¡Por fin llegó el sábado!
Hasta mi mamá me preguntó si iba yo a ir con don Marcelino.
-¿A qué hora quedaste de ir con el señor de la casa por La Quebrada?
-¿Qué mosca te picó, jefa? ¿No que voy a ir a dar lata?
Había yo quedado de llegar con don Marcelino a partir de las once de la mañana, así que no tenía prisa. Desayunamos con tranquilidad y poco después de las 10 de la mañana me despedí de mi mamá no sin antes prometerle que le contaría yo hasta el último detalle.
Desde Granjas del Marqués hasta Los Olvidos no debería tardar más de media hora. Me enfilé por la glorieta de Las Cruces hacia la carretera escénica y cuando llegué a La Cima, como siempre, la bahía de Acapulco no dejaba de sorprenderme con su belleza siempre distinta.
Pero esta vez, mi vista se dirigió hacia Los Olvidos que a pesar que la casa no se veía desde tan lejos, el solo hecho de saber que ya conocía su ubicación, me daba una sensación de privilegio y de secreto que no había yo experimentado nunca antes.
Pasé por Las Brisas, saludé a la Ranita de piedra donde existe una placa conmemorativa de la Carretera Escénica, poco más adelante a mi derecha pude ver el restaurante Los Rancheros. Y así fui descendiendo hacia la bahía hasta que llegué a la glorieta de la base naval donde había un monumento a la legendaria Nao de China.
El día estaba nublado pero no llovía; el tráfico era escaso. Por ese entonces todavía era frecuente ver los Jeeps blanco y rosa que traían los huéspedes del Hotel Las Brisas que se paseaban por todo Acapulco sin el más mínimo temor.
Poco antes de las 11 ya había llegado a La Explanada, pero no estacioné mi coche ahí, sino que lo dejé sobre López Mateos para no estorbar la entrada y salida de otros autos porque el callejoncito no admitía dos coches al mismo tiempo.
La brisa soplaba inusualmente fuerte para ser relativamente temprano, y no hacía calor a pesar de estar en primavera.
Al estar de pie frente al portón, mirando la placa de “Los Olvidos”, no sentía que apenas pocos días antes hubiera yo estado ahí por primera vez. Más bien sentía una familiaridad que me causaba extrañeza, ¡porque tal pareciese que hubiera yo estado en ese sitio exacto muchas veces en el pasado!
Toqué el timbre y me dispuse a esperar a que me abrieran. Esta vez acudió al portón la esposa de don Marcelino que me dijo amablemente:
-Pase usted joven, mi esposo tuvo que salir, pero dejó dicho que lo esperara y que mientras él regresa, que recorriera usted la casa para que la vaya conociendo. Dejó abiertas algunas de las habitaciones por si quiere usted verlas.
-Gracias señora.
-Por cierto joven, si se le ofrece alguna cosa, yo estoy lavando allá abajo donde estuvo usted con Marcelino el otro día, junto al garaje.
-Gracias señora ¿pero de verdad está bien si paso, o mejor vuelvo otro día?
-No joven, de verdad no tarda mucho mi esposo. Está usted en su casa.
-Lo dejo porque además de lavar, tengo que cuidar a mis niños.
-Claro que sí, señora, no le quiero dar lata. Yo espero a don Marcelino a que regrese.
Entré a la casa por el mismo corredor de la vez anterior. Me dirigí a la saliente donde tocaban las orquestas ¡y desde ahí comencé a imaginar cómo habría sido estar ahí cuando las fiestas eran amenizadas nada menos que por Glenn Miller o Teddy Stauffer.
Los Olvidos era una casa de la época de juventud de mi mamá y como había yo escuchado muchísimas anécdotas suyas y de mi abuelito en Acapulco, no me costaba ningún trabajo dejar volar mi imaginación y hasta con “fondo musical”.
De pronto, mientras estaba yo en el área de la orquesta, pareció que una mujer cantaba casi en un murmullo una canción de aquella época que se llama “Kiss me once and kiss me twice” (bésame una vez y otra vez).
La voz a pesar de su increíble suavidad, parecía perfectamente real elevándose sobre los tonos del piano acompañado por la orquesta cuyo sonido era apenas audible, como si la música fuera imaginaria y la voz de aquella mujer por el contrario, fuera viva en realidad.
En un momento se disipó mi ensoñación y regresé al presente. Ya no se escuchaba música ni la voz de la mujer. Solo se percibía el sonido de las olas sobre el acantilado. Inesperadamente hacía un poco de frío que me tomó por sorpresa porque no llevaba yo un suéter ni nada parecido. Decidí dar una vuelta por los corredores mientras llegaba don Marcelino. Subí al segundo piso donde encontré una habitación abierta y naturalmente, entré a curiosear.
Las anchas persianas de madera estaban abiertas dejando ver el mosquitero que permitía el paso de la brisa de un lado al otro de la habitación. Esta recámara estaba amueblada en el estilo clásico de los años 40. Había una cama matrimonial a cuyos pies estaba un baúl de madera con incrustaciones de concha nácar, que me recordó algunos parecidos que había yo visto en las revistas de mi casa en México.
A los lados de la cama había mesitas de noche con lámparas de pantalla cónica hechas con alguna clase de tela translúcida. Frente a la cama había un tocador complementado con un tríptico de espejos y una banquita baja para que alguna dama pudiera arreglarse con calma y retocar detalles de su peinado o su maquillaje.
El baño era amplio y también se extendía sobre los dos corredores. Contaba solamente con dos regaderas. La clásica mezcladora de agua caliente y fría, y otra de presión que siempre liberan agua helada que, en sitios como Acapulco, siempre caen muy bien.
El piso del baño era de pequeños mosaiquitos con forma de hexágonos blancos. Los mosaicos de la pared hasta cierta altura eran blancos también, rematados por un cintillo de cerámica de color azul marino. Las paredes en torno a la regadera, estaban adornadas con sirenas de tonos azules, y paisajes marinos muy delicados.
El aroma de la madera de las ventanas y las puertas perfumaba el ambiente con un olor a cedro que me era muy conocido de otros lugares de Acapulco como La Riviera o la casa Ralph en el cerro de la Pinzona. Cerca de una de las entradas a aquella recámara, había una silla de mimbre que invitaba a sentarse y me senté.
Podía imaginarme esperando a una dama que se arreglaba en el tocador mientras platicábamos sobre cosas tan simples como la playa, el clima y los planes para ese día. Y todo esto sin decir ni una sola palabra obviamente, porque estaba yo solo ahí, o al menos eso parecía.
No me percaté cuánto tiempo había pasado, pero al ver mi reloj me di cuenta de que ya era la una de la tarde y don Marcelino no llegaba aún. Me puse de pie y salí de la habitación por el lado del corredor más cercano a La Quebrada (por decir) y pude ver hacia la izquierda una escalera de pocos peldaños que conducía a otra habitación cuya puerta estaba abierta también.
Me disponía a subir hacia aquella habitación que por su ubicación tenía que ser la recámara principal porque se encontraba justo sobre la terraza de los arcos y su vista era necesariamente frontal sobre los acantilados y dominaba todo el horizonte desde Pie de la Cuesta hasta más allá de la Roqueta.
Es decir, que la recámara principal dominaba la misma vista que la terraza de los arcos, pero desde mayor altura. Apenas había yo empezado a andar hacia esa habitación, cuando algo llamó mi atención entre las palmeras del jardín.
Yo pensaba que nadie estaba en la casa más que los cuidadores, pero vi a una joven con vestido de los que llaman camiseros, con la cabellera que le llegaba sobre los hombros que caminaba tranquilamente por el jardín. Estaba yo a punto de hablarle, cuando escuché la voz de don Marcelino que me anunciaba su llegada disculpándose por haberme hecho esperar. Nuevamente volví la mirada hacia el jardín pero la joven ya no estaba.
-Buenos días, joven, disculpe que tuve que salir, pero me hicieron un encargo y tuve que ir a traer algunas cosas.
-No se preocupe don Marcelino.
-¿Ya se dio una vuelta por la casa?
-En eso estaba don Marcelino, su señora me dijo que anduviera por ahí mientras usted llegaba.
– ¿Y qué le parece?
-¡Es increíble! De verdad hacía mucho tiempo que quería yo conocerla; desde La Sinfonía se ve como si tuviera vida…
-Vida tiene, joven. En eso tiene usted razón.
-Por cierto, don Marcelino, no sabía yo que la dueña o alguna invitada estuviera aquí. ¿No se molestarán de que yo ande aquí así nada más?
-No joven, aquí no están los dueños ni ningún invitado ahorita.
-Pero don Marcelino, poquito antes de que usted llegara yo vi a una chica caminando por el caminito de baldosas del jardín.
-¿De veras, joven?
Y don Marcelino se rio como chamaco travieso mientras trataba de leer la sorpresa en mi cara.
– Mire joven, en lugares como esta casa, se quedan grabadas muchas cosas. Se graban imágenes, sonidos, presencias, juramentos de amor, promesas incumplidas, recuerdos, emociones, hasta conversaciones y música. Nosotros ya estamos acostumbrados, pero es normal que a usted lo sorprenda. No me lo vaya a tomar a mal, joven, pero mi patrón va a venir a pasar unos días y llega este lunes. Si usted quiere, véngase mañana a cualquier hora y le cuento más cosas, incluyendo la baldosa de su cumpleaños.
– No se preocupe, don Marcelino, pero mañana no se me escapa ¿verdad?
– No joven, mañana platicamos.
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