Gilles Lipovetsky es un autor de actualidad que me atrapa. Mejor conocido por su ensayo La era del vacío, este filósofo y sociólogo francés ha publicado múltiples obras en las que consigue combinar elementos que, de entrada, parecerían ajenos unos de otros, para presentarnos un modo de entender la realidad. Su preocupación inicia con los niños de jardín de infantes, recorre diversos escenarios y nos lleva hasta un momento de gran vigencia: lo que él denomina el “hiperconsumismo”, el estadio en que se encuentran los afanes mercantiles que nos mueven como sociedad. Termino de leer un interesante ensayo de su autoría intitulado: La felicidad paradójica. Inicia hablando del mercado en las sociedades organizadas de hace un par de siglos; su pluma nos lleva a esas grandes tiendas antiguas en las que se conseguía desde una aguja hasta grandes aparejos agrícolas, o desde un “cucurucho” de anís hasta una paca de pastura. Nos invita a ver con la mente aquellos grandes muebles adosados a la pared, con multitud de cajones, de los cuales, a solicitud del cliente en turno, el comerciante extraería la mercancía requerida. Al frente los enormes mostradores sobre los cuales se despachaba. Dicho momento histórico parte de una premisa: se privilegiaba la calidad del producto. La producción era artesanal, a pequeña escala, tal vez sobre pedido, y las cosas funcionaban.
Conforme se va expandiendo el comercio se pasa de la cotidianidad cómoda a la diversificación: Crece el deseo de confort y surge el atractivo de tener de dónde elegir. Ya no es solo adaptarse a la oferta mercantil para definir las actividades como la comida del día o el corte de los pantalones. Ahora es tener variedad de dónde elegir.
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El autor no lo ubica en una década precisa, pero nos imaginamos que es durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las sociedades sufren grandes modificaciones: en occidente los varones partieron al frente de batalla, y una cantidad considerable de mujeres tiene que salir a trabajar. La industrialización ha facilitado la producción, y es ahora en fábricas desde donde las esposas y madres deben mantener la economía de su país. Al término de la guerra y conforme todo vuelve a sus cauces habituales, el consumidor comienza a demandar nuevas condiciones: Requiere ahorro a la hora de comprar y busca adquirir elementos más allá de los estrictamente necesarios. Desea comodidad. Surgen los supermercados. A la vuelta de varios lustros se incorporan elementos ambientales dentro de los grandes almacenes que vuelven, no sólo necesario sino placentero, ir de compras. Nuevamente imagino esos comerciales impresos en revistas de época, anunciando desde cigarrillos hasta complejos residenciales, a través de imágenes de personajes reales o ficticios que seducen para reorganizar los ingresos familiares, más allá de lo de utilidad inmediata.
Vienen Corea y Viet Nam; surgen los movimientos estudiantiles de finales de los sesenta alrededor del mundo. Nosotros en México tuvimos nuestro propio 2 de octubre, luego el jueves de Corpus y la locura colectiva de Avándaro, festival que llevó a la condena gubernamental del movimiento rockero de aquellos años. Cada uno de estos acontecimientos impactó en la economía. A partir de ese momento se plantea, además, lo que Lipovetsky llama “la vida en presente”, con su carga hedonista y el deseo de satisfacción inmediata. Ese apremio de autodefinición nos va llevando a la búsqueda de marcas, fenómeno que se acentúa a finales del siglo pasado. Es tal la obsesión por distinguirse mediante la utilización de productos de marca, que de inmediato surge aparejado el mercado “pirata”, para satisfacer a ese consumidor que no pertenece al grupo económico más privilegiado, pero que, al igual que él, desea portar ropa o calzado con un logo reconocido, y confirmar ese sentido de pertenencia. Ahora el joven se mira al espejo con la prenda recién adquirida, y le agrada la imagen que proyecta.
Las sociedades fluyen constantemente. Los productores entienden que ahora deben enfocarse a fabricar mercancía que cubra los apremios del reconocimiento y la integración social. Los productos dotan al individuo de un simbolismo particular, dado que las instituciones tradicionales han dejado de otorgarle la validez de antaño. Las fuentes de producción se enfocan en mercancía dirigida a grupos específicos, ya sea de edad, por actividades lúdicas o identidad de grupo. Se personaliza la adquisición de bienes. El consumidor busca en el mercado elementos que le provean de salud, seguridad ambiental y una profunda sensación de bienestar. La oferta de suplementos nutricionales; aparatos de ejercicio; cursos de meditación, o sesiones de “coaching” se convierten en productos altamente codiciados en el mercado.
Se alcanza lo que el filósofo francés denomina “consumo emocional”, un mercado basado en vender sensaciones o experiencias que conduzcan a sentirnos bien dentro de nuestra propia piel. En una tendencia minimalista, despojados de toda la parafernalia mercantil propia del siglo veinte, ahora buscamos la armonía con la naturaleza. Y eso también es objeto de compraventa: Vacaciones; experiencias sensoriales o retiros, como el que narra detalladamente Emmanuel Carrère en su novela “Yoga”.
El surgimiento de la Inteligencia Artificial despliega todo un nuevo panorama por el que, seguramente, pronto estará llevándonos a reflexionar la pluma de Gilles Lipovetsky. Nadie lo dude.
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