En tiempos de mis estudios secundarios, disfruté de la amistad de un profesor peculiar. A esa edad en la que los chicos necesitan tanto un mentor como un líder, mi profesor de matemáticas —que no nos dejaba usar calculadoras, pero sí el Soroban, el mítico ábaco japonés —, aparecía como un pequeño dictador, no me atrevería a decir fascista o algo semejante, pero sí alegre dominador de su tropa casi infantil. Su frase favorita era “¡A callar!”, antes de gritarla desaforadamente por primera vez, para espanto de todos los estudiantes, explicó su sentido para que fuera irrebatible. El profesor nos hacía callar porque él tenía algo más importante que decir, porque si no callábamos, no escucharíamos la verdad que tenía que decirnos. El suyo era el ámbito de la verdad, que se traducía en nuestro bien, y el nuestro, el del error y la ignorancia, que conduciría, irremisiblemente, a la perdición. En aquellos días, dar un varazo a un alumno era socialmente aceptable en algunos sistemas educativos, y la advertencia era la misma: no te muevas porque quiero corregirte y no lastimarte.
Esa misma lógica fue la de la Inquisición; al procesado por el brazo secular, se le imponía la penitencia de la cárcel perpetua, del silencio y el sambenito, y aun de la hoguera, por su propio bien. ¡A callar! que había alguien que conocía la verdad y la razón y se esforzaba para que, por la prohibición y la penitencia, el hereje alcanzara la libertad y la salvación. No pocas veces, ambos beneficios venían envueltos en una mortaja.
No es otra la lógica del fascismo, si nazi por el ascendiente étnico: existieron casos en el periodo nazi de judíos o gitanos que se suicidaron por considerar que la razón asistía a los que se decían arios; si franquista por la religión y la lengua: hay familias catalanas y vascas que olvidaron su lengua vernácula por puro terror. No es otra la lógica de quienes hoy suponen que tienen la razón y hacen presión y violencia no para ser escuchados, sino para impedir que otros ejerzan sus libertades.
La lógica prohibicionista de los que se oponen a que otros ejerzan sus derechos consagrados por la ley es lo que destruye las libertades, la tolerancia y la convivencia pacífica, porque parte del principio de que quien piensa distinto, vive en el error, mientras que los que pasan por generosos poseedores de la certeza, viven en la verdad; en realidad, sostendría en cualquier momento que todos tenemos nuestra pizca de verdad, pero lo más grave estriba en las atribuciones de los que se creen con una verdad tan fuerte, que es digna de suprimir las ajenas.
Aplaudo y celebro a quienes educan a sus hijos en esas certezas que dan tranquilidad por ser absolutas, no me gustaría vivir en un país donde ese tipo de educación estuviera prohibida, ni haría nada porque se prohibiera, aunque no me parezca correcta. Yo, por mi parte, en mi esfera de libertad intocable, educo a mis hijos en el respeto a las ideas ajenas y en el límite que marca la ley y el derecho de los demás. Resulta grave el mensaje que aportan quienes se sienten dueños de las verdades, sus actitudes no exigen atención o diálogo, sino representan un profundo odio por ese mundo de libertades y de derechos que disfrutan aun quienes no creen en ellos.
Hace unos días, el Secretario de Educación recibió ofrecimiento para irse a Washington en calidad de embajador, poco después, Natalia Toledo dejó la subsecretaría de Cultura, no hay director general de Derecho de Autor… de verdad, insisto, tengo buena fe en que algún plan para la cultura se traen entre el escritorio y el micrófono, pero lo que más daño está haciendo a la cultura es la falta de definiciones, de planes y de un concierto entre todos quienes participamos de ese sector de la vida nacional; ¿qué pasaría si reconocieran que el fenómeno cultural se les escurrió de las manos porque había cosas que les parecieron más urgentes? ¿No mereceríamos todo un plan explicado con manzanitas, así un ABC, que nos explique para dónde vamos? Al final del día, si tan solo supiéramos en un par de párrafos cuál es la visión cultural del Estado, pero la indefinición es agresión, no podemos decirlo de otra manera, y mientras todos queramos decir algo y la autocrítica del gobierno no aparezca, entonces será el poder público quien vea cómo se gesta un movimiento cultural independiente, no tendrá oportunidad de un discurso cultural propio y tendrá que escuchar, cada vez más vehemente y consistente, el discurso de los que han tenido que rascarse con sus propias uñas.
Digamos con la cultura popular de comer y caminar, el problema es empezar.
@cesarbcc70
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Con Último tango en París, Bertolucci le entrega a sus devotos cinéfilos el trabajo más comprometido y a la par más popular de su filmografía. Se trata de una cinta donde profundiza en temas como el dolor, la pasión, la muerte y los recuerdos, a la cual la crítica llamó “un arrebatado y ya clásico retrato de la moral claudicante”. De sobra son conocidos los enormes problemas que la película enfrentó con la censura y los sectores conservadores del catolicismo que la acusaron de obscena y pornográfica. Una sodomización de la actriz principal por parte de Marlon Brando, utilizando como lubricante una barra de mantequilla, representó el asunto mayor del escándalo y la gran controversia que causó su estreno a principios de la década de los setenta. “Fue idea de Marlon. Y Bertolucci me ordenó lo que tenía que hacer poco antes. Me engañaron. Esa escena no estaba prevista. Las lágrimas que se ven en la película son reales”, recordó la actriz Maria Schneider en una de las últimas entrevistas que dio antes de fallecer en febrero de 2011.
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“Venimos a olvidar, a olvidar todas las cosas, absolutamente todas” sentencia el infeliz y atormentado Paul en ese departamento deshabitado donde se reúne frecuentemente con una beldad francesa de veinte años para hacer el amor de una manera extremadamente procaz y animal, y trasladar sus arrebatos lascivos a niveles que nunca soñaron. Marlon Brando, reputado como uno de los mejores actores de la historia del cine (Un tranvía llamado deseo, Nido de ratas, El Padrino y Apocalypse Now), interpreta al maduro norteamericano que huyendo de la realidad, escapando del trágico ambiente que le dejó la muerte de su esposa, experimenta un atisbo de liberación y júbilo dando rienda suelta a sus deseos carnales entre cuatro paredes. Es ahí, donde Jeanne (María Schneider, espléndida en un papel colmado de erotismo), se deja seducir, en un claro ejercicio de sadismo, sin preguntas ni compromisos, por este maduro hombre de lujuria insaciable; no obstante, esté próxima a casarse con un muy atropellado pero entusiasta cineasta que filma un documental en las brumosas calles parisinas, ni más ni menos que con ella como protagonista.
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Hubo un asesinato en la vecindad. Todos lo presenciamos, pero no nos dimos cuenta. ¿Quieres saber cómo pasó eso? Aquí te va la historia.
En el 62 vivía un matrimonio de mediana edad, que se llevaban muy bien. Pero al 63 llegó a vivir una mujer más joven y bastante apetitosa (para los estándares de cierto tipo de hombres), y la vecindad se alborotó. Pero ella no le hizo caso a nadie. O eso creíamos todos.
La recién llegada se hizo muy amiga de su vecina del 62, y todo el día estaba en su vivienda. O viceversa (si no sabes lo que eso significa, búscate un buen diccionario). En realidad se hizo más amiga del marido que de la esposa, pero no nos dimos cuenta al principio. Y lo que tenía que pasar, pasó. Pero nadie se dio cuenta tampoco, porque supieron ocultarlo muy bien.
Luego, un día le dijo el marido a la esposa que estaba engordando un poco. La pobre se sintió la mujer más desdichada del mundo, y corrió al 62 en busca de ayuda. La amiga le dijo que no se preocupara, que hiciera una buena dieta. ¿Cuál? Le aconsejó una que consiste en comer solamente plátanos con crema. Esas son cosas engordadoras, pero le dijo que la combinación de los dos producía una substancia que quemaba la grasa del cuerpo. Y ahí estuvo la mujer, comiendo plátanos con crema todo el día y toda la noche. Pero lo que tenía que pasar, pasó (otra vez), y la mujer engordó unos kilitos.
Nuevo llanto, nueva dieta. La de la luna llena, que consiste en comer un poco de todo únicamente las noches de luna llena, totalmente desnuda, iluminada por los rayos del “astro de la noche”, como la llamó la del 62. Y allá va la del 63 a la azotea; pone un mantel en el suelo, distribuye los platos y se quita la ropa.
¡La que se armó! Los ninis se alborotaron toditos y se amontonaban en las rendijas de sus chozas para ver a la del 63, que no hacía nada más que comer parsimoniosamente. Pero conoce a los hombres, y en cuanto sentía algún movimiento cercano, sacaba la pistola del marido y disparaba. (Y éstas no eran chinampinas, como las de los guaruras). Se estaba en la azotea las dos horas que le recomendó la amiga que se bañara en los rayos de la luna, y se volvía a su vivienda, dejando a los ninis hundidos en su frustración y sin manera de darse duchas frías a esas horas. Pero como estaba desvelada, dormía casi todo el día siguiente, y la dieta no le funcionaba correctamente.
Después le recomendaron otra que consiste en no tomar durante una semana nada más que un refresco negro que se vende embotellado (no menciono la marca, porque no te dice nada). Eso era infalible, afirmó la amiga, contundente. Pues la mujer se compró una buena provisión de refresco y se estaba todo el día tomándolo. Pero lo único que logró fue que le diera asco el sabor, y se la pasaba vomitando. Vas a decir que eso la hacía perder peso. Sí, pero muy poquito, y no valía la pena el esfuerzo.
Por fin, la amiga le dijo que no le quedaba más remedio que dejar de comer totalmente. Que ya sabía que eso era muy difícil, pero era cuestión de unos días y luego ya podría comer normalmente. Pues la del 63 le hizo caso, y no probó bocado en una semana. Al cabo de ese tiempo sí bajó tres kilos, pero tenía que apoyarse en las paredes para caminar, porque estaba muy débil. Pero como el marido le dijo que “se estaba poniendo muy buena”, se pasó quince días más sin comer. Los perros no la perseguían en la calle porque ni asomarse a la puerta podía, pero ella estaba feliz porque había recuperado el amor de su marido. Es cierto que el hombre se mostraba muy cariñoso con ella y la llenaba de halagos; pero ella estaba cada día peor. Y, al fin, se murió.
El marido llenó varias cubetas de lágrimas, ayudado por las vecinas. Y al velorio fueron todos, incluyendo al portero y a la Flor. Y los guaruras se turnaron para poder asistir, pues también estaban impresionados por aquella mujer que, según dijo la señora del 34, “había muerto por amor”. Pero yo te diré la verdad: la mujer murió por idiota.
No te enojes. No soy insensible. Pero me da coraje que la del 63 fuera incapaz de darse cuenta de que todo fue un plan elaborado por el marido y la del 62 para quitarla de en medio sin matarla con sus manos. Yo lo supe porque oí a los criminales celebrar el éxito de su plan acostándose sobre el féretro de la difunta. Y la del 62 dijo que había cedido a la tentación tres o cuatro veces mientras la del 63 vivía, pero que no le gustaba vivir en pecado y le pidió matrimonio al viudo. Y se casaron. Y vivieron felices hasta que él empezó a echar panza, y ella le recomendó la dieta de la luna menguante para recobrar su primitiva esbeltez. Él fue más listo que su difunta, y se fue de la vecindad. No se volvió a saber de él.
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Te quiere
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