La libertad y la igualdad son valores, como hoy los entendemos, con raigambre religiosa, al menos en la tradición y cosmogonía (relato del origen y comprensión del mundo) judeocristiana. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Luego, los hombres nacen libres e iguales. Este punto de partida o principio origina el constitucionalismo. La independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa fueron pioneras en la adopción de los derechos del hombre y del ciudadano. En 1789 la Asamblea Nacional de Francia “reconoce y declara, en presencia del Ser Supremo y bajo sus auspicios, los siguientes derechos del Hombre y del Ciudadano…”. Y su primer artículo dice así: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”.
El concepto moderno de libertad tiene una larga historia. Quizá su primer balbuceo fue aquella sentencia de Jesús cuando los maestros de la Ley lo cuestionaron acerca de si un denario (antigua moneda romana de plata), que traía esculpida la esfinge de César, pertenecía a Dios o al César. El hijo del hombre respondió: ¿de quién es la imagen de la moneda? El fariseo reconoció, “es del César”. La respuesta del nazareno fue lapidaria: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Los asuntos de Dios y del César son de orden diferentes. Se trata de la idea primigenia que separa los asuntos de Dios y del Estado o, si se prefiere, de la Iglesia y del Estado. A su vez, es el punto de partida de la libertad de conciencia: si bien el César es dueño y señor de los dominios terrenales, carece de autoridad en mi fuero interno.
La historia de las ideas se cuece a fuego lento. Su evolución es pausada e incierta. En estos artículos hemos dado cuenta de que siglos después, en el IV de nuestra era, tuvo lugar una intensa polémica entre dos grandes teólogos cristianos Agustín de Hipona (mejor conocido como san Agustín; Hipona fue la ciudad donde oficiaba de obispo, y en la antigüedad las personas recibían el apellido del lugar de nacimiento) y Pelagio. La esencia de su discusión versa sobre la salvación y el pecado original. La cuestión parece trivial, pero involucra algo muy caro para la gente del mundo occidental. El quid es la libertad. ¿Es libre el hombre para decidir y responder sobre sus actos o su destino ya está determinado? Si el hombre nace con la mancha del pecado original y sólo Dios puede salvarlo, su destino está escrito. Nada puede hacer.
En cambio, si el hombre es, a imagen y semejanza de Dios, puede alcanzar la salvación mediante sus decisiones, su libertad de actuar de una manera o de otra. Agustín de Hipona sostuvo que el hombre sólo tenía salvación por la gracia divina. En tanto, Pelagio argumentó que, gracias a su libre albedrío, el hombre podría elegir acciones buenas o malas que le ganaran la salvación o lo condenaran al Averno. Está en manos del hombre cambiar y redimir sus pecados. La salvación pende de su voluntad: es responsabilidad de cada persona. A esa conclusión llega a partir de las escrituras que señalan que Dios creó al hombre a su imagen (Génesis 1:27). Luego, el hombre igual que Dios, es capaz de elegir. Actualmente el concepto de libertad, como lo entendemos, es cuestionado por los descubrimientos de la biología y la neurociencia.
Sabemos que las reacciones químicas, neuronales y hormonales determinan nuestra conducta y elecciones. La ciencia de los datos nos ha mostrado que nuestra conducta sigue determinados patrones, sujetos a manipulación. Si nuestra química, hormonas y neuronas determinan nuestras reacciones y elecciones, así como los algoritmos permiten saber y anticipar lo que elegimos, y alterar esas decisiones, entonces, ¿qué tan libres somos? ¿Existe el libre albedrío, como lo conceptualizaron los antiguos? La discusión sigue. No obstante, hay indicios que sugieren que la libertad, entendida como la establece el constitucionalismo estadounidense y francés, es relevante y vigente en el ámbito político y social, pese a nuestras limitaciones para elegir libremente, a conciencia y voluntad. Es un medio invaluable para contener la tiranía: el dominio y poder del más fuerte sobre la vida y bienes de otros. La libertad arraiga en el instinto de supervivencia
Ahora bien, ¿qué podemos decir de la igualdad, también de raíz religiosa? Hace algunos años dos investigadores, los epidemiólogos Richard Wilkinson y Kate Pickett, en un libro señero, Desigualdad. Un análisis de la (in) felicidad colectiva, desvelan que muchos de los males de nuestra sociedad actual provienen de las desigualdades sociales, tales como descontento creciente, criminalidad, violencia y sus manifestaciones en la salud como ansiedad, insomnio, obesidad, la diabetes, las enfermedades cardiovasculares y cerebrovasculares, la disminución de la calidad y esperanza de vida de millones de personas, así como la pobreza, a pesar de la abundancia de bienes. No se trata de especulación filosófica sino de ciencia, de acuerdo con los estudios citados en este párrafo, el libro mencionado y otras investigaciones.
La desigualdad se mete por la piel, demuestran Wilkinson y Pickett. La ansiedad que provoca la desigualdad por intentar imitar los patrones y estilos de vida de los más pudientes produce un estado constante de alerta en el cuerpo por la liberación continua de cortisol. Esta sustancia eleva la presión arterial y, para mitigar el estrés, la angustia causada por tratar de imitar y obtener los inalcanzables patrones de consumo, socializados por la publicidad, se recurre a la ingesta de alimentos y bebidas ricas en grasas saturadas y carbohidratos, que son a las que se tiene acceso. El consumo de estos productos alivia momentáneamente la angustia por la liberación de dopamina, pero al poco tiempo se repite el ciclo. Así descubrieron el porqué de la epidemia mundial de obesidad y diabetes, que se presenta y azota particularmente a los sectores de bajas rentas económicas.
Ante esta problemática global de salud pública, se recomienda comer menos y ejercitarse. Si bien es deseable, esta propuesta tiende a responsabilizar al individuo, a culparlo de una problemática que lo rebasa, pues no se trata de una cuestión personal sino un asunto de políticas públicas que tienen que ver con la producción y elaboración de alimentos, su acceso, su precio y distribución, así como a la provisión de servicios públicos, de empleos estables y remunerados con salario suficiente, vivienda digna y lugares de recreación y deporte. De acuerdo con el estudio Social inequities in cardiovascular risk factors in women and men by autonomous regions in Spain, la relación entre desigualdad y obesidad es mayor en mujeres de bajos recursos (23%) que en las de altos ingresos (8%). En Obesity and inequities Guidance for addressing inequities in overweight and obesity, la OMS muestra que la desigualdad educativa explica 26% de la obesidad en hombres y 50% en mujeres.
La conclusión de responsabilizar a las personas de su sobrepeso y obesidad -que desencadenan males cardiovasculares y cerebrales, y ciertos tipos de cáncer-, equivale a decir, estás gordo porque quieres, porque careces de fuerza de voluntad; comes en exceso “vitamina T” (tacos, tamales, tortas…). Es tu libre albedrío, tus elecciones, las que te enferman. Esta teoría olvida convenientemente o ignora que los distintos metabolismos, por razones hormonales y bioquímicas, ocasionan que la saciedad individual requiera de mayor o menor ingesta de alimentos, y que la ansiedad, ocasionada por el estrés (niveles muy altos de cortisol) que ocasiona el ambiente en el que viven los individuos (desvelos, largos trayectos en transporte, acceso exclusivo a “vitamina T”, los bajos salarios, sistemas de salud precarios o inaccesibles, educación de mala calidad, violencia intrafamiliar, servicios públicos deficientes o inexistentes, son los condicionantes sociales que determinan tu masa corporal y bienestar.
Como se aprecia, somos menos libres de lo que sostiene la idea de libre albedrío y estamos altamente condicionados por las influencias orgánicas y sociales. Sin embargo, requerimos de libertades políticas y económicas para evitar la tiranía. Y necesitamos igualdad para eludir el malestar, la angustia y la polarización consecuente que ocasionan las brechas que separan a los sectores privilegiados de los que carecen de lo elemental. El abismo que separa a unos y otros grupos sociales ha causado que dejen de comunicarse. Hemos perdido la capacidad de entender al otro, en detrimento de la pluralidad y la diversidad, de la tolerancia y de la convivencia pacífica. En suma, libertad e igualdad son valores cardinales de la sociedad moderna, arraigados en el mismo instinto de supervivencia. Pero ninguno de los valores es absoluto, como enseñó Isaiah Berlin. Conviven en equilibrio, delicado, precario, fugaz.
Este filósofo inglés preguntaba en Árbol que crece torcido: qué tanta igualdad queremos para qué tanta libertad. Su conclusión es que la libertad absoluta de los coyotes implica el exterminio del gallinero, y la igualdad absoluta aniquila la libertad: es el camino del totalitarismo. En resumen, responsabilizar al individuo del control de su entorno social, económico y político es una doble trampa y una aberración. La primera trampa consiste en eximir al Estado y a las corporaciones de su responsabilidad e igualar el poder personal con el de los grandes grupos económicos cuando la democracia ha degenerado en plutocracia; es decir, pesa menos el voto del ciudadano común que el voto de las élites económicas: con sus vastos recursos inclinan a un lado u otro la decisión política, salvo excepciones. Una de ellas es cuando un potente relato moviliza a los indignados y encumbra a hombres providenciales.
La segunda trampa es una aberración: si todo depende de la voluntad personal del individuo, de su libre elección, y cuando enfrenta sus problemas y malestares se siente y se sabe impotente, se frustra. Alimenta el malestar social saberse incapaz de controlar y cambiar el entorno. Se condena a la impotencia y a la inmovilidad porque el individuo solitario es incapaz de cambiar el statu quo. Estamos ante un nuevo determinismo. La libertad que conduce a la impotencia termina por aceptar como inamovible el orden de cosas. Una sociedad de personas frustradas e impotentes se convierte en una olla de presión que eleva la inconformidad y la frustración a grados quizá explosivos.
Libertad e igualdad se necesitan y condicionan. Una sin la otra conduce a sociedades disfuncionales y a la infelicidad colectiva.
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