Uno de los sucesos en el mundo literario durante 2013 fue la aparición de Ha vuelto de Timur Vermes. Su argumento parece ingenioso: un día de 2010, Adolf Hitler despierta en un parque de Berlín, se sacude las hojas que lo han cubierto desde 1945 y se lanza a tratar de ubicarse en el tiempo y el espacio. Al principio, supone haber dormido unos minutos; conforme pasan los días, experimenta la necesidad de comer y se relaciona con el mundo. Hitler se da cuenta de que el imperio de los Mil Años ha fracasado. Sus andanzas lo llevan hasta la televisión donde ocupa el lugar de cómico político y emprende, de nuevo, la conquista de la conciencia alemana.
Al principio, uno se entusiasma con la broma, y cómo no, si no es para menos, siempre reducimos a la carcajada nuestros temores para hacerlos domeñables, para no sucumbir de pasmo ante su sombra. Los juegos de palabras, los desencuentros del sujeto congelado desde la primera mitad del siglo XX, nos arrancan la sonrisa por más que se trate de Hitler. Nos entusiasma su esfuerzo por mantener viva su imagen de líder. No se aterra de su pasado ni se oculta, antes bien, se presenta siempre sin tapujos, exhibiendo y dándose a conocer como el Führer. Así, retoma de la realidad aquellos aspectos que todavía le parecen útil para los errores del pasado, sin mayor esfuerzo se da cuenta de cuánto ha avanzado la sociedad liberal en el dominio de los ciudadanos y de aquellos elementos que a buen recaudo podrían haber sido potenciados en bien del Tercer Reich.
Vermes lo muestra como un tipo ágil, inteligente, buen político y con una increíble capacidad de adaptación. Compartimos su farsa, la celebramos a cada página en que vamos entendiendo los mecanismos de sobrevivencia que le permitirán al dictador volver al tiempo anterior a su primer intento de golpe de Estado; juega si no con la inocencia de la gente, sí con esa especie de buena voluntad que rige entre la gente civilizada; se vale de los espacios de obscuridad o penumbra para irse construyendo un espacio de trabajo y un lugar en la vida política de esa sociedad de la que solo comprende cuán cobarde se ha vuelto, cuán blanda se ha tornado y, a fin de cuentas, lo laxa y ridícula que aparece frente a los ojos de una ideología de viejo cuño. Auscultado sobre su situación ciudadana –es decir, sobre sus antecedentes próximos y los elementos básicos de su pertenencia social: domicilio, teléfono, pasaporte, etcétera–, Hitler responde con circunloquios que no lo descalifican, pero aumentan el aura de su poder desde la penumbra.
Es aquí donde una lucecita amarilla se prende en nuestras conciencias. Está bueno de gracias, hay algo que no marcha, la sabiduría popular lo diría de otra manera: “entre broma y broma, la verdad se asoma”. La sonrisa se nos hiela porque, sin notarlo, estamos siendo expuestos a nuestros peores defectos, los que nos vienen por herencia de la inmediatez informativa, por la velocidad de los procesos y nuestra ausencia crítica frente a un mundo cada vez más cómodo. El Hitler redivivo se lo explica así: “Por eso ha sido, en definitiva, la conciencia de mi caudillaje, mi misión como Führer, la que me ha sacado de mi infructuosa búsqueda de explicaciones”. Y es que sus chistes, bien celebrados y algunos impecables en el juego de palabras, nos sitúan como objeto de nuestra propia carcajada, respecto del lavado de su propio uniforme. Dice el Führer: “Pero oiga, le habrán entregado su uniforme para entonces, ¿no? – quizá esta misma tarde – la tranquilicé-, porque es una limpieza relámpago. Al oírlo, le entró un ataque de risa”.
De muchas maneras, la explicación de Hannah Arendt ha calado hondo en nuestra conciencia: los genocidas no son tipos malos, son simples burócratas eficientes, porque tememos aceptar que frente a la banalidad del mal, se alza la credibilidad del mal y callamos por respeto, cosas que podemos decir respetuosamente.
En la medida que adoptamos los nuevos eufemismos, que nos negamos a aceptar la realidad como viene y tenemos que asumirla maquillada, pasteurizada y descafeinada; en esa misma medida en que nos desgarramos las vestiduras por un espectáculo de tauromaquia – al que nadie está obligado a asistir– y no decimos nada frente a los casi tres mil huérfanos que dejó la guerra del narco y que nadie quiere adoptar, en esa medida aceptamos los presupuestos del nuevo Hitler, que sabe que el liderazgo al que se debe ha de ser completamente amnésico, que no importan ni los hechos ni los datos duros, sino aceptar responsabilidades, dar respuestas inmediatas y asumir en su propia persona las responsabilidades inherentes a su carácter providencial. Vamos destruyendo con temor y aspirando a la seguridad, los espacios de las libertades ciudadanas, nos aterramos si se habla de feminicidio, pero celebramos alegremente la publicidad machista que, después de todo, no es más que chacota y broma, cosa pasajera y sin sentido, cuando en realidad es una mancha en la conciencia.
Hemos quemado innumerables horas hombre para capacitar a nuestros líderes, los queremos con flamantes doctorados y con una carpeta enorme de datos conocidos y por conocer, pero nos hemos olvidado de los políticos en el tenor de los titulares de la conciencia colectiva, hemos perdido la fe en la representación, pero no porque ella sea mala o imposible, sino porque casi no encontramos a nadie que sea digno de ella, aún después de las elecciones. Es ahí donde se cuela la sombra del hombre del bigotito, él lo ofrece todo, nos ofrece liberarnos de nuestras dudas y nuestras penalidades, nos exige apenas renunciar al caos que convive con la democracia, para dejar en sus manos la providencial presencia de quien tiene las respuestas y nos lleva a buen puerto, solo mediante sus esfuerzos y su contacto absoluto con la divinidad encarnada en el destino.
La vocación del político ha dejado su lugar por la del profesional ávido de éxito, generalmente económico. No es toda la culpa de esa casta que hemos construido en tiempos recientes, es también nuestra en el sentido de que no queremos participar si no es siendo estridentes y poco efectivos, dejando de ser inteligentes para ser espectaculares, un tema educativo sin duda. Seguimos avanzando en la lectura, la luz amarilla se torna roja y nos damos cuenta de que no estamos en presencia de una broma sino de una tragedia en ciernes. Algo ya se ha torcido cuando Hitler se rehúsa a hablar de los judíos porque no es un tema alegre; vaya, porque a nadie le interesa oír hablar de dramas y cosas desagradables, apenas nos contentamos con parecer medianamente informados; apelando a la conciencia individual, al dolor personalísimo, queremos aparecer como paladines humanitarios, pero dejamos de fondo el problema sin resolver, dejamos que el huevo de la serpiente se sigan incubando, pero ponemos un foco tibio para que la propia serpiente no muera de frío. En otras palabras, nos pintamos de colores tolerantes, pero seguimos temiendo que los homosexuales se apoderen del mundo; aceptamos cualquier religión, pero nos repugnan los ateos y seguimos pensando que existe algo así como la conspiración judeomasónica universal; apenas una pobre gacetillera, mercader del mal gusto, se aprovecha de la acogida de la televisión nacional, para que no hablemos de su calidad informativa, ni siquiera del sagrado derecho de no sintonizar su programa, pero nos desgañitamos exigiendo la pronta expulsión de la extranjera.
Una buena tarde, paradójicamente un grupo de neonazis le propinan una paliza al Führer, acusándolo de rata judía, traidor y todos los epítetos que bien conocemos al día de hoy por cuanto el espectáculo de la legislatura nos ha llenado de vendepatrias, hijueputas, emisarios del pasado y demás fantasmagóricas locuras. Al final, nada le ha sentado mejor al viejo estadista convertido en cómico de televisión; es ya un mártir; la paliza no lo deja completamente fuera de combate, pero lo recluye en el hospital por una temporada, donde recibe el afecto y el apoyo de todas las fuerzas políticas alemanas; de ahí en adelante un solo paso al liderazgo de la nueva Alemania que ya ha dibujado en su conciencia.
“Me presentan a mí y se inspiran en los carteles de antaño. De ese modo llaman más la atención que con todos esos caracteres de imprenta de hoy, por muy sofisticados que sean, dice Sawatszki, y tiene razón. También ha propuesto una nueva divisa, que campea al pie de todos los carteles como elemento de unión. Evoca viejos méritos, viejas dudas, y tiene además un aire entre humorístico y conciliador con el que se puede ganar para el bando propio a los votantes de esos Piratas y de otros grupos jóvenes. El eslogan reza así: “no todo fue malo”. Con eso se puede trabajar”.
CARTAS A TORA 370
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