable que alguien se pueda prendar de una voz imaginaria o de una silueta que se ha visto de lejos por unos cuantos segundos; pero yo no podía dejar de pensar en Los Olvidos y pensar en Los Olvidos irónicamente me llevaba directamente a ella; a la efímera imagen del jardín.
Desde la playa del Revolcadero, el Pierre Marqués iluminado era un crucero navegando por aguas invisibles suspendido en el tiempo como si siempre hubiera estado ahí frente al mar. Decidí cortar por el Pierre para ir a la casa y seguir a través del campo de golf.
Las palmeras y las ceibas dibujaban sus siluetas contra la última luz del crepúsculo. Se escuchaba la algarabía de los grillos que todos los atardeceres celebran la llegada de la luna y le dan la bienvenida a las luciérnagas y a las cuijas.
No tenía prisa; no pensaba salir esa noche a ninguna parte; quería quedarme tranquilo en la casa y descansar. Avanzada la noche me sentía un tanto inquieto y salí a caminar un poco. El cielo estaba limpio, sin nubes; las noches en aquella zona de Acapulco prácticamente desierta en esos años, permitían disfrutar la vista de miles de estrellas; andar por ahí tranquilamente acompañado por el canto de los grillos, era algo muy grato que me reconfortaba.
Pensando en mi cita en Los Olvidos al día siguiente, decidí que me iría en bicicleta para hacer ejercicio y disfrutar el paisaje, por lo cual tendría que salir más temprano. Regresé a la casa, le dije buenas noches a mi mamá, a mi abuelo y a mi hermanita pequeña, y me dispuse a descansar.
Abrí la ventana de par en par, apagué la luz y me quedé pensando en los últimos días en Los Olvidos, en la tonada que no se terminaba de desvanecer, y en la joven del jardín que asociaba yo con la voz que se había escuchado sobresaliendo de la música en la saliente de la terraza.
Estaba yo seguro que ella me había visto antes que yo a ella; que ella sabía cosas de mí en tanto que yo no sabía nada de ella. Me frustraba que al verla por el jardín no se hubiera vuelto de manera que hubiera yo podido ver sus ojos; morirme de la pena pero leer sus ojos; leer sus pensamientos como yo estaba seguro que ella estaría leyendo los míos que solamente revoloteaban en torno suyo sin importar que estuviera yo hasta el otro extremo fuera de la bahía.
Sentirme descubierto de esa forma me inquietaba. ¿Cómo podía yo imaginar que alguien a quien no conocía y que tal vez ni existiera, leyera mi mente y en alguna forma hubiera sabido que yo por fin llegaría al portón de Los Olvidos sin razón aparente alguna?
Esta idea “descabellada” implicaría que había yo ido a Los Olvidos porque alguien esperaba que fuera. Me dije a mi mismo que ahora sí se me había disparado la imaginación.
Nada de eso era real. Los Olvidos era una simple casa muy bonita, pero una casa vieja de ladrillos y tejas, con puertas y ventanas de madera que olían a cedro pero nada más… Intentaba yo convencerme de que debía yo ser práctico, realista, de no perder tan fácilmente la serenidad y menos por espejismos…
Me inquietaba haber cruzado una barrera invisible; haberme atrevido a aventurarme y cruzar el portón de esa casa que tantas y tantas veces me había transmitido su nostalgia mirándola desde el rumbo de La Quebrada. ¿Había yo ido por mi propia curiosidad o por otro motivo, acudiendo a un llamado?
El ambiente de mi habitación parecía impregnado con olor a cedro mezclado con gardenias; la cálida brisa se adentraba por la ventana sin mezclarse con el fresco del interior y sin vencerlo. No me había yo dormido pero tener los ojos abiertos no era insomnio. Podría haberlos tenido cerrados y de todas formas habrían pasado ante mí las imágenes de los últimos días.
Sentí caricias sobre mis sienes, caricias apenas perceptibles, caricias acompañadas de una sensación de consuelo, un consuelo que solamente alguien que conociera los primeros años de mi adolescencia podría darme. Durante las noches en el dormitorio de mi colegio militar en Virginia, permanecí muchas veces despierto mirando a las luciérnagas juguetear, pensando en regresar, en volver, en nunca haberme ido de mi casa.
Entonces sobre mis sienes había sentido las mismas caricias acompañadas de la misma sensación de consuelo de alguien que conocía mis sentimientos mejor que yo mismo; alguien que sabía que alguna vez tendría yo que volver aunque me quedara atrás en ese colegio. Esta noche en Acapulco tenía la misma sensación de aquellas noches en el internado; esa sensación de cercanía tanto tiempo después y tan lejos.
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