La marea parecía más baja porque se podía ver una escollera justo enfrente de los riscos sobre los que el mirador principal de la casa dominaba un paisaje ilimitado. El rejuego de la espuma sobre los escollos, semejaba la cabellera de un niño movida por el viento.
Cada vez que me asomaba al mirador mi mente viajaba libremente bajo un efecto hipnótico. Los graznidos de una parvada de pelícanos que descendieron hasta posarse sobre las la escollera y en las salientes del arrecife, me despertaron de mi ensoñación; entonces volví a la habitación principal para seguir explorando los vestigios contenidos en aquellas dos cajas.
Estuve tentado a explorar uno de los álbumes, pero desistí porque es algo que quería hacer con tiempo, con calma y preparado para lo que podría ver.
Mirando la caja con los álbumes puestos uno sobre otro, recreaba anticipadamente sus imágenes pensando en las de mis hermanas, mis papás, en los retratos de mi abuelito con su motocicleta Indian sobre la panga del Amacuzac, o descansando en Iguala yendo siempre hacia Acapulco.
Nuestra fascinación por Acapulco había sido heredada, pero también había nacido de las experiencias propias. Para mí llegó un momento en que, recorrer el viejo camino era como ir pasando precisamente las páginas de un álbum. En cada poblado, cada puente, cada paisaje a la vuelta de cada curva, surgía un recuerdo amado, una ilusión, una alegría especial.
Esta forma de sentir tenía sentido porque a fin de cuentas en los álbumes guardamos fotografías de viajes, sitios, ocasiones especiales, eventos dignos de recordarse ya sean alegres o tristes y un largo etcétera. En aquellas dos cajas estaban a mi alcance las vidas de personas que nunca había yo visto, suspendidas para siempre en un preciso instante que supuestamente no se repetiría.
Pensando estas cosas, me di cuenta que se estaba haciendo tarde y preferí dejar para otro día la continuación de mi viaje al interior de esas dos cajas de cartón. Al disponerme a salir de la habitación, vi el espejo que ya me era conocido desde la ocasión en que leí el diario de Matilda por primera vez.
Lo observé con más detenimiento; puse atención a sus detalles; su marco era de plata, ovalado y en su delgado tallo adornado con muy delicadas incrustaciones de concha nácar, tenía inscrito con letras pequeñas el nombre de Jeri… ¿Quién podría ser Jeri? Ese nuevo nombre se agregaba a las incógnitas que Los Olvidos guardaba celosamente.
Haber vuelto a ver ese espejo justo antes de retirarme, parecía como una invitación a que no me fuera, pero en Los Olvidos no había luz eléctrica más que en el área de servicio y en la habitación que ocupaba ocasionalmente el señor que se había quedado con la casa.
Cuando me di cuenta de haber pensado que se había quedado con la casa, fue como si eso me lo hubiera dicho alguien que estuviera justo ahí en ese momento; o sea que la casa no era de esa persona, es decir, no era verdaderamente SUYA. Podría tener un título legal de propietario pero no era su dueño. Esta idea me llevó a concluir que esa era la razón por la que casi nunca iba y más aún, ni siquiera se había atrevido a amueblarla, sabiendo que no le pertenecía realmente.
Se apoderó de mí un sentimiento de indignación como si ese individuo al que no conocía ni me interesaba conocer, hubiera despojado a los Claymon, pero no únicamente a ellos; sentía yo ganas de haberlos defendido, de haber podido impedir que se las quitaran. Me resultaba inadmisible que un intruso profanara ese sitio que para mí significaba tanto sin poderme explicar por qué. ¿Qué tenía yo que ver con todo eso?
Con el espejo sostenido en mi mano, chocaban en mi interior sentimientos encontrados. Mi percepción del significado íntimo de ese espejo, y mi profundo disgusto por saber que en ese espacio aunque fuera ocasionalmente, se presentaba un extraño que a pesar de poseer un título legal, no tenía nada que estar haciendo ahí, alguien que de verdad era un intruso.
Por primera vez desde que crucé el portón de Los Olvidos sentía no solo el deseo de que esa casa fuera mía para cuidarla y devolverle su esplendor, sino que más bien yo le pertenecía a ella, a ella por completo, con todo lo que la pertenencia significaba.
Al irme dirigiendo hacia la salida, cada paso me costaba un verdadero esfuerzo; no me quería ir; ¡me quería quedar! Seguí caminando con dificultad, imaginando que alguien me decía que permaneciera un poco más, que volviera sobre mis pasos y abriera el álbum más pequeño y viera las fotografías que esperaban volver a ser vistas; que el sol todavía no se pondría por al menos otra hora más. Esta conversación que parecía estar sosteniendo conmigo mismo me daba la sensación de que era con alguien más que me estaba suplicando, porque no era el momento para salir de ahí.
No escuchaba yo ninguna voz, no estaba hablando sólo, según yo, estaba inmerso en una vertiginosa introspección, pero había algo o alguien que encendía mi debate interno. Era una inercia que al demorar mi salida no se imponía ni me manipulaba; era una apenas perceptible pero clarísima invitación a permanecer.
Encontré a Don Marcelino sobre la explanada justo debajo de la saliente para la orquesta.
– ¿Ya de salida joven?
– Sí, don Marcelino; por cierto, ¿sabe usted algo del espejo de mano que hay en la caja donde estan guardados los álbumes?
– No tengo idea joven, como tampoco tengo idea de las demás cosas. ¿Cuándo piensa volver?
– ¿No lo comprometo con el dueño si se entera que estoy viniendo de metiche?
– Ese señor, mi patrón, como ya le dije, casi ni viene y su sobrino siempre me avisa con tiempo. Usted siga viniendo cuando quiera.
Sin saber por qué, se me ocurrió preguntarle por el perfume que había encontrado su esposa.
– ¿Don Marcelino, de pura curiosidad cree que su señora me permitiría probar el perfume que conserva?
– ¡Claro joven! Nada más que hay que tener cuidado con los olores.
– ¿A qué se refiere, don Marcelino?
– Los olores son como imanes que atraen recuerdos lejanos; remueven los rincones olvidados de la memoria; ¿a poco nunca le ha pasado que un olor lo transporta sin darse ni cuenta? Y no le digo nada más de perfumes sino de comida, o el aroma de un café, o de las flores; de inmediato lo llevan a uno a un lugar o a un momento más rápido que cualquier otra cosa.
– No lo había pensado, don Marcelino.
– Pues piénselo mi joven, porque no es que ese perfume sea algo peligroso, sino que no es cosa de olerlo así nada más y ya. Pero no me haga mucho caso, a la mejor son ideas mías sin más significado.
– No, don Marcelino, los aromas si lo transportan a uno.
Llegamos al portón platicando todo esto; Don Marcelino me abrió y nos despedimos.
Como no había forma de que yo le avisara cuándo quería yo ir de nuevo, le pregunté si estaría bien que volviera el fin de semana siguiente.
– Venga cuando quiera joven, siempre hay alguien que le puede abrir, ya sea yo, mi señora o alguna de mis hijas… Lo veo como si estuviera usted triste mi joven.
– No sé, don Marcelino, son muchas cosas. Me da tristeza que la casa esté tan abandonada, que su patrón ni la mantenga y ni sepa lo que tiene en realidad.
– En eso tiene razón joven, el patrón no tiene ni idea…
– A ver si le quito un rato la próxima vez que venga y me invita usted a platicar allá abajo donde estuvimos antes.
– Claro, joven, con mucho gusto.
Una vez más durante el camino a mi casa, fui pensando en lo que dijo don Marcelino sobre los olores; nada más de pensar en tener el diario entre mis manos, revivía el sutil aroma que despedían sus hojas.
Entonces comencé a preguntarme si el perfume que tenía la esposa de don Marcelino sería el mismo que se percibía en el diario o seria otro; pero si fuera el mismo, presentía yo que su efecto probable, me ligaría con su fuerza a las palabras que habitaban ese diario y a través de esas palabras, con la que las escribió, con Matilda Claymon.
De pronto me invadió una sensación de júbilo, dando por hecho que al abrir el pequeño frasco que guardaba la esposa de don Marcelino, se me descubrirían todos los secretos guardados en Los Olvidos, que se me abriría la verdadera puerta de entrada…
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