De Tepic me resuelvo avituallarme y viajar. Resuelto con Doña Mallinali (ya bautizada como Marina) a la toma final de la gran Tenochtitlan, arribo en un bergantín, que estoy cierto se construyó por mis maestros carpinteros en el adaptado como astillero, Xochimilco, pueblo ya aliado mío y con la ayuda de las imprescindibles manos de mis amigos los tlaxcaltecas.
Llego y logro entrar por la calzada que, sé, es la de Tacuba. Con algo de resistencia (fugaz) de parte de un par de soldados mexicas pongo los pies por vez primera en el mercado de Tlatelolco. Noto en esa parte de la Ciudad gran mortandad y pestilencia, también una cruz sobre el teocalli o Templo Mayor, sin ningún noble o sacerdote ni ídolo profano; mis órdenes y planes los ha cumplido mi avanzada a cabalidad.
Entre una pila de cadáveres noto a un tlacatecatl (Jefe militar azteca) que aún vive, y me mira con soberbia, aún retador a pesar del daño ya infringido, saco arcabuz y lanzo varios disparos, los cuales molestan al tenochca que me da pelea, que no dura tanto luego de la oportuna mediación de Doña Marina, que sabe que es inútil ya toda expresión de violencia. Tomo pues posesión de la capital del poderoso imperio sabiendo que mis servicios a Dios y a nuestro Rey, Carlos, son ya invaluables. Así que marcho a dormir al antiguo palacio de Axahacatl, no sin antes caminar sobre una de esas pilas de cadáveres de guerreros naturales vigentes qué cayeron, valientemente y feroz, en la defensa de su Nación.
Agotado, con una sed y hambre indescriptibles, me acomodo en una de las lujosas recamaras del castillo, me despojo de mi armadura y dejo afuera del palacio mi arcabuz. Soy un hombre con fortuna, poder, riquezas y merezco mercedes de todo el reino. He fundado una nueva España y pronto, seré merecedor de títulos y toda clase de honores.
Al despertar al alba, noto a mi esposa muy molesta, en la habitación rentada del pequeño hostal de la isla de Mexcaltitlan, ahora con el distintivo turístico de pueblo mágico, me reclama a sollozos, que ayer (me relata a forma de implacable y amarga queja, con tono de última advertencia) me negué por un momento a pagar al dueño de la barca que nos hizo cruzar el río, luego que me hinqué de una forma histriónica y ridícula, asegura, en el atrio de la iglesia, mirando la cruz de uno de los campanarios mientras a gritos me refería a un Rey, al tiempo de exaltar grandezas que, suena triste y duro, máxime con la resaca que me cargo por el abuso de mezcal barato el día anterior, jamás tendré, menos si no tengo un ingreso ni un trabajo y el necio viaje de fin de semana a Nayarit lo sufragué con un préstamo caro, empeñando las pocas joyas que aun conservo de mi finada abuela; que tengo una deuda con un pescador, al haber caminado sobre sus camarones puestos al sol a secar y echado a perder parte del fruto de su honrado oficio, y que disparaba shots para tomar fotos con mi viejo teléfono móvil (el cuál se ya que he perdido), aduciendo que era mi infalible arcabúz.
Ella, mi mujer Meche, me sacó de todos los problemas de ayer, incluido el evitar que me echaran de la isla y también el que nos permitieran pasar la noche en el hostal. Se dice que de lo malo algo se aprende, y no volveré ni a viajar con dinero prestado ni tampoco a tomar mezcal (así se trate del más fino); también me he comprometido a trabajar ya, con un sueldo de ocho mil pesos al mes y de nueve a cinco, que es el empleo que me he empeñado en despreciar, como si fuera ducho en talentos, y la oferta sigue en firme. Pero por sobre todo, saber que si no he conquistado ni siquiera el respeto de mi Familia, no entiendo que carajos hacia ayer con ínfulas de capitán militar, conquistador y enviado de un Rey, menos de ser un enviado de algún Dios.
Al dejar la habitación, noto de reojo, bien metido, a presión y parqueado, en el pequeño cesto de basura, mi ejemplar del libro de Bernal Díaz del Castillo, referido a las Crónicas de la Conquista de la Nueva España, y no puedo sino fingir que no lo he visto, y obedecer a Mercedes mi esposa, para ya marcharnos directo a la terminal de autobuses de Tepic con el hecho tatuado ya en mi mente (aparte de tremenda jaqueca) que al morir no solo no me harán construir monumento alguno de mármol, es más, que incluso pueda que deje de ser una carga para algunos de mis sobrevivientes debido a mi mediocridad, quizás hasta de origen genético, y también para tomar rumbo de vuelta a la Ciudad de México, a nuestro pequeño hogar, un cuarto de azotea, rentado en Iztapalapa.
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