Querida Tora:
Creo que nunca te había hablado de la familia del 19: papá, mamá y tres hijos. El señor era un gordo, feo, grosero y enojón que trataba a todos a patadas. No sabes cómo se quejaba la señora con las amigas; y más de una vez lo denunció en la Delegación por malos tratos y violencia inusitada (así dijo, pero nadie sabe lo que eso significa).
Pues el señor hizo un coraje, y se murió. Y así, de repente, casi se convierte en santo. La mujer empezó a llorar en el momento del deceso, que serían las ocho de la mañana, y veinticuatro horas después seguía llorando (ya se le notaba una cierta baja de peso). La niña tuvo varios ataques de depresión, que creímos que la íbamos a enterrar con el papá; y los dos muchachos se sentaron en un rincón, y ahí se estuvieron toda la noche, sin siquiera ir al baño.
La señora, en medio de su aflicción, se dio maña para hacerle un altarcito al difunto: un retrato de cuerpo entero (de cuando era joven y aún lucía), con dos o tres floreros llenos de flores blancas Y un letrero: Hijo Devoto, Esposo Maravilloso, Padre Ejemplar. Los vecinos (Y yo entre ellos) se preguntaban por qué habían puesto un letrero tan alejado de la realidad. Solo los del 41 se alegraron de conocer al señor de joven y comprobar “que estaba muy bueno” (no sabes la cantidad de bromas que corrieron toda por la noche entre los asistentes al velorio por ese motivo).
Hubo un momento muy delicado en el momento en que se lo llevaban para cremarlo, pues la señora estuvo a punto de desmayarse en medio de un ataque de alaridos; la tuvieron que sujetar entre cuatro, y por poco se los lleva. A la niña no la llevaron a la ceremonia porque estaba muy pálida y casi no podía abrir los ojos. Los muchachos sí fueron como valientes representantes de una familia destrozada.
Las cenizas las trajeron a la vivienda, y las colocaron en el altarcito, “para tenerlo unos días más entre nosotros”. Pero pasaron los nueve días del primer luto, y…
Al décimo día, la señora salió vestida de rojo y se fue bailar con un “amigo de toda la vida”, los hijos invitaron a sus cuates de la escuela y organizaron una tocada en todo lo alto.
Cuando regresó la señora, a altas horas de la madrugada y con paso vacilante, se puso a gritar en el patio que al fin habían conquistado la libertad; que el duelo y el entierro se lo habían ordenado “las buenas costumbres”, pero que vivir con su marido había sido vivir en el infierno sin haber pecado nunca. Y se desnudó para que todos vieran los moretones y las cicatrices que la convivencia le había dejado. Luego obligó a sus hijos a hacer lo mismo. Ellos obedecieron alegremente, pues tenían alcoholizado hasta el pelo; y aquello amenazó con convertirse en una orgía delirante, con tanto adolescente alborotado como había en la vecindad en ese momento. Pero no ocurrió nada de eso, porque todos cayeron de pronto desmayados, y los tuvieron que llevar al hospital.
Cuando los trajeron de vuelta, la señora pidió perdón a los vecinos por todo lo ocurrido, y se retiró con sus hijos a su vivienda. Y fue cierto. Nunca más han dado motivo de escándalo (hasta el momento; pero quién sabe en el futuro, con esos antecedentes).
El día siguiente, todos los adornos mortuorios fueron a dar a la basura. Con excepción del retrato del señor, que los del 44 rescataron antes de que pasara el carro y lo colgaron en un cuartito que tienen lleno de recuerdos “personales”. El letrero apareció roto en pedazos; pero yo alcancé a ver que donde habían puesto “Hijo Devoto” ahora decía “De la Tiznada”. Y las cenizas se fueron por el caño.
Total, que fue una semana muy entretenida.
Te quiere,
Cocatú
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