Estás en el Hipódromo de las Américas, en el Jockey Club, tu lugar preferido. Es viernes, 15 de octubre. Han pasado aproximadamente cuatro horas desde que llegaste. Le has atinado a cinco ganadores. La tarde noche te sonríe. La suerte está de tu lado. Te sientes muy animado y, como plus, ya es fin de semana. Hablas, conversas con tus dos acompañantes acerca de varios y diversos temas. La velada transcurre con amenidad entre copas de vino, cerveza, otras bebidas alcohólicas y diferentes platillos que desfilan por la mesa circular. Son las siete treinta de la noche. Aparece la luna, asomándose por el enorme ventanal, digna de octubre. Un récord de asistencia de treinta mil aficionados gritan y se emocionan en las tribunas, anticipando la llegada a la meta de los nobles equinos.
Tienes 41 años. Vistes de traje. Eres un próspero abogado. Trabajas en un reconocido bufete. Ahora lees y relees el programa. Escoges tu próxima apuesta. El número cinco, “Según tú, el secreto mejor guardado en toda la hípica nacional”. Te levantas de la mesa. Caminas a la taquilla. Esperas. Haces tu jugada. Cien pesos a primer lugar. Faltan 27 minutos para que arranque la carrera. Vas al baño. Regresas. Prendes un cigarro. Atraviesas de un extremo a otro el restaurante, que tiene cinco mesas ocupadas. Distraído, dejas que la ceniza del cigarrillo caiga encima de tus zapatos nuevos. De pronto sientes una señal. Un aviso. Como un golpe en el estómago. Súbitamente sientes que alguien te observa, que alguien te mira a lo lejos. La vez a la distancia, en la forma umbrosa de su cuerpo. Una figura atractiva, en un vestido marrón. Te paras en seco. Está en el bar, en la barra. Sentada sola, en una periquera. La noche de viernes se insinúa aún más prometedora. Avanzas con decisión hacia ella, advirtiendo la agradable taquicardia que produce cortejar a una mujer desconocida. Te preparas mentalmente. No hay nadie a tu alrededor que pueda tomarte la delantera, que pueda ocupar ese puesto vacío que está ahí, y que parece que te espera solamente a ti.
Bajita, piel tostada. Tiene el pelo negro, no tan largo, cortado en capas. Unos senos descollantes. Cuerpo como rifle, ojos oscuros, nariz recta y la boca, bellísima, abierta, no deja de sonreír. Puedes ver sus enormes dientes. Pasas por detrás de ella. Te sientas. Apagas, destruyes tu cigarro en el cenicero. Apoyas tus manos en la barra. La golpeas rítmicamente con los nudillos. Pides un tequila. Metes la mano izquierda en la bolsa trasera del pantalón. Tocas la billetera, gorda, repleta con parte de tu quincena. Sientes una leve erección. Sonríes. La mujer te aborda. Se nota que le gustas. Se acerca aún más a ti. Su cara está a dos pulgadas de la tuya. Sus ojos se encuentran fijamente y sientes algo que en muchos años no has sentido. Te suspira. Con un dulce y suave tono se presenta: Hola, soy Paola, y te pregunta a bocajarro si quieres acompañarla. Estás seguro de haber escuchado esa voz antes. Es la voz en tus sueños. La miras intensamente. Transpiras un poco, casi nervioso. Reconoces ese atrevimiento, toda esa provocación, su autenticidad. Te hace trizas. Atónito llegas a una conclusión: “Es ella, es Paola Lynch”. El primer amor. Aquella vieja pasión. La razón de todos tus desvelos juveniles. “Tu Kentucky Derby”. La que si antes era bella, ahora francamente luce sensacional. La sangre se aglomera en tu cuerpo. Te presentas, mientes, pides prestado un nombre, privilegias a los Gustavos.
Estás realmente sorprendido de verla, de encontrártela así, aquí. Sabes que en cualquier otro momento estarían teniendo una conversación incómoda, discutiendo abiertamente esa tormentosa relación de hace años. Pero ahora no hay tiempo para eso. Ésa no es tu mejor apuesta. Prefieres mantenerte en el anonimato. Esperas no ser reconocido. Ser un extraño. Entonces le haces preguntas, le invitas un trago, le escuchas hablar de su nueva vida, con una notable coquetería en los movimientos de su boca. Con innegable admiración erótica analizas sus labios carmín, tan sensuales, mojados por el vodka. La oyes respirar, sientes su aliento, lo inhalas. Ella te seduce, te seduce aliviándose con el dedo meñique, como casualmente, una repentina comezón entre los senos. Eso hace que su persona reluzca aún más, con su dedo hundido en el escote tal vez invitándote a perderte en él.
A lo lejos, tus acompañantes, con sus cámaras por ojos, sus cacahuates por cerebro, te echan porras. Se corre la octava carrera. La bandera arriba, y Arrrrrrrancan.
Emocionado miras la competencia. Tu caballo llega en segundo. Le gana un tordillo llamado Lucky, con momios de 25 a 1. Ganó Suertudo contra todos los pronósticos. Lo piensas. Con eso en mente. Te tomas otro caballito de tequila. Dos. Te aflojas la corbata, cotizándote. Aclaras un poco la mente. Consideras tus posibilidades. Esta también es una carrera en la que quieres apostar.
Primero. Te imaginas en la habitación de un hotel. Paola regresando del baño, relajada, feliz de volverte a ver, con sus ojos bailando con la luz lunar que perdura tenue. Tan extrema, bella, absoluta. Se quita los zapatos. Desabotona el fresco y entallado vestido. Lo deja caer por sus hombros. Explota al máximo su erotismo. Tú estás sentado en el borde de la cama, deseándola descaradamente, con los labios húmedos, preguntándote a qué huele esta noche su pelo, a qué sabe su piel. Está desnuda, encantadora, delante de ti. Admiras su cuerpo bruno, bronceado, incitante, al cual no has tenido la oportunidad de acariciar y besar hace tantos años. Te lanzas sobre ella, la cargas hasta llevarla al centro de la king size. Ella te desviste rápidamente. Tu boca toma posesión de sus voluptuosos senos. Juegas con el resto de su cuerpo. Acusa recibo, se te sienta encima, te monta. La abrazas. Ella agradece tu afecto, se entrega al son de tus brazos. La besas. Entras en ella. Libra un gimoteo extenso de satisfacción. Hacen el amor. Todo entre ustedes es delicado, asombroso y largo. Terminas cayendo hacia atrás, con la barbilla, la boca y la nariz empapadas de su saliva.
Segundo. Soñando despierto succionas los recuerdos, te fumas las escenas. Haces números en tu cabeza, restas 240 meses, llegas otra vez al mes de octubre. Hace veinte años. Piensas, cavilas, en lo que alguna vez fue resplandeciente y después se convirtió en penumbra. Anhelas, deseas que todo regrese a ser como cuando tenían veintiuno, cuando la conociste, aquella noche como ninguna otra. Recuerdas, evocas también, que sonreía distante, asombrosamente encantadora en su holgada vestimenta. Estabas parado frente a ella, admirando la ruta imaginaria de su muy tostado cuello que llegaba hasta el paraíso. Te devastó. Pensaste para ti: “Me deslizaré en su mundo”. No olvidarás jamás esa tarde en la playa. Un bikini color blanco, y te sentías demasiado contento de estar ahí, lejos de la sociedad, acostado en la arena, escuchando el constante rumor del mar, con el sol brillando en todo su esplendor, mirándola, compartiendo unas vacaciones con ella. Con cuánta nitidez la recuerdas sentada en el camastro, con su peculiar estilo, cruzando las piernas bronceadas.
Se notaba contenta, relajada, y hasta un poco borracha, pasando suavemente la mano y haciendo dibujos con las uñas sobre tu estómago, mientras estirabas el brazo y abrías los dedos para que los tomará, para que los alcanzará, y ¡WOW! ¡Las autopistas en tu mente! ¡Las extensas carreteras en tu cabeza! El uso de pocas palabras, con ecos de humor negro, y un toque de entretenida perversión. Manos inquietas, cuerpos sudados, corazones latentes y labios en el lugar indicado. Bienvenido fue el romance, o aquello que algunos llaman intimidad. Fueron esas cosas, todas esas cosas las que te movieron, las que te llegaron, las que te conquistaron. Un amorío breve, así le llamaron. Una relación fugaz. Pero pasó un año y nunca te dejó entrar. No te dejó entrar del todo. Así como nunca dejó entrar a nadie. Se hacía muchas preguntas. Sospechaba y juzgaba. Y tú seguiste ahí, nervioso, impaciente. Queriendo limpiar ese hermoso desastre. Queriendo conocerla a fondo, sacar lo mejor de ella, renovarla, renovarla una vez y otra. Pero ella, tan mártir y pavorosa, decidió que ya no te quería a su lado, que ya no te quería más en su vida. Optó por irse, dejarte, no mirar atrás. Quedarse con la fantasía, con la imaginación, con la seguridad, con su conformidad, aplazando su amor hasta convertirlo en mito, en dulce fracaso, porque así duraría por siempre.
Son las ocho treinta. Tus acompañantes, borrachos, se retiran. En la pista termina la última carrera. La tuya apenas comienza. Paola, sigue sin reconocerte. Intentas no manifestar tu atracción por ella. Pasas el antebrazo por la frente para quitarte el exceso de sudor, esperando que la transpiración no delate tus sentimientos. La miras con cariño, ella te corresponde con los ojos, que nunca parpadean. Tú la esquivas. Llenas el repentino silencio con un chiste. Echa a volar esa contagiosa carcajada que tanto te gusta, que tanto recuerdas.
Las bebidas desaparecen, se han acabado. Ella se levanta lentamente. Con mesura observas al monumento, fracción por fracción. La recorres de arriba abajo. Admiras su rostro, su busto, sus manos, sus muslos bellísimos. El paisaje es perfecto. Un banquete visual de principio a fin. Se disculpa para ir al baño. Derrochando frescura te pasa un dedo por la nariz; pandeando hacia delante su cuerpo se pega a tu entrepierna y se desliza con suavidad. Deja su bolsa, te susurra al oído que se la cuides, que en unos minutos vuelve. Te paralizas por un momento. De pronto, algo no te cuadra. Meditas. Meditas. Respiras profundamente. Analizas todo lo que has logrado, construido en estos veinte años. También, y sobre todo, lo que puedes destruir, arruinar. Has cambiado. Eres un hombre distinto. Ya no estás en condiciones de perseguir el arcoíris. Con eso en mente, decides no repetir el pasado. No caminar por esa tumultuosa ruta otra vez. Piensas en tu casa, recuerdas a tu esposa, a tu hijo de siete años. Ambos te esperan. Detienes tu caballo. Sacas el anillo de la bolsa lateral del saco, y vuelves a colocártelo en el dedo anular de tu mano izquierda. Escribes, con tinta roja, tu nombre en una servilleta. El verdadero: Jerónimo Gracián. La depositas en su bolsa.
Cuando Paola regresa, tú ya no estás. Pagaste y te fuiste. En el coche, por cinco minutos, piensas y te preguntas. ¿Lo volvería hacer? ¿Irme? No lo sabes. Pero simplemente hoy eso decidiste. Esta noche, tú y solo tú Jero, te diste el lujo de perder una gran apuesta.
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