Hubo un hombre que tuvo un sueño en el que se le revelaba una fuente donde, en su profundidad, había oculto un tesoro inimaginable; al despertar el obsesionado soñador salió al camino en cuanto despertó, buscaba el pozo para hallar el tesoro; recorrió el mundo, abandonó a sus hijos que crecieron sin padre, arriesgó su vida y luego de muchos años, volvió cubierto de las amargas memorias del fracaso, había visitado todo el mundo conocido, violentado hogares y tratado por todos los medios de encontrar su fortuna; cuando volvió, al cruzar el umbral de su casa, ya abandonada y casi derruida, cayó de rodillas, sus ojos bañados en lágrimas habían descubierto el pozo de sus sueños y en efecto, en el fondo estaba el tesoro que lo había llevado a andar el mundo.
Esta historia, narrada en una de las Mil y una noches, tiene muchas lecturas, no todas gratas; pero ahora que muchos pensamos en la manera como habremos de reconstruirnos después de la debacle que hemos vivido, que nos reinventamos y cambiamos nuestras maneras de hacer las cosas, de intentar nuevos caminos, me encuentro con uno de esos tesoros que vemos morir de inanición frente a nuestras narices.
En la zona de Tehuacán está Zapotitlán Salinas, un rincón que ha producido sal por dos mil años, su fama hizo en alguna época que Moctezuma visitara el área para conocer el proceso; sus panecillos de sal, oro blanco, fue moneda de cambio en el trueque y resistieron cambios y transformaciones hasta que la sal refinada, industrial, hizo casi inviable su sobrevivencia. Sin embargo, ahí siguen, tirando, apostando la vida y la tradición para lograr un magro salario -valga el juego de palabras-, así es como nos devanamos los sesos buscando el tesoro sobre el que estamos sentados.
Juan Diego Hernández Cortés, es un artesano de la sal, un hombre que conoce y ama el producto del que han vivido su familia y sus antepasados por generaciones; es, sin ánimo ni exageración bíblica, la sal del mundo. Se ha propuesto, con necedad irredenta que y esta manera de hacer las cosas pueda seguir y crecer; busca crear una marca colectiva avanza con quienes creen en él y su proyecto, con quienes nunca lo hemos visto en persona pero sabemos que existe y lo que hace.
A finales del siglo XIX, los liberales, como los que escribieron el Himno Nacional con aquello de retiemble en sus centros la tierra, se dieron a la tarea de crear el imaginario nacional, nuestra mitología; ya se sabe, las leyendas de los héroes de la independencia, El Pípila y aquello de que “los valientes no asesinan”; ellos nos hicieron creer, conforme a la tradición de su tiempo, que la gloria correspondía a las naciones que habían surgido a la vida como Italia y Alemania, que se habían afianzado como Francia y España generando el proyecto del Estado Nación, un Estado, una Nación, una religión, un idioma, como signos de identidad una unidad de origen y destino; como parte de esa mitología nos hicieron creer que éramos un pueblo guerrero y en ello fincaron nuestro honor; pero el mito es solo uno más que uno puede creer o no y la rudeza y elegancia de su enunciado oculta otra realidad que hemos preferido ocultar y disimular.
Nunca hemos sido una unidad de origen ni de destino; somos y siempre hemos sido un grupo enorme, hegemónico, no siempre el mismo, que le ha puesto las reglas a los demás habitantes; somos una abigarrada colección de grupos humanos que decidimos estar juntos a través de pactos fundamentales como el Estado laico, la República, la búsqueda de la igualdad y la convivencia de manifestaciones culturales; no somos un pueblo guerrero, a veces de rencores o de peleas sin sentido, largas como nuestras culpas, somos aficionados a la violencia criminal, pero eso no nos hace valientes. Somos, eso sí, el pueblo que ha hecho de la resistencia y la persistencia un arte. Sabemos que el que resiste triunfa, el que no se mete en problemas que no requiere y que en silencio, sigue haciendo su actividad con fe irredenta, a despecho hasta de las autoridades; los que nos levantamos de los terremotos aunque sepamos que las autoridades ya se birlaron las colectas de apoyo, los que hacemos cultura porque nos da la gana aunque tengamos que pasar la vergüenza de ver nuestras tradiciones caricaturizadas por Disney y que luego nos digan que eso es el progreso y la inversión y no las muñecas de trapo que no quieren convivir con una Barbie disfrazada de deportista y ejecutiva embarazada, siempre rubia y bien peinada, o afro pero con rasgos que la hacen socialmente aceptable. Lo que somos es la Nación que aprendió a resistir para seguir existiendo.
Si no es casual que los salineros de Zapotitlán emprendan campañas de buena voluntad con los restauranteros de Puebla, los blogueros y youtubers que les hacen el juego con la misma esperanza. Esto es una razón de cultura porque cultiva la identidad que es el mayor de sus frutos.
En fin, como ya no tenemos nada que esperar de la Secretaría de Cultura y vamos a tener que esperar, como siempre, a que llegue una nueva a ver si algo se les ocurre; lo que podemos hacer es hurgar en nuestro jardín, en el arcón de nuestros recuerdos y como la sal de Zapotitlán, hacernos de un mañana a partir de las añejas y antiguas raíces de nuestra cultura.
@cesarbc70
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