32   AÑOS

Ginés Sánchez nos relata un cuento de misterio situado en la CDMX.

13 de octubre, 2021

A principios de 2017, un portero nuevo empezó a trabajar en la empresa, en un edificio de oficinas en la colonia Del Valle en la Ciudad de México. El hombre era de aspecto más que taciturno, de un muy misterioso tono de piel pálida verdoso, mirada perdida y que prácticamente pasaba su jornada de trabajo de nueve horas sin pronunciar palabra alguna y cuando lo hacía casi siempre se reducían a monosílabos, emitidos con una extraña voz metálica. Lo que más llamó mi atención, ya que yo acostumbraba a ser de los primeros sino es que el primero en llegar a mi trabajo, era que el hombre cuando llegaba, esto era rayando el alba, lo hacía no solo con el mismo traje gris oscuro de siempre y su corbata setentera de tela muy gruesa, todo este “outfit” pasado de moda; un cierto temor hacia un personaje de aspecto anacrónico nos invadía a ya más de uno.

Un hecho por nadie advertido, más que por mí, es que cada vez que se encaminaba a la entrada del condominio de oficinas, a ya pocos metros, en el último tramo se empezaba a sacudir sus ropas del polvo, pero mucho polvo, oscuro y pesado, que incluso lo hacía toser. En más de una ocasión percibí un tufo a alcohol. Este señor se volvió casi una obsesión para mí: ¿de dónde venía?, ¿tenía familia?, ¿dónde y con quién vivía? Incluso tenía serias dudas de su edad. Y al ser una persona tan huraña, al extremo, nunca nadie se atrevió, incluyéndome, a tratar de entablar amistad con él. Salvo lo indispensable en lo referente a su trabajo cuando se cruzaba con alguna cuestión del mío propio.

Una noche me decidí a seguirlo. No tomó el metro, ni un taxi u otro transporte público, simplemente caminaba cuadras y cuadras hasta llegar a la conocida hoy como “Plaza Solidaridad”, donde estuvo el regio y majestuoso Hotel Regis, mismo que vio su fin la mañana escalofriante y mortal del 19 de septiembre del año 1985. Ahí se detuvo, se sentó en una banca cercana al monumento de bronce que hace honor a las víctimas de aquella fatídica fecha y a los héroes anónimos de ese y los siguiente días y noches infernales. En fin, el señor Hernández, que era lo más que se sabía acerca de él, ya sentado en la banca sonreía, a veces soltaba una carcajada. 

Al quedarme más tiempo yo, en días posteriores de proseguir la tarea de lo que estaba convencido era un loco, empecé a escuchar un murmullo de voces, copas chocando, incluso música de piano, hasta convertirse aquello en el ruido de animadísimas fiestas, pero que solo eran eso: ruidos. Una noche, que me decidí a comprar “six” tras “six” de cerveza en una tienda de conveniencia cercana y sentarme en otra banca, sin que Hernández se percatara de mi presencia, llegó la media noche, y con ella las dos, tres, cuatro y hasta seis de la mañana. Poco después de las siete, cuando Hernández se había levantado para tomar rumbo hacia el trabajo, los sonidos de fiesta terminaron, para convertirse, de golpe, en lamentos, alaridos, gritos y poco después un concierto de sonidos de sirenas y claxons. Me retiré a casa (ya que había decidido no ir al trabajo) con una mezcla de incredulidad, asombro y horror. 

Nunca más volví a seguir a Hernández, pero no soportaba verlo siquiera, me invadía ya no un sentimiento de misterio si no uno de franco temor. Así fue, como llegó el 19 de septiembre. Se realizó temprano el macrosimulacro anunciado, y más tarde, a eso de la una y cuarto, lo impensable: la tierra se sacudía y lo hacía con furia. Todos alcanzamos a salir con bien; sin embargo, un edificio a dos cuadras se había venido abajo, después, vía WhatsApp, nos íbamos enterando de la magnitud de la desgracia: exactamente 32 años después volvía a ocurrir un terremoto en la Ciudad de México. Antes de irme a ver en qué podía ayudar, me acerque al módulo del portero Hernández: no estaba. Al asomarme pude ver un traje gris oscuro, lleno de polvo y una corbata setentera con manchas rojas, que ya fijándome muy bien, no eran del color de la tela sino de sangre.

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