Conocí Los Olvidos, a su interior, a mediados de los años 70. Había yo visto esa casa desde el mar varias veces y luego desde La Sinfonía, que tenía de ella una vista perfecta. Siempre tuve la inquietud de ir y tocar la puerta para saber si había alguien que me permitiera conocerla. No había la inseguridad ni la desconfianza que hay ahora, y además pensé que lo peor que podría pasarme seria que me dijeran que no, y ya.
En esas andaba yo, cuando cayó en mis manos un libro de José Pintos ¡en el que hablaba precisamente de Los Olvidos! Mi curiosidad creció y fue así que en mi siguiente viaje a Acapulco, me armé de valor y un día llegue al portón exterior de Los Olvidos.
Los Olvidos no quedaba sobre la avenida López Mateos, sino al fondo de un callejoncito que se llama Explanada; y al fondo en el número 5, había un portón cubierto por un tejado.
El portón era de tablones de madera tropical (parota o huanacaxtle) que tenían pequeñas rendijas entre cada uno y permitían ver un poco hacia el interior. Se podía apreciar una explanada descendente hacia el lado izquierdo (viendo la casa de frente). Justo en línea recta se veía una terraza muy larga con piso de loseta roja al estilo de los años 30.
La vista al final de la explanada y de la terraza, era del mar abierto que se extendía hasta el horizonte. Como la casa queda en la cima del acantilado, se escuchaba el golpe del mar contra los riscos en un sonido que hipnotizaba.
Permanecí en el portón unos minutos hasta que por fin toqué el timbre. Me di cuenta de que funcionaba, porque yo mismo alcancé a oír el tono de la campanilla. Llevaba poco tiempo esperando, cuando vi aproximarse a un señor como de unos 40 o 45 años de edad con el cabello negro y ondulado, que se acercaba a buen paso.
Preguntó quién llamaba y le respondí que era yo una persona curiosa que había visto la casa muchas veces desde el mar y desde La sinfonía, y quería saber si sería tan amable de permitirme recorrerla.
Para mi grande sorpresa me dijo que con mucho gusto, al tiempo que abría el portón dejando ante mi vista un cancel de madera hecho de barrotes bellamente torneados, que aislaban (supuestamente) el acceso principal hacia la casa. Al entrar al patio de acceso, se escuchaban más fuertes las olas golpeando contra el acantilado.
El cuidador se llamaba Marcelino; Marcelino de la Rosa. Muy cortésmente me pidió que lo siguiera mientras él comenzaba a guiarme por el pasillo más cercano a la puerta principal. La casa estaba pintada de amarillo pálido, cubierta toda de tejados rojos.
Llegamos a un mirador en el extremo de la casa que deba directamente sobre el mar, donde los pasillos de ambos lados remataban en un semicírculo de arcos que regalaban la vista más increíble que había yo visto en Acapulco. Nos pusimos a platicar y le dije que me daba mucho gusto que me hubiera abierto y que me hubiera permitido entrar.
¡Sorprendentemente la casa no tenía muebles! Una verdadera mansión como esa, tendría cuando menos sillas de madera de las que se ponían entonces en las playas, y que en Estados Unidos llaman adirondak. Don Marcelino parecía divertido de ver mi sorpresa.
Entonces me dijo sonriendo: ¿Quiere que le cuente cosas de la casa, o me quiere preguntar? Le respondí que las dos cosas.
Entonces comenzó a decirme que él era el cuidador; que llevaba trabajando ahí poco más de 20 años. Me dijo que el dueño (su patrón) era un señor de Veracruz que se la había comprado a otro señor que a su vez se la había ganado al dueño original ¡en un juego de barajas! El dueño original había sido un minero inglés radicado en Zacatecas de nombre Emmanuell Claymon.
La casa, como pude constatar, tenía 12 habitaciones, ¡todas con baño completo! Ninguna tenía ni siquiera ventilador de techo, porque todas tenían ventanas amplias a ambos lados, sobre las terrazas, y las atravesaba la brisa marina de lado a lado todo el tiempo.
Bajo la terraza de los arcos había un gran salón de billar con muros prácticamente de cristal porque todo eran ventanas que permitían ver “los dedos de la mano” que sostenía la “charola” de la terraza principal.
Los Olvidos vista desde el mar, parecía una casa sostenida por una mano que brota del acantilado para soportar la terraza rodeada de arcos. Vista desde el anfiteatro al aire libre conocido como La Sinfonía, se podía apreciar la belleza de su silueta extendida sobre la parte más alta de la península de La Explanada, semejando un antiguo mascarón de proa adentrándose en el mar. En ese paisaje predominaba un espacio poblado por muchas palmeras que bailaban al ritmo del viento con singular coquetería.
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