Es una mañana de abril de 1959.
Corre un viento fresco por la gran ciudad blanca.
El río que la cruza
da un aspecto imperceptible de nostalgia.
Hacia el vehículo que espera
a las puertas del hotel,
se encaminan silenciosos
un niño, su hermana mayor y sus abuelos.
Conforme el vehículo enfila hacia su destino,
el niño, que va sentado adelante,
no se atreve a decir nada, ni a pedir nada.
Sabe que no le han dicho la verdad.
que sin importar lo que sienta,
cuando lleguen al internado,
tendrá que quedarse ahí
(no imagina por cuánto).
Quiere pedir a gritos, y llorando, que no lo dejen.
Pero con una dignidad desconocida,
le contiene una fuerza interior
que hasta entonces descubre.
A su paso, transcurre la ciudad
con sus monumentos impresionantes.
A su vista se extiende un enorme campo
lleno de cruces blancas…
El auto continúa
y se adentra, finalmente, por una carretera
que atraviesa los campos de Virginia.
Nadie habla en el automóvil.
Se respira un ambiente pesado.
Menos de una hora después de haber salido,
aparece a su izquierda,
un inmenso edifico de ladrillos rojos,
con muchas ventanas.
Sobre un campo rectangular
que mira hacia la carretera,
se aprecia un viejo cañón verde olivo
que revela, de inmediato,
que se trata de un colegio militar.
Toman por la vereda de acceso
que pasa junto a un río histórico
donde se libraron cruentas batallas
hace casi un siglo.
Llegan a la puerta principal.
A la derecha, se yergue la “casa de visitas”,
una mansión sureña, que aloja a padres
de los internos, y a exalumnos,
que vienen a encontrar sus fantasmas.
Es poco después del mediodía.
El cielo está grisáceo.
El viento ha dejado de correr.
El chofer saca de la cajuela el equipaje del pequeño.
(signo inequívoco de que viene a quedarse).
Conforme vuelve a cerrar el maletero,
su sonido compacto y seco, produce un vuelco
en el corazón del sobresaltado niño.
La promesa de la noche anterior,
de los días antes del viaje,
ha sido un engaño: “si no te gusta, nos regresamos todos”…
Al entrar al edificio (marcadamente oscuro, en contraste con el número de ventanas que se aprecian en sus fachadas), lo recibe el oficial comandante.
El niño no lo entiende. No habla una palabra de inglés.
Un interno, poco mayor que él, le pide en español, que lo acompañe a conocer las instalaciones.
Sus abuelos y su hermana, parecen quedarse en la oficina, “conversando”, mientras el regresa…
El chico que lo guía, dados unos pocos pasos del recorrido, le advierte que mejor corra de regreso a la oficina, si no quiere perder su última oportunidad de irse de ahí.
De otro modo, ya no tendrá remedio.
Cuando llega a la oficina a encontrarse con “los suyos”, ya se han ido, sin siquiera despedirse de él.
Es el 6 de abril de 1959.
En menos de una semana, habrá dejado de ser el niño ingenuo que llegó.
Después de esa tarde, más pronto de lo que imagina, será condenado a quedarse ahí para siempre.
Solamente el amor de Cecilia, que todavía no llega a la tierra, (y que venía huyendo junto con él, desde otra dimensión), podrá rescatarlo, muchos años después.
Mientras tanto, su infancia perdida, seguirá siendo un fantasma errante, entre los muros de ese viejo edificio.
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Acapulco, verano de 1993
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