Desde el Renacimiento algunos autores escribieron libros de sueños imposibles, sociedades perfectas, armónicas que sucedían en lugares lejanos o inexistentes. Esa tradición de escribir utopías se prolongó como una herencia cultural en Occidente. En México, Alfonso Reyes escribió Última Tule, un recuento y un análisis de ese movimiento hacia el bien, la verdad y la belleza que debería animar el movimiento de las sociedades, una especie de carta de buenas intenciones dirigida a nuestras ideas políticas. Las utopías no son inútiles, no pierden vigencia porque no puedan alcanzarse, se extinguen cuando dejan de ser inspiradoras.
El desangramiento que significó la Segunda Guerra Mundial y las tensiones paradójicas y hasta psicóticas que marcaron el tiempo de la Guerra Fría, implicaron el nacimiento de otros modelos de escritura: las llamadas distopías. Éstas nacen de la pluma de Aldous Huxley con Un mundo feliz, de 1932; George Orwell, con 1984 -escrita en 1948 -; y Farenheit 451 de Ray Bradbury, publicada en 1953. Cada una corresponde a un momento de descomposición de la vida política de su tiempo: el ascenso del fascismo, la guerra armada y la guerra fría. Hubo en todos ellos aciertos que ahora son parte de nuestra vida, ninguno tenía el don de la profecía, pero todos eran magníficos observadores.
El día de Reyes de 2021 pasará a la historia como un macabro regalo de los tres fantásticos visitadores de los hogares postnavideños, lo podríamos llamar “La distopía llama a la puerta”, sería un buen capítulo para series distópicas como “Black Mirror”. Y me parece que estamos prontos a abrir la puerta para dejar pasar a tan extraño visitante. Me explico. Muchos acusan a la locura, a la insania de Trump y claro que aciertan, pero ningún loco llega tan lejos, su patología está sostenida en fenómenos muy anteriores para los que ha pretendido ofrecer soluciones que no eran tales, sino en realidad plantean nuevos pactos políticos fundamentales porque si algo hay que observar es que los pactos fundacionales se vinieron abajo, se rompieron en pedazos que tal vez puedan repararse pero que de cualquier manera dejarán hondas cicatrices. Trump representa a los millones de desplazados, de olvidados y suprimidos que por muchas razones se sentían con derecho sobre la historia de su país, a ellos se suman los supremacistas que se niegan a aceptar que la tierra prometida es para todos los que la construyen y no para los elegidos por dones de genética, ni por antigüedad en la tenencia de la tierra, ni por la inversión hecha por generaciones, se trata de otra cosa, de las conexiones establecidas con el poder y con la sociedad, con la cantidad de palabras de otras lenguas que se ha incrustado en el inglés, con la renovación de los mitos y de las prácticas sociales, con la integración de otros excluidos como los afroamericanos, los hispanos y claro, las mujeres y los pueblos originarios. Su proyecto no hace agua, no se hunde, está pasando su tímido bautizo de fuego y todavía por años dará que hablar.
No es solo que el vecino necesite revisar su sistema electoral que en las últimas tres elecciones ha demostrado su obsolescencia, sino la revisión de su concepto de ciudadanía, su idea de libertad y el núcleo de su democracia; la distopía toca a la puerta y con ella el autoritarismo, el control, la mitología como razón y la magia como estrategia; la postverdad y la mentira maquillada como causas y siempre, el uso de las fuerzas menos reflexivas. No siempre las instituciones son suficientes para limitar estos excesos de voluntad, vaya, hasta el Holocausto y las exclusión racial del Reich fueron legales, la venta de esclavos, la segregación racial y el obligar a las niñas violadas a casarse con sus agresores lo fue también. El líder actual, el del momento es, desde luego, un político hábil, pero es también un buen escucha, conoce la ley pero conoce mejor el sentimiento de su pueblo, está dispuesto a sacrificar pero no a realizar inútiles fogatas. No ama su imagen, la confía a la posteridad. El punto está ¿en dónde encontrarlo? a falta de él, no es la primera vez que la sociedad civil, los ciudadanos se organizan y forman núcleos de opinión y de observación pero si los políticos no los ven y no los oyen, su fuerza es limitada.
Cuando Huxley, Orwell y Bradbury escribieron sus textos, no estaban tratando de hacer de oráculos, ni siquiera estoy seguro que quisieran dejar una moraleja, son escritores de tal estatura que lo que hacían era arte que se bastaba a sí mismo, pero demostraron que los intelectuales sirven en la sociedad y que son útiles, que van más allá del mercado de los opinólogos y de los analistas de ocasión, que sus análisis parten de amplios horizontes, ven y prevén donde otros caminamos mirándonos la punta de los zapatos y uno no tiene más remedio que preguntarse, en nuestro caso propio, el de nuestra República, ¿cuál es el intelectual al que nuestro gobierno escucha?, ¿quién o quiénes ven más allá del siguiente parte de López-Gatell? Y a todo esto, las líneas de arriba repiten lo que decía mi abuela: “cuando veas las barbas de tu vecino rasurar…”
César Benedicto Callejas.
Escritor. Abogado.
@cesarbc70
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