Como todos los que escribimos, soy un amante de las palabras. Me alimento de ellas, convivo con ellas y de ellas no solo sale el sustento de mi casa, sino también el diálogo que alimenta mi espíritu y, con algo de suerte, mi inteligencia. Las palabras sanan, pero también enferman; las palabras elevan, pero también sepultan, y como dijo el viejo Alberti, hay veces que resultan heridas de muerte y con ello, todos, vamos lejos, muy lejos de la tranquilidad y la esperanza.
No se puede negar que en estos tiempos hemos visto la resurrección de muchas palabras que ya no escuchábamos y que ahora danzan campantes entre nosotros; que vuelven al uso que habían perdido y que, como todos sus congéneres, nos avisan del rumbo que la realidad está tomando; por ejemplo, fifí (variante de rififí, hermana de “fresa”, “rotito” y “catrín”) y otro ejemplo más es pasquín. Resucitado por arte de crítica, la palabra pasquín tiene una prosapia que no puede ser olvidada. Vamos, démosle una vuelta a una palabra que está adquiriendo un filo que no quisiéramos haber descubierto, pero que encierra tras de sí una historia que nos hará daño si no tenemos el cuidado de saber qué es lo que en realidad decimos cuando la utilizamos.
El pasquín es aquella publicación que se hace con ánimo de denostar, exhibir y ofender, vaya, es la crítica que no quiere dialogar sino herir. El pasquín es un término que nos viene desde la Roma medieval, cuando todavía aquella antigua ciudad era uno de los polos de irradiación de cultura en el planeta, cuando su luz clásica se había extinguido, pero seguía siendo el cruce de todos los caminos de la cristiandad. Estamos en el siglo XVI y la prensa está todavía en pañales; sin embargo, se trata de una ciudad con una intensa vida pública, una urbe que está aprendiendo, aunque usted no lo crea –como decía el viejo Ripley– a satisfacer sus vendettas con el filo de la pluma y no con el de la daga del mercenario. Para coadyuvar con esta sana costumbre de mentarse la madre en lugar de apuñalarse, los romanos inventaron un artilugio similar a nuestras redes sociales, es más, si me apuran, diré que fueron las redes sociales de la edad de mármol. La estatuas parlantes, también conocidas como la “congrega degli arguti”, algo así como la congregación de las argucias, son seis, a saber: “Il Pasquino”, Marforio, “Madama Lucrezia”, “El Abate Luigi”, “Il Babuino” y, por último, “Il Fascchino”. Cada una tiene una historia memorable, pero para no fatigar al respetable y ceñirnos a nuestro enojoso asunto, limitémonos por hoy al viejo Pasquino.
El Pasquino es la más antigua de aquel célebre parlamento que todavía, todas ellas, cumplen su noble propósito. Durante 1501, en las obras de reparación de alguna calle –la tradición señala varias posibles–, apareció una estatua semidestruida que algunos han identificado como Menelao, el cornudo esposo de Helena, en el acto de sostener el cuerpo de Patroclo; tan ilustre sujeto no encontró lugar de lucimiento dado su lamentable estado y las autoridades decidieron dejarla provisionalmente a unos pasos de una de las plazas más hermosas del mundo, la Piazza Navona, algo hemos heredado de aquellos augustos antepasados culturales nuestros que lo temporal se volvió permanente y la estatua sigue donde las autoridades urbanas la dejaron. Coincidentemente, Maese Pasquino era un barbero – otros dicen que sastre o gramático, pero yo prefiero imaginarlo como barbero porque todos solemos, hasta la fecha, descargar nuestros corazones con el peluquero–, que llevaba su negocio en la corte vaticana; sus ganancias en calidad de barbero se complementaban con su tarea de intrigante, chivato, correveidile o, como decíamos en mis tiempos de pasante en Derecho, allende la década de 1980, “IBM… y veme a decirle que…”, pero no se trataba de un vulgar chismoso, como lo demuestra su paso a la posteridad, sino que aderezaba sus habladurías con picantes comentarios, retruécanos con arte y salmueras irónicas sobre los perjudicados; así que a su muerte, el pueblo y también el gobierno, el célebre Pueblo y Senado de Roma ( lo que significan las siglas SPQR de los manípulos romanos, para mayor ilustración nuestra), llamaron a la estatua en cuestión, Il Pasquino, como hasta el día de hoy se conoce. De inmediato, la efigie comenzó a congregar comentarios hirientes, acusaciones sin fundamento, imprecaciones y cuanta mentada de madre y ofensa uno pueda imaginar de manera anónima y aún con firma. La tradición indica que al Pasquino se le contesta en el Marforio aunque dada la poca cultura e incivilidad de quienes dejan su hiel reposando en las estatuas, esta regla pocas veces se cumple y lo cierto es que en aquel tiempo las invectivas corrían por todos lados.
Es sana la costumbre de insultar, claro que sí, cuando evita que nos saquemos las tripas entre hermanos; pero es más sana la idea de dialogar. Cuando llamamos “pasquín” a una publicación acreditada por sus lectores –ni siquiera por otros críticos, menos aún por nuestro propio gusto– estamos invocando a los demonios de hace quinientos años, haciendo aflorar lo peor de nuestra convivencia; acusando a quien deberíamos escuchar y descalificando antes de saber qué es lo que se dice de nosotros.
Hace mal el que no quiere escuchar la crítica, más aún si se trata de un gobierno o de un gobernante, y hace mal porque se aísla de la realidad. Los nazis, en su infinito romance torcido y macabro con las palabras, lo primero que hicieron fue destruir la prensa libre y cuando a Eichmann lo juzgaron en Jerusalén, lo primero que dijo fue que no tenía manera de saber qué estaba pasando en realidad porque no había prensa que se lo dijera y que sabía que todos los comunicados del Reich estaban amañados para evitar la furia de Hitler y de su camarilla. Las guerras se pierden cuando se deja que los informantes actúen para satisfacer el ego de sus generales; las negociaciones se destruyen cuando no queremos oír la crítica de quienes nos previenen. Perdón, hay que decirlo, parece que hoy publicar un pasquín se está volviendo una especie de honor y de apego a la libertad de expresión; que ser descalificado es muestra de que se está haciendo bien y eso, desde luego, es también una exageración.
El problema de fondo está en que, como decía mi abuela cuando me había ganado un zape – resucitando palabras diremos que un sopapo o un gaznápiro–, “tenga para que se entretenga… tenga para que aprenda…”, quien desafía a las palabras, quien invoca el contenido de viejos vocablos sin atenerse a su significado profundo, invoca también la memoria que reúnen y no estamos para pelear con demonios que ya creíamos dominados que ya tenemos mucho con la amarga realidad que vivimos aunque, ya se sabe, tampoco parece que muchos estén dispuestos a aceptarla como viene.
@cesarbc70
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